Amancio Muñoz Las murallas frente a mí


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recuerdo a Pura, Moisés, Bea, Gaudita,  Ana Mari, Teodoro, etc., y especialmente a Teofi con 

sus tonos graves en la lectura del “Patito”; con ellos coincidí poco tiempo ya que terminaban 

la escuela y yo la empezaba. A aquella maestra puede que la sucediera otra a la que 

llamábamos señorita Eduvigis, a la que recuerdo por sus rijas en los ojos y por su intrínseca 

contrariedad entre la exagerada y aparente religiosidad y la crueldad de sus castigos físicos 

que rayaban, si no sobrepasaban, el ilícito penal. Después, nos acogimos al amparo educativo 

de doña Rosa Mesanat de la cual lo que más recuerdo eran sus permanentes ausencias que 

eran suplidas por sus dos tías (ambas ya muy ancianas) que residían con la misma en la antes 

citada casa del maestro, y con las cuales la anarquía imperante resultaba episódica, hasta el 

punto de hacer pis (los chicos) en los tinteros como protesta de no dejarnos salir a la calle, 

después de haber agotado, con creces, el número de permisos concedidos, para tales 

menesteres, por aquellas buenas señoras, y arrojarlo con astucia junto a su mesa. 

Mención aparte merece, para mí, el paso por la misma escuela unida de la señorita 

Pilar no sólo porque seguramente fuera la última profesora que cerró el ciclo de la escuela 

como mixta (no estoy seguro de que así fuera dada la proliferación de maestras), sino sobre 

todo porque durante su estancia recibí mi Primera Comunión. La estela que guardo de esta 

profesora es de una joven muy estilizada, elegante y femenina, de unos modales educados, y 

procedente, al parecer, de una familia de Ávila cuyo padre debía ocupar un buen cargo en la 

Administración de aquel tiempo. Por las tardes, finalizada la escuela, acudíamos a la Iglesia a 

la catequesis los que íbamos a tomar la Primera Comunión donde nos recibía don Agustín (el 

párroco, que creo era de Donjimeno), al que recuerdo por su semblante vivaracho e inquieto y 

por las estampas que nos daba como premio si acertábamos alguna pregunta difícil del 

catecismo. En aquélla ocasión, y como producto de la explosión demográfica española tras la 

Guerra Civil, tomaron conmigo la Eucaristía todos estos: Elisa, Sagrario, Manola, Tere (hija 

de Tomás), Claudio, Venancio, Julio, Fili, Dosio, Pascual, Andrés y Primo, así como 

Hermógenes, Lali y Lumi de Jaraices, donde entonces no existía Iglesia. En total dieciséis, 

cifra alta hasta para aquellas fechas. 

 

 

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Siento no recordar con exactitud el momento ni las circunstancias en que fue dividida 

la antigua escuela mixta en dos: una para chicas y otra para chicos, aunque sospecho se 

produjo durante el verano de 1953, cuando yo iba a cumplir los ocho años de edad. 

 

Cuando estaba unida, la escuela ocupaba un rectángulo de aproximadamente quince 



metros de fondo por unos diez de ancho; tenía la entrada por el frontal que se unía al pequeño 

recinto del Ayuntamiento (hoy desaparecido), y para llegar a aquélla existía un estrecho 

pasillo que los chavales llamábamos los “soportales de la escuela” en los cuales hemos 

agudizado nuestros sentidos con infinidad de juegos infantiles y donde esperábamos, en fila, 

la orden de entrada dada por la maestra de turno. En el lateral que miraba al solano tenía tres 

ventanas y en la pared del fondo estaba colocada la tarima con la mesa de la profesora, las 

pizarras y los mapas, y distribuidos en aquella zona la esfera y algún armario conteniendo la 

escasa biblioteca de libros de lectura. 

 

El paso por la escuela de los chicos (por lo tanto, ya dividida), aunque fue corto, lo 



máximo dos años, lo recuerdo en todos los detalles, no sé si porque ya la edad (8 y 9 años) era 

más apta para la captación de mensajes, o porque ya la mente estaba más centrada en las cosas 

primarias y se despreocupaba de las más accesorias. El estreno de aula nueva supuso también 

cambio ¡cómo no! de maestro, ¿cuántos van?, siendo ahora un señor bajito y regordete, al 

parecer, de Chaherrero, que no estuvo ni una semana, siendo suplida su ausencia por su 

sustituto del que tampoco recuerdo su nombre pero al que alguien le “bautizó” con el 

sobrenombre de “Calvuri”. Este profesor (algunos dudaban de que fuera maestro) fue tomado 

a chirigota por algunos, sin duda por no llegar a conocerle, posiblemente por su forma de 

vestir o por su aspecto algo paleto (¿qué pensaría él de los demás?), pero en el aspecto 

educativo era un ejemplo a seguir; era un señor muy trabajador y se partía el pecho 

enseñándonos problemas, geografía, lengua, etc., con un arrojo que para sí quisieran otros; 

recuerdo de él que nos acompañaba los domingos a misa hasta Cabezas o Donjimeno, ya que 

hubo un corto periodo de tiempo en el que en Constanzana no la había (¿sería por enfermedad 

de Don Agustín? ¿O quizás por su muerte?). 

 

A tan respetable profesor, le sucedió otro más baladronado pero quizás menos 



práctico y experto en el difícil “arte de educar”; se llamaba Alardo, creo, y permaneció en 

Constanzana, por lo menos, hasta mi finalización en la Escuela a los 9 años y mi marcha al 

Colegio en Ávila. Aún tendría que señalar la importancia que tuvo para mí  ese verano, ya que 

en esos dos meses (julio y agosto) fui preparado para el examen de ingreso por mi admirado 

maestro, Cipri, quién en tan corto periodo de tiempo dejó en mí una huella imperecedera. 

 

Desde mi incorporación a la nueva escuela recuerdo que siempre permanecí en el 



mismo pupitre, que estaba ubicado en la primera fila de la columna situada a la izquierda 

según se accedía por la puerta, junto a la ventana que da vistas a la antigua “casa del curato”, 

siendo casi siempre Primín mi compañero. Durante este período destacaría los avances 

conseguidos en la resolución de problemas matemáticos con el apodado “Calvuri”, y, las para 

mí no entendibles peleas que la mayoría de los días preparábamos a la salida de las clases, 

formando dos bandos contrarios: los de “la calle arriba” y los de “la calle abajo”,  

 

 

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arrojándonos tierra e incluso piedras en una costumbre temporal de la que desconozco el 

“eminente” patrocinador, y que terminaban con la marcha a nuestras casas respectivas donde 

dejábamos las carteras y volvíamos enseguida a reanudar otros juegos más divertidos y 

civilizados en la plaza, la fuente o en los antiguos soportales de la Iglesia. 

 

No quiero dejar de aludir al resto de los chicos que iban conmigo a clase durante el 



último año de mi asistencia a la escuela del pueblo, y que, además del nombrado Primín, eran 

los siguientes: Elpidio, Mero, Heri, Juanito, Nano, Ceci, Miguelito (ya estaba en Ávila), 

Claudio, Venancio, Julio, Fili, Dosio, Pascual, Andrés, Sebas, Moisés, Chules, Victorino, 

Kili, Bernardo, Carlos, Geño, Pelegre, Alejandro, Salvio, Floro, Teo, Poli, César, Paco, Zosi, 

Próspero, Toñin (el del Guarda), Toñin (del tío Justino), y quizás alguno más de los pequeños  

como José Luis y Severiano que no recuerdo si fueron al final o lo hicieran después, y alguno 

más que se me haya olvidado, en cuyo caso le pido anticipadamente disculpas. No puedo 

tampoco asegurar si fue en este año o en el anterior en el que habían dejado la escuela Luis, 

Félix, Lute y Eutimio por llegar a la edad máxima establecida. Seguramente de todos ellos 

(entorno a 40) aprendí algo o mucho que me habrá servido a lo largo de mi existencia, y, sin 

duda, todos dejaron en mí buenos recuerdos, ignoro cuál sería la impronta que yo pude dejar 

en ellos, deseo haya sido recíproca. Pero hablando de trazas, recuerdo que en una ocasión 

pude ver, por entonces, el cuaderno de deberes de Sole (hija del tío Porfirio), lo cual 

constituyó, sin duda, para mí un ejemplo de buen hacer, dado su orden, buen gusto y una letra 

redonda perfecta que plasmaba o dejaba entrever la gran inteligencia y personalidad singular 

de su autora; permitidme, aquí y ahora, en voz alta, hacer una reflexión fluida de la sabiduría 

popular de nuestra tierra: ¡Cuántas mentes privilegiadas perdidas, con el montón de 

“merluzos” que nos mandan! 

 

También fue durante mi asistencia a dicha escuela cuando fui confirmado por el 



Obispo de Ávila de entonces, Don Santos Moro Briz, que era natural de Santibáñez de Béjar; 

recuerdo del obispo su cabeza redondeada y pequeña, su habla pausado e intencional, y sobre 

todo los preparativos de su recibimiento solemne, pues se hacían arcos con ramas de árboles, 

tanto en la entrada a los soportales de la Iglesia como en la entrada a la Escuela e íbamos todo 

el pueblo a recibirle y, en primera fila, los escolares portando banderitas españolas de tela o 

papel. Quizás fuese la última visita obispal que se hiciere a Constanzana con tantos honores, 

propios de la época y del Estado católico que se proclamaba en los Principios Fundamentales 

del anterior régimen dictatorial, sustituido como sabemos por el actual Estado aconfesional, 

que establece nuestra Constitución, más acorde con el justo principio de libertad religiosa. 

 

Con el enunciado de todos los recuerdos e imágenes expuestos, aunque de una forma 



simple y sin entrar en más detalles que llenarían un montón excesivo de páginas, doy por 

concluidos los dos aspectos de la confluencia en los sentimientos visionarios de las Murallas, 

pero sin olvidar la existencia de otras rutas y líneas integradas en el concepto de “coches de 

línea” de las que no tengo nada que exponer debido a las escasas ocasiones en que las utilicé y 

no haber quedado grabadas en mi memoria, restando solamente apostillar que dichos 

autobuses, de los que no me acuerdo a que Empresa pertenecían, solían confluir en Arévalo 

procedentes de distintos orígenes y seguían su camino a Ávila a través de la carretera que pasa 

por Tiñosillos. 

 

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III. Los viajes en coche de punto. 

 

Se integraban en ese genérico y llamativo concepto de “coches de punto”, los 



pequeños microbuses y furgonetas tipo DKW, propiedad de particulares que, debidamente 

autorizados, se dedicaban al traslado de viajeros entre localidades y tenían establecidos 

itinerarios fijos para días determinados, sin perjuicio de su posible alquiler para viajes 

privados, no incluidos en las rutas regulares, como bodas u otros actos sociales o familiares. 

 

De los que accionaban por Constanzana, los más conocidos eran: 



El “coche del Parralo” que era de un señor de Collado de Contreras y cuya ruta más 

conocida era la que hacía los martes y algún día más de la semana a Arévalo; en él viajé en 

algunas ocasiones siendo muy pequeño, seguramente para acudir al dentista don Luis que me 

extrajo la mayoría de las piezas dentarias en mi infancia; recuerdo que en el recorrido se 

pasaba por Langa (¿) y que, casi siempre, viajaba en el primer asiento delantero la que 

conocíamos como “señorita Guillerma”, una señora, soltera, que vivía en Constanzana en la 

casa situada detrás de la antigua Casa Sindical y que actualmente debe ser propiedad de Kili. 

 

El “coche de Bañez”, cuyo propietario era de Fontiveros, y que hacía varias rutas e 



itinerarios que no sabría muy bien precisar. También viajé en él en varias ocasiones, pero por 

motivos muy dispares y discontinuos en el tiempo. 

 

Posteriormente, ya estando en Ávila, conocería a otros como Victuro el de Narros, 



Jesús el de Villaflor, Juanito el de La Nava, y algunos más que se reunían con Mero en la 

Plaza de Italia. Pero, sin duda, el que atesora mis  recuerdos y el que se podría considerar el 

verdadero coche de viajeros de Constanzana era “el coche de Mero”. 

 

Efectivamente, “el coche de Mero” empezó a funcionar poco tiempo después de mi 



inicio del bachillerato (septiembre de 1955), y pronto se convirtió en una referencia obligada 

o en un servicio imprescindible para los viajes a Ávila, evitando, en gran medida, las 

peripecias que someramente he relatado para tomar el tren o el coche de línea, aunque aún 

habría muchas ocasiones en que haríamos el recorrido en aquellos medios debido a la falta de 

coincidencia de fechas entre el inicio del colegio y los días en que Mero tenía señalados los 

viajes a Ávila (lunes y viernes) . 

 

Tengo las imágenes grabadas de tantas veces en las que mis padres y yo salíamos de 



la vieja casa y nos dirigíamos a la plaza a “coger” el coche de Mero. Recuerdo el silencio y la 

soledad reinante, en aquellas horas de madrugada todavía oscuras por ser anteriores al orto del 

Sol; los cielos grisáceos y el ambiente triste y húmedo producido por la neblina, la escarcha o 

la llovizna que generalmente solía acompañarme en mi despedida, tan diferentes de la alegría 

de la tarde anterior, en la que después de haber aprovechado al máximo el tiempo de los 

juegos infantiles, iba a la casa de mi hermana Eña (siempre llena de alegría y atareada en el 

cuidado de sus hijos, pero a la que Dios quiso segar su vida en plena juventud) a despedirme 

de ella y de mis maravillosos sobrinos. 

 

 

 



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Cargado el equipaje y distribuidos en los asientos, la  compañía de mis padres y la 

simpatía de Mero unidas al inicio de las conversaciones entre los viajeros (todos conocidos 

por ser de los tres pueblos próximos: Constanzana, Cabezas y Donjimeno), me iban a permitir 

dejar atrás las vivencias recientes con menor esfuerzo del que yo pensaba. 

 

Generalmente, Constanzana era el último pueblo de admisión de viajeros, aunque en 



varias ocasiones hemos vuelto por Donjimeno o por Cabezas. Iniciábamos el viaje por el 

camino de Papatrigo, de arena, con innumerables baches y trozos del trayecto en los que la 

peña del suelo hacía patinar ¡y de qué forma! las ruedas de la DKW, siendo necesario en 

innumerables ocasiones bajarse del coche e incluso empujarle, y salimos de muchos aprietos 

gracias a la valentía de Mero que demostró repetidamente su pericia y gran valía no sólo 

como persona sino también como profesional. Llegado a Papatrigo, en poco tiempo se llegaba 

a San Juan y se accedía a la carretera Salamanca-Ávila por la que ya de forma más cómoda 

alcanzaríamos la capital amurallada. 

 

La compañía de mis padres suponía que la entrada al colegio se retrasase hasta por la 



tarde, con lo cual ese día lo pasaba placenteramente en unión de mis seres queridos, con los 

cuales iba a comer al restaurante “La Viña”, situado en la Plaza de Santa Teresa (Mercado 

Grande) en edificaciones adosadas a las Murallas que hoy ya han desaparecido, en el que, 

aunque no era precisamente un hotel de seis estrellas, se comía muy bien y se pasaba el rato 

muy entretenido porque al mismo acudían muchos compañeros  y amigos del colegio, 

también en unión de sus familiares. 

 

Dada mi corta edad, recuerdo que me resultaba especialmente duro el momento en el 



que tenía que despedir a mis padres, unas veces en el colegio y otras en la Plaza de Italia 

donde dejaba estacionado el coche Mero, pero el posterior reencuentro con los amigos y 

compañeros mitigaban pronto esa situación propia de la etapa infantil. 

 

 



IV. El regreso en las vacaciones. 

 

En aquellas fechas el internado suponía permanecer en el colegio durante todos los 



meses del trimestre, regresando únicamente al domicilio familiar en Navidad, Semana Santa y 

los meses de verano. Por ello, la llegada de las vacaciones no sólo era tan deseada para el 

descanso de la mente, sino sobre todo por la emoción que nos producía la vuelta a casa, el 

estar de nuevo con nuestros padres. 

 

En esos días precedentes, siempre aparecían los exámenes trimestrales que, a  pesar 



de su importancia y dificultad, eran bien recibidos al mirarlos como precursores de 

relajaciones venideras. Tal era el ahínco con el que esperábamos el final del trimestre que, 

generalmente, el día anterior lo considerábamos ya como vacacional, especialmente por las 

noches, en los dormitorios, una vez finalizados los exámenes y las clases.  

 

Perdonadme la osadía de relatar esta anécdota ocurrida en una ocasión, en ese último 



día, en la que estaba de semana el padre Isidoro, sacerdote que ejercía de administrador del  

 

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colegio, persona sencilla y bondadosa, pero que tenía una manía destacable,  y era que le 



gustaba sobremanera hacer de “sabueso” imitando a Sherlock Holmes,  y por la cual le habían 

puesto el apodo de “Aniceto”. Alguien pensó que esa noche Aniceto no nos dejaría hacer 

ninguna travesura, dada su constante y puntual vigilancia, por lo cual se convino que, en el 

dormitorio en el que yo estaba encuadrado, se pusiese encima de la puerta entreabierta la 

papelera que era de grandes dimensiones, y así se hizo. Una vez apagadas las luces, uno de los 

alumnos imprevistamente ventoseó con gran intensidad, cuando reinaba un silencio sepulcral, 

por lo que la “onda sonora” le llegó a Aniceto con toda su energía y amplitud, quién con la 

velocidad del rayo acudió a la habitación, de tal manera que le cayó encima de la cabeza la 

papelera, previamente colocada para tal fin; pero al intentar dar la luz para descubrir al autor 

de tan “belicoso zambombazo”, cayó pillado con la papelera empotrada en la cabeza y resultó 

lesionado sin importancia. Ante tal situación, las risas se nos hicieron indomables y el pobre 

don Isidoro nos castigó a todo el dormitorio a pasar, de rodillas con los brazos en cruz, toda la 

noche en el pasillo; pero la algarabía se contagió y varios otros dormitorios corrieron nuestra 

suerte. 


 

A pesar de que aquélla noche, y otras muchas que serían preaviso vacacional,  

dormíamos escasas horas, no nos afectaba a la vitalidad del día siguiente, pues el posible 

sueño era compensado con el júbilo del inicio del descanso en nuestras respectivas moradas. 

 

Al finalizar el primer trimestre, las fiestas de Navidad me traen a la memoria el acto 



que llamábamos “correr las castañas”, ya que el día de Nochebuena, por la tarde, nos 

reuníamos, por un lado, los chicos, y por otro, las chicas. Al igual que una asociación 

gregaria, nos concentrábamos todos los chicos en la plaza, de donde iniciábamos el recorrido 

de puerta en puerta cantando villancicos, o algo parecido, pero haciendo ruido festivo, 

pidiendo el aguinaldo. En la mayoría de las casas nos daban castañas, de ahí que lo 

llamásemos “correr las castañas”; en otras nos daban algunas “perras”, gordas o chicas (la 

perra gorda valía 10 céntimos, y la perra chica valía 5 céntimos de peseta); en otras, unos 

cuantos higos, y, la Epifania (la criada de la Guillerma que recibiría un Premio Oficial por el 

Ministerio de Trabajo como ejemplo de lealtad al trabajo doméstico), algunas nueces. 

Procurábamos adelantarnos a las chicas, ya que alguien pensaba, ¡qué listo!, que daban más al 

que llegaba el primero, ¿sería verdad?  Terminado el recorrido, los mayores nos ponían en fila 

india en los soportales de la Iglesia, para ampararnos de las inclemencias del tiempo, y allí se 

hacía el reparto de la “gran recaudación”, que, a pesar de que entonces éramos muchos chicos, 

se hacía con rapidez. No obstante el frío que hacía  algunos años, merecía la pena la tournée, 

pues te pasabas unos momentos graciosos, divertidos e inolvidables. 

 

Otra actividad que recuerdo de las Navidades, era la de tocar los cencerros, ya que en 



aquella época, los chicos nos reuníamos casi a diario y llevábamos cada uno un zumbo o un 

cencerro de los utilizados por las ovejas, las vacas u otros animales, y salíamos en grupos por 

los distintos lugares del pueblo, haciéndolos sonar. No supe nunca a qué se debía aquella 

costumbre tan simple, pero graciosa por lo absurda; ni tan siquiera sé si se trataba de una 

costumbre o una “idea genial” de las que solían surgir entre los “grandes pensadores” del 

momento. La extensión de la cencerrada no podía faltar al llamado “Pinar de los Pepes”, y 

hasta allí nos íbamos, algunos días, tocando las “improvisadas y simuladas panderetas”. 

 

 



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Tampoco puedo olvidar el cúmulo de tiempo que pasábamos en los “soportales de la 

Iglesia”, que desaparecieron con la reforma habida en aquélla hará casi unos cuarenta años, y 

los cuales, como su nombre indica, se trataban de un contorno techado y pareado por los dos 

laterales que servía como de antesala a la entrada al templo; para solventar el desnivel con 

respecto a la antigua calle, que era considerable, se había rellenado con tierra y el suelo se 

había empedrado, en su mayoría con cantos rodados y piedras de mayor tamaño, excepto los 

bordes alrededor de las paredes que estaban reforzados con cemento y el pasillo central 

directo a la puerta de entrada al recinto de la Iglesia, cuyo piso era de grandes piedras de 

granito, lo mismo que los dos pasos, muy anchos, que precedían a la puerta de entrada. 

 

Muchos eran los días en esas vacaciones navideñas en los que pasábamos grandes 



ratos en aquellos soportales jugando a las “perras” o al “saque”, nombres con los que 

denominábamos al juego que consistía en sacar de un recinto o cuadro, previamente marcado 

o establecido, las monedas que se acordase jugar, por medio del golpeo con otra moneda 

llamada “perravieja” por tratarse de monedas antiguas y sin valor oficial al haber sido 

retiradas del curso legal. Eso, si nos encontrábamos fuertes económicamente, pues en otro 

caso, que eran los más frecuentes, jugábamos a las “machorras”; consistía este juego, en 

introducir en un hoyo formado en el suelo una machorra arrojada desde una línea previamente 

definida; llamábamos “machorras” a los huesos de las aceitunas; las blancas valían el doble 

que las negras; ganaba el que primero acertase a dejar la machorra lanzada en dicho agujero y 

el premio eran todas las machorras que previamente se hubiesen apostado y depositado en 

dicha hendidura. También jugábamos a los “cromos” que era igual que el de las “perras”, lo 


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