Amancio Muñoz Las murallas frente a mí
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Amancio Muñoz Las murallas frente a mí.
LAS MURALLAS FRENTE A MÍ.
Poco antes de cumplir los diez años, salí de mi pueblo natal Constanzana hacia Ávila donde permanecí, interno en un colegio, hasta terminar el antiguo bachillerato superior y el curso preuniversitario a los diecisiete años. Aunque son muchos y buenos los recuerdos que atesoro de mi paso por el internado de siete años en el Colegio Diocesano, y desde luego muy distintos de los que algún lamentable personaje famoso de nuestro tiempo pretende extender para influir, a su desviada manera, en las mentes y voluntades de tanta buena gente que existe en nuestra sociedad, hoy no me voy a referir a ellos, quizá lo haga algún día. Lo que pretendo exponer en el presente relato es poner de manifiesto algunas situaciones y momentos vividos que puedan ayudar a explicar no sólo lo que todas las personas bien nacidas puedan sentir hacia su cuna o patria chica, sino también y sobre todo estampas y datos que pongan al descubierto el sentir y la forma de vida de aquellos tiempos, referidos por supuesto al entorno de Constanzana.
En el año 1.955, aún en la postguerra, las vías de comunicación en España eran contadas, quizás las imprescindibles para unir las grandes urbes y asegurar en cierta medida el abastecimiento, ya que todavía la automoción era muy escasa y el disponer de un automóvil sólo estaba al alcance de los muy pudientes, y por supuesto, vedado totalmente en nuestra comarca. En ese contexto, podéis imaginar cómo se hallaba Constanzana y los pueblos de su entorno.
Para ir a Ávila, había dos salidas: una a la carretera de Ávila - Salamanca, y otra, a la carretera de Ávila – Arévalo, además del ferrocarril Ávila-Salamanca. La más socorrida era la primera, pues se accedía a la misma con menos dificultades y se ofertaban varios puntos desde los cuales se podía llegar a vía asfaltada, aparte de que también era la más próxima. No existían otras carreteras en la zona, ni siquiera los caminos de tierra actuales que fueron acondicionados y saneados cuando se llevó a cabo, años después, la concentración parcelaria.
Los medios para el citado viaje eran tres: primero, el tren; segundo, el coche de línea, y tercero, el coche de punto.
I.- Los viajes en tren. El acceso por ferrocarril tenía como referencia obligada la estación de Crespos a la que se llegaba, generalmente en carro de mulas, a través de aquellos caminos de arena, tortuosos, enlagunados y con tantísimos baches repletos de toneladas de barro que hacían del camino, ya de por sí muy largo, una verdadera odisea que a mí se me antojaba, en aquellos tiempos, como rememoradora de las andanzas de Ulises en la Grecia antigua. La epopeya se agravaba al atravesar Collado de Contreras, pues por su “calle larga” era tal la acumulación de baches y la profundidad que se alcanzaba con el carro hundido en el fango, que el llegar al final del pueblo, sin haber perecido en el intento, te hacía sentir victorioso en la batalla o, al menos, haber conseguido un armisticio en la lucha contra aquellos albañales que se unían y formaban un todo en aquellos embalses malolientes de puchas, lodo y cieno.
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No obstante, el hacer el trayecto hasta el tren en carro, que podía durar en torno a las dos horas, tenía sus ventajas con respecto a hacerlo en otros medios como en burro, en bicicleta o en el coche de San Fernando (un rato a pie y otro andando, como era el dicho popular que por entonces circulaba); es decir, el carro te permitía abrigarte con aquellas mantas muleras y los cobertores, ir sentado en los costales rellenos de paja, e incluso podías protegerte los pies con la estufa más ecológica que yo, al menos, he conocido (un ladrillo calentado a la lumbre y envuelto en trapos).
La dinámica y aventurada travesía finalizaba, por el momento, con la llegada a la estación férrea donde a la espera de rigor (pues generalmente se salía con mucha anticipación respecto a la hora prevista de llegada del tren), se iba a adicionar el conocido “retraso” de la mayoría de los convoyes en aquellas fechas, con lo que el sonido del silbato o el pitido del tren parecía hacerte despertar de una pesadilla madrugadora (nunca fue el término más adecuado, pues téngase en cuenta que la hora de salida de casa solía hacerse antes de las cinco) y emprender una nueva etapa del recorrido en la que la configuración y montado estructural del ferrocarril iba a estar en armonía con las costumbres y cultura propias de los usuarios de la época.
Ya en la estación, la momentánea era típica y pintoresca: el jefe de estación aparecía uniformado con traje oscuro y detalles rojos y verdes en las bocamangas y en la gorra de plato, lo que unido a la silueta del tren que parecía estar sujeto al cielo por el humo oscuro desprendido de aquellas máquinas de vapor, al ruido acompasado de compás binario que en aquella época simulábamos los muchachos con “el poco puedo, poco puedo, de Madrid a Toledo” que producía el mecanismo de automoción, al pitido tan agudo y lejano del tren que surcaba varios kilómetros en las anchas llanuras de mi tierra, al silbido próximo del jefe de estación que indicaba el reinicio de la marcha del convoy, a los ruidos característicos de las bajadas de las barreras en el paso a nivel y los llamados cambios de agujas, al diseño de los vagones muy distantes de las figuras aerodinámicas actuales, a los bancos de madera interiores situados en las estancias de los viajeros…, todo estaba en perfecta sintonía y constituía el medio apropiado para el trasiego de aquellas gentes que se dirigían a la capital de la provincia en un viaje que en aquellos años suponía seguramente muchas cosas a la vez.
Por ello era muy frecuente ver a personas (vestidas con traje de pana o al menos pantalón o chaqueta de ese tejido y “tocados” con la boina “sin capar”, la de “los domingos” o el pañuelo negro en la cabeza de las mujeres) cargadas con cestas conteniendo animales como gallos, patos, etc., otros con grandes maletas hechas de cartón, otros con colchones, otros con huevos y alimentos, y en fin, un montón de enseres que sería largo de describir pero que entonces estaban en consonancia con las necesidades de subsistencia que existían en muchas familias españolas y especialmente en las ciudades en las que el autoabastecimiento no era tan factible como en las zonas rurales.
El viajero solía ser muy amigable, espabilado y con una garganta a prueba de bomba que convertían las tertulias de los departamentos de los trenes en verdaderos gallineros rebosantes de simpáticas anécdotas y que constituían seguramente el mejor medio de intercomunicación social y de contraste de vivencias existente en la época.
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Con todos los alicientes mencionados, el largo camino, dado el tiempo que se empleaba en recorrerlo (no olvidemos que salíamos de casa sobre las cuatro o las cinco y finalizaba sobre las diez), se hacía mucho más corto y, sin apenas darte cuenta, te habías adentrado en las estribaciones de la capital abulense que, observada desde aquellas elevaciones serranas, nos ofrecía sus mejores galas monumentales.
II.- Los viajes en coche de línea.
Eran varios los puntos en los que se podía coger los llamados “coches de línea”, el más popular de ellos era conocido como “La Serrana”, si bien ignoro el origen o el motivo de dichas denominaciones. El punto más cercano era Fontiveros, por lo cual fue en el que más veces tomé ese medio de locomoción.
Jean Piaget, sociólogo francés, que estudió las diversas etapas en la vida del niño, atribuía el hecho de la increíble capacidad que tenía el menor para el aprendizaje a su receptividad sin límites, a su maleabilidad y a su falta de conocimientos unida a las ganas de aprender que hacen que las primeras imágenes se vayan grabando en el subconsciente de la personalidad, al modo de una película de cine, que las hace casi indestructibles al mero paso del tiempo.
Pienso humildemente que dicho autor tiene toda la razón, pues guardo y recuerdo perfectamente, en mi ya menguante memoria, aquellas madrugadas de invierno en las que, debido a mis primeros estudios, me disponía a viajar a Ávila.
Aún recuerdo la voz de mi madre que, apenas me había dormido debido a la inquietud interior que sentía pensando en lo que me iba a encontrar y en lo que iba a dejar, me decía : “Hijo arriba, que ya son las cuatro”. También tengo grabado el momento en que hacía el recorrido por las distintas habitaciones de mi antigua casa, quizás en una aptitud infantil, para despedir a mi abuelo Francisco y a mis hermanas y hermanos mientras dormían y de que apenas se enteraban de mi despedida como era lógico, dado mi sigilo, excepto uno de ellos, Gundo, que lejos de continuar durmiendo parecía estarme esperando para decirme “algo”, que sólo él sabía decir, y que surtía en mi fuero interno una sensación especial tan favorable que mitigaba mi posible desazón. ¡Qué privilegio tenerte como hermano!
Antes de subir al carro que nos acercaría a Fontiveros, mis padres y yo desayunábamos en aquella cocina tan oscura y tan grande, o al menos a mí así me lo parecía, en la cual mi padre ya con anterioridad había animado la humilde lumbre de paja con astillas y palos de pino reservados solamente para días y momentos especiales del año y cuyo fuego producía, además del calor vitalmente necesario, resplandor suficiente para iluminar aquella estancia tan recordada.
El camino hacia el coche de línea transcurría sin grandes sobresaltos, excepto los repentinos brincos del carro que se negaba a aceptar sin respuesta los cambios bruscos de altura en la horizontal del camino producidos por los innumerables baches que, ¡cómo no!, adornaban el sendero. -3-
En la entrada a Fontiveros se producía la misma situación calamitosa que anteriormente he descrito de los baches de Collado de Contreras (no se ofendan las buenas gentes de ese querido pueblo, pues creo recordar que era una situación normal en todas las localidades de ese entorno), aunque bastante más minorados; sin embargo, al llegar a la altura de la antigua botica y especialmente a la plaza del pueblo todo iba a aparecer distinto debido, sin duda, a todo el entramado que llevaba consigo el trazado y paso de los coches de línea de La Serrana.
Durante el tiempo de espera a la llegada de los autobuses ya se iniciaba una densidad social (número de contactos sociales) considerable, favorecida por el conocimiento mutuo de muchos de los viajeros debido a la pertenencia a localidades próximas. Todas esas “parlas” se solían producir en la plaza junto a las puertas de dos bares que entonces existían, ignoro si aún siguen funcionando actualmente, así como en el interior de aquéllos; uno, bastante grande, creo que se llamaba Valverde o algo parecido, tenía estilo de cafetería y sala de juego de cartas por la existencia de bastantes mesas, en el cual el olor del café recién hecho surtía a las pituitarias e incitaban al segundo desayuno que bien merecíamos; otro, pequeño, que daba esquina a una callejuela, olía fuertemente a orujo o aguardiente y solía ofrecer buenos aperitivos, pinchos y bocadillos a los clientes, siendo sus dueños o regentes un matrimonio de mediana edad entonces, muy agradables y serviciales.
A la llegada de los autobuses procedentes de Madrigal de las Altas Torres (algún día de la semana, creo, también procedían de Flores de Ávila), se producía bastante movimiento entre los que esperaban, hasta que unos y otros tomábamos el asiento en el que proseguiríamos el viaje al destino proyectado, dejando en solitario la estatua de San Juan de la Cruz que había presidido impertérrita el alborozo.
Por la estrecha carretera íbamos a dejar atrás Pascualgrande, Crespos y Chaherrero donde se enlazaba con la carretera Ávila – Salamanca. En este trayecto, el Sol empezaba a romper obstáculos dando claridad y vida a los campos, pero también conseguía molestar a la mayoría de los viajeros que reteníamos aún “los ojos de sueño”. Tomada la carretera general (como se decía vulgarmente), la lentitud del autobús y el ruido acompasado te invitaban a evadirte y es lo que yo solía hacer durmiéndome un rato.
Con la llegada a las primeras estribaciones de la Sierra de Ávila y debido, sin duda, a los múltiples cambios de rasante y a las numerosas curvas, te ibas a desperezar contemplando los terrenos de encinas plagados de piedras de granito, con cuyo paisaje sobrepasabas el último pueblecito del trayecto, La Alamedilla.
En breves momentos se llegaba a un pequeño cerro en el cual mi madre, portento de sabiduría, bondad y cariño, solía advertirme de buena fe: ¡Mira ya estamos llegando hijo, ya se ven las Murallas! Ignoraba mi ser tan querido que mis sentimientos no eran muy coincidentes con respecto a su espontánea reacción emotiva.
Efectivamente, la presencia cercana de aquellas Murallas solía producir en mi interior reacciones encontradas, y constituían un frontispicio en el que rebotaban los
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sentimientos de aceptación y rechazo. Por un lado, su visión significaba la proximidad de Ávila y el pronto reencuentro con todo lo que implicaba el internado y la vida en el Colegio. Por otro, el dejar atrás la convivencia familiar y el entorno mediático amigable en el que había pasado mi primera infancia. Ninguno de los aspectos me era adverso, todo lo contrario, pero tenía que dejar uno para continuar en el otro.
En primer lugar, la vida en el Colegio suponía la vuelta al aprendizaje, que me era agradable, pero también comprendía el regreso a las normas, la disciplina, los numerosos y admirables amigos, los juegos y deportes competitivos, las salidas y espectáculos recreativos de los jueves y los sábados por la tarde (que eran los únicos medios días no lectivos, además del domingo), las visitas culturales a ciudades y monumentos históricos, las excursiones a Sonsoles y al Río Alberche, y, un sinfín de actividades muy bien programadas por ese gran equipo de educadores y profesores que, entonces, regían aquel centro. De entre éstos recuerdo muy especialmente al padre Agapito Díaz (de La Serrada), hombre afable y sencillo (cosa normal dada su inteligencia y preparación), al que tuve la suerte de tenerle como profesor del idioma francés durante dos años, marchó un tiempo a Suiza para ejercer de padre espiritual de tantos españoles que en aquellos años emigraban a Europa, y escribía maravillosos artículos de prensa en un medio de comunicación de la Iglesia cuyo nombre no acierto a recordar. También recuerdo al padre Mariano (de Sotillo de La Adrada), sacerdote muy distinto del anterior, era un personaje muy recto y duro y solía jactarse de que eran pocos jóvenes en Ávila a los que él no hubiera abofeteado, pero como profesor (de latín) era muy claro y preciso y resaltaba su eficacia aunque fuera a base de “sangre, sudor y lágrimas”; el padre Jesús Barrena (de Santibáñez de Béjar) era persona comedida y espiritual, lo tuve algún curso de profesor de Lengua Castellana; el padre Jesús Romero (de Salvadiós) que aunque no le tuve de profesor era persona amiga de escuchar y de solucionar problemas; don Marcelino, uno de los pocos seglares, fue mi profesor de matemáticas tres cursos, nunca me negó la Matricula de Honor, y su posterior marcha por su acceso a la cátedra de matemáticas de la Universidad Complutense de Madrid supuso una pérdida irreparable para los cursos de ciencias del colegio… y, en fin, pondría muchos más pero la lista se haría interminable y no es ese el objeto que persigo con estas simples palabras.
En segundo lugar, los fotogramas de la primera infancia vivida en mi pueblo de nacimiento me llevan, dejando a un lado el cobijo e influencia familiar, al recuerdo de un determinado ambiente o medio físico y de unas actividades concretas puestas en escena por personajes determinados.
Constanzana, en aquellos años cincuenta, al igual que los demás pueblos de España, adolecía de casi todos los servicios urbanos considerados mínimos: agua, alcantarillado, pavimentación de calles o teléfono; aunque disponía de luz eléctrica era débil y pulsante, provocándose numerosos apagones, lo que hacía necesario el conservar en la reserva los antiguos candiles y carburos, así como las velas.
La carencia de agua corriente era suplida con la posesión de pozos en el interior de las casas, generalmente en los corrales, así como por “La fuente del pueblo” que estaba
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ubicada en una explanada existente en el lugar que ahora ocupan la antigua Casa Sindical y lo que se ha dado en llamar cariñosamente “La fuente informática”, al parecer, por la cantidad fluyente de información que debe salir de la misma.
El pozo de la fuente estaba protegido con una pequeña caseta, en forma de iglú, redolada de cemento, y en uno de sus laterales habían dejado su impronta los zagales gallegos (que por entonces venían a temporear en la siega veraniega) por medio de una impresión en letra casi caligráfica recordando su origen de El Barco de Valdeorras (Orense). En su frontal estaba colocada la manivela que al accionarla con los brazos, dando vueltas, hacía salir el agua por los dos caños existentes donde se colocaban los cántaros o se bebía directamente, cayendo el agua sobrante en una pila de piedra; si el agua rebosaba este recinto vertía en una especie de regadera formada en el terreno que dirigía las aguas al inicio de la salida al camino de Cabezas.
En el conjunto de la fuente existían otros elementos, quizás desechados de tiempos anteriores, como un brocal de pozo de piedra de granito, una piedra redonda muy grande de la misma clase de piedra y dos pilas de piedra también de granito, lo cual (seguramente colocados allí sin intención artística alguna) embellecía sobremanera al conjunto, o, al menos, remediaba en algo su supuesta fealdad, según los gustos.
Pero en aquellos tiempos la fuente no sólo cumplía la función de importante servicio urbano, sino que con frecuencia se convertía en el centro neurálgico del pueblo y el lugar privilegiado de relaciones sociales, tanto para niños como para jóvenes: para los niños era un lugar preferente para los juegos con la arena y para esconderse, entre las piedras y los yerbajos, en los juegos de escondite que nosotros lo llamábamos “lorí”, también para “enredar” con la fuente hasta que nos llamaba al orden el “tío Paco”, secretario y sacristán del pueblo, que vivía al lado (hoy es la casa de Luci); para los jóvenes era un lugar de encuentro de chicos y chicas, ya que éstas acudían con los cántaros a por el agua en un ritual casi diario antes de la postura del Sol y con cuyo pretexto pasaban un rato con el resto de las jóvenes y los jóvenes del pueblo.
La falta de alcantarillado se suplía con la existencia de los penosos albañales que se formaban como consecuencia del vertido de las aguas utilizadas en las tareas domésticas de limpieza y lavado y que, además de desprender un olor apestoso, empeoraban el calamitoso estado en que solían encontrarse las calles que, faltas de toda pavimentación, retenían el agua de las lluvias y se hacían casi intransitables para personas y carruajes en invierno.
Debido a la falta de teléfono, la comunicación por carta se erigió en el medio preferido de enlace entre personas queridas. La carta sirvió, durante muchos años, para dar noticias y saber estados, para expresar sentimientos y manifestar deseos, para compartir alegrías y dar ánimos, para mandar felicitaciones y pésames,…constituyendo, además, un modo de practicar el sano y recomendable ejercicio de enriquecer el vocabulario y la ortografía personal. En aquella época la llegada del correo era esperada, por muchos, con ansiedad y esperanza.
Dada su significación en mi futura formación cultural, en esta rotación de la vida rural a la vida urbana de entonces, no tengo duda de que fue muy influyente el paso desde la “escuela” del pueblo al “colegio”; el paso desde la “Enciclopedia Álvarez”, tan repasada y asumida con los maestros del pueblo, a los libros de texto. No obstante, guardo en mi psique buenos recuerdos de mi primer contacto con la enseñanza infantil y de las primeras aventuras con la pandilla de la infancia.
Las imágenes de mi paso por la escuela del pueblo alcanzan hasta el momento de mi incorporación a aquella escuela mixta (es decir, única para chicas y chicos), comandada por una maestra conocida como doña Concha, creo que era de un pueblo llamado Donvidas, que vivía en la casa del maestro situada pared con pared con la antigua casa de mi padre. Entonces iríamos a la escuela unos sesenta alumnos, entre chicos y chicas, y la impresión que guardo es que existía un desorden total, especialmente para los más pequeños ya que en los últimos pupitres, que eran para dos personas, fácilmente los ocuparíamos más de cinco críos, con lo que algunos se pasaban la mayor parte del tiempo haciendo el gato o el perro, dando brincos por el suelo y sonidos onomatopéyicos, lo que al resto nos producía la distracción suficiente como para compensar el abandono. Ajenos a esta jerga estaban los mayores, de entre ellos Download 217.13 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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