Amancio Muñoz Las murallas frente a mí


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único que se sustituían las perras o céntimos por unos dibujos de papel que solían venir en 

diferentes productos de consumo, como era en el chocolate, en las galletas, etc. 

 

También era muy frecuente en dicha época, el jugar a “chirle-mango-tero”, nombre 



que es abreviatura de uno más largo, y que consistía en competir un grupo contra otro; al 

grupo perdedor le “tocaba quedarse” y, por lo tanto, todos sus integrantes se tenían que poner 

unos detrás de otros en la posición de burro, de forma que no quedasen huecos sensibles entre 

el trasero de uno y los hombros del siguiente; los integrantes del grupo ganador tenían que 

saltar y colocarse, unos detrás de otros, encima de los burros perdedores. Si los ganadores 

lograban, por su situación, que uno de los burros cediese por el peso de los que se le hubiesen 

colocado encima, continuarían otra vez de ganadores; si no ocurriese tal cosa, que era lo 

normal, el saltador de los ganadores que lo hubiere hecho en primer término cantaba en voz 

alta las posiciones de chirle-mango-tero, marcándoles simultánea y claramente, y fijando una 

de ellas; dichas posiciones correspondían en el brazo, sucesivamente, a la muñeca, el codo o 

el hombro, y. en el dedo, se correspondían con la falange, falangina y falangeta. Si el burro 

designado por los compañeros perdedores acertaba la posición fijada por el ganador cantante, 

se convertiría su grupo en ganador; en caso contrario, continuarían de perdedores. Ejercía de 

comodín para el apoyo del burro inicial y de árbitro para vigilar la veracidad de la posición 

marcada, un tercero neutral para ambos grupos. 

 

No era el fútbol, por entonces, una afición muy extendida por aquella comarca; por 



ello los chavales no eran muy proclives a su práctica; no obstante, la afición de algunos, entre  

 

 



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los que me encontraba, propiciaba que echásemos buenos partidos entre el montón de 

muchachos que entonces nos reuníamos en Navidad; recuerdo, los encuentros que jugábamos  

en las eras, sobre todo los días festivos, los de la “calle arriba” contra los de la “calle abajo”. 

Resultaba graciosa esta distinción en un pueblo tan pequeño; la división era una línea 

imaginaria que tenía como referencia divisoria la pequeña cuesta que formaba la calle Real a 

la altura del albañal de la casa del tío Anastasio (hoy medio caída); pertenecíamos a la “calle 

arriba” los que vivíamos desde allí con dirección a Jaraices y Fontiveros, y eran de la “calle 

abajo” los que vivían desde ese lugar con dirección a la laguna de la Ahoguera del camino de  

Cabezas. ¡Qué disfrute tan fastuoso con aquellas palizas que nos dábamos a jugar!  

 

La Nochebuena era una gran fiesta familiar, similar a las actuales, aunque con una 



presencia insustituible, la de nuestros padres, que para los que vamos cumpliendo años ya no 

es posible; también se diferenciaban porque la presencia de turrón y de dulces era muy 

diferente de la actualidad. Después de la celebración en familia, los chavales y los “mozos” 

salíamos en casa de la Evarista a jugar a las cartas, y posteriormente, muchos años, 

rondábamos las calles cantando y haciendo el gamberro. En ocasiones se decía “La Misa del 

Gallo”, lo que servía de pretexto para anticipar la reunión masculina, ya que en aquella época 

era impensable que las chicas y las “mozas” pudiesen salir a esas horas de casa. ¡Qué 

vergüenza de aquella sociedad tan machista e intolerable! 

 

Las fiestas de Navidad y de Año Nuevo no tenían nada especial, si acaso la 



solemnidad religiosa, pues la Iglesia (entonces muy coqueta con su piso de grandes piedras de 

granito sobre las que se distribuían los “reclinatorios” tan artísticos y originales, colocados sin 

alineación alguna y solamente situados en torno al correspondiente “hachero” familiar que 

servía de candelero para las velas de cera y guarda de los misales), solía estar repleta, y el 

cántico de villancicos alegraba sobremanera tan importantes celebraciones. 

 

El día de Reyes más que esperado, como lo es ahora para los niños, era más bien lo 



contrario, pues suponía el final de esas vacaciones y, como además los recursos económicos 

de los padres escaseaban notoriamente, la supuesta llegada de los Magos apenas si la 

notábamos, aunque en mi casa era seguro que nos dejasen una pequeña anguila que, a mi 

personalmente, me producía gran ilusión. 

 

El inicio del segundo trimestre se afrontaba con fuerza no sólo tras el llenado 



pulmonar con el aire puro de mi pueblo, sino también con la regeneración anímica reportada 

por el cariño de los padres; además, recuerdo, que ese trimestre iba a ser muy especial pues en 

él celebraríamos a lo grande la fiesta del colegio (Asunción de Nuestra Señora), los días de 

Santo Tomás de Aquino y Santo Domingo Sabio, así como la semana de ejercicios 

espirituales y las misiones que, en Ávila por entonces, revestían una especial solemnidad. 

¡Cómo añoro al detalle aquellos momentos tan sorprendentes en los que todos los colegios 

nos congregábamos en la Catedral! ¡Cómo suplía mis dudas de fe el sonido sinfónico del 

órgano acompañando a aquel coro catedralicio de voces tan inmaculadas, armónicas y 

elegidas! 

 

 



 

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En seguida los exámenes trimestrales  nos anunciarían la proximidad de la Semana 

Santa. Con qué nitidez recuerdo, de regreso en el coche de Mero, la cercanía de Constanzana 

anunciada con la visión de la Torre, hundida tras el pequeño cerro, pero erguida con orgullo 

por encima de las humildes edificaciones que parecían servirla con sumisión. ¡Qué alegría 

interior, una vez más, sentía ante el regreso a mi patria chica! Entonces me preguntaba a mi 

mismo si esa emoción sería normal; pero más tarde, tras los intensos avatares de la vida que 

me proporcionó mi profesión y el deambular constante por lugares y situaciones tan dispares 

que es difícil imaginar, comprendí los sentimientos de otros, similares a los míos, que de 

forma pública, dada su fama, sabiduría y renombre reconocido universalmente, proclamaban 

“el encanto” de su pequeño y, a veces también desconocido, pueblo natal. 

 

El Domingo de Ramos se celebraba con humildad, pero era destacable la celebración 



religiosa con la procesión de los ramos alrededor de la Iglesia y también es de reseñar la 

confección de cruces, durante la misa, por parte de algunos, con los troncos de los ramos de 

laurel que habían sido repartidos previamente. Era costumbre en ese día estrenar algo, pues 

rezaba el refrán de que: “Quien no estrena en Domingo de Ramos, no tiene ni pies ni manos”. 

 

Las tardes de Jueves Santo me traen al recuerdo el olor a alcanfor que se extendía por 



 la Iglesia, procedente seguramente de las pellizas, americanas u otras prendas de caballero 

que posiblemente habían permanecido recluidas en los armarios y sacadas a escena en día tan 

relumbrante; también recuerdo el repique de campanas que evocaba la muerte de Jesús y el 

traslado del Santísimo, bajo palio, desde el Altar Mayor (entonces cubierto con el Monumento 

hecho de lona o algo similar, de aspecto oscuro, y con pinturas o impresiones alusivas al  

origen o la creación del mundo) al altar de San Pedro en el que iba a permanecer instalado el 

Sagrario hasta la celebración de la Pascua. Del Viernes Santo recuerdo el sonido de las 

carraclas o carranclas y la existencia de las llamadas “bulas”, cuyo pago te permitía la 

dispensa de algunos sacrificios (ayunos y abstinencias). También era destacable el llamado 

“Vía Crucis” en el interior de la Iglesia que, a los muchachos dado el espíritu activo que suele 

acompañarlos, nos resultaba muy “movido y divertido”, ¡qué contradicción!, ya que en cada 

una de las estaciones había que arrodillarse y levantarse varias veces, lo que nos producía 

algarabía; también se iba  dando la cara a la representación de cada una de las catorce 

estaciones del Vía Crucis que, entonces, se hallaban perfectamente representadas no sólo con 

el dígito en números romanos sino también con unos artísticos cuadros, lienzos o láminas 

enmarcadas, muy coloristas y de extraordinario realismo religioso que, al menos a los 

chavales, nos reprimían las manías aventureras e inquietas.. Terminaban los actos religiosos 

con la celebración del Día de Pascua. 

 

Pero para los chavales, en esas vacaciones, lo menos importante eran esas 



celebraciones religiosas, a pesar de que era imperativa la asistencia a ellas; mucho más 

entretenidos nos resultaban los diferentes juegos que ocupaban nuestro tiempo en esa semana 

entera de asueto. Entre ellos, destacaría los partidillos de fútbol en la plaza, entre entrada y 

salida de la Iglesia, o en las eras, si el tiempo iba a ser mayor; el tango, la calva, el juego de 

dola, y, por supuesto el frontón que se jugaba ¡pásmense!, contra la pared de la torre de la 

Iglesia. ¡Qué poco respeto y cuidado demostrábamos hacia lo único valioso que teníamos! 

 

El tercer y último trimestre iba a ser el más alegre de todos, seguramente porque la 



luminosidad y la duración de los días contribuirían a realzar los muchos encantos naturales y  

 

 



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artísticos de Ávila; además, como dice el refrán “la primavera altera”, y las neuronas parecían 

abrirse y hacerse más receptivas a la captación y al aprendizaje, facultad humana que, como 

sabemos, suple con creces la falta de instintos con respecto a los que poseen los animales. 

 

Era de destacar el mes de mayo, que llegó a ser conocido como “el mes de las 



flores”, no sólo porque era el apogeo de la floración de las plantas, sino porque dicho mes era 

dedicado, en aquellos tiempos tan impregnados de catolicismo, a la Virgen María, lo que en 

mi colegio, regido por sacerdotes, llevaba consigo una excesiva sobrecarga de los actos 

religiosos. Sin embargo, recuerdo con simpatía aquellos rezos y plegarias, y, por supuesto, las 

ofrendas presididas por aquel canto tan conocido y entonado del “Venid y vamos todos con 

flores a porfía” que ya conocía de la escuela de mi pueblo. 

 

También era en ese mes, cuando tenían lugar las diferentes excursiones al campo y a 



otras ciudades. Recuerdo con cariño especial las realizadas, a pie, al santuario de Sonsoles, 

donde participábamos en innumerables y divertidos juegos y concursos, y, en autocar, a los 

pueblos de Burgondo y Navaluenga donde nos bañábamos en el precioso Río Alberche (hoy 

ya muy cambiado por la aglomeración y explotación turística de la zona) y pasábamos un día 

inolvidable. Igualmente resultaban maravillosas las visitas culturales a ciudades cercanas 

como Segovia, Madrid, Salamanca, El Escorial, Toledo, el Valle de Los Caídos, La Granja…, 

en las cuales aprendí con detalle su historia, sus antiguas costumbres, sus culturas, los estilos 

arquitectónicos y pictóricos, etc, de los tesoros monumentales que albergan, lo cual me sirvió 

de base esencial para visitas realizadas con posterioridad. 

 

A mediados de junio, salvo los años de reválida que eran en 4º y en 6º y en el curso 



preuniversitario, iban a finalizar los exámenes finales y, posteriormente, la alegría en la 

recepción de las notas que compensaban los largos ratos de estudio pasados a lo largo de todo 

el curso. Esto se uniría a la emoción contenida ante el inicio de unas vacaciones tan largas: las 

de verano. 

 

En los pueblos de La Moraña, ya se apreciaba con notoriedad la llegada del estío y 



los campos presentaban un color amarillo y un aspecto seco, que te hacía añorar los campos 

verdes que habías dejado en el inicio de la primavera. No obstante, todo suele tener dos caras, 

y la buena, en este caso, era el incremento de personas que se veían por los campos atareadas 

en las faenas agrícolas y también ganaderas, ataviadas con los sombreros de paja que eran de 

uso generalizado en esta época del año. Dicha presencia campestre no sólo era de hombres 

sino también de mujeres, las cuales se protegían de los rayos solares con las llamadas 

pamelas, también de paja como los sombreros, y con finalidad muy distinta de las pamelas 

usadas por las bellas damiselas de la aristocracia inglesa. 

 

Efectivamente, en aquella época “la moda” era estar blanquito o blanquita; por eso, 



el no disponer del oportuno sombrero o pamela era signo de indigencia, y supondría parecer 

“negro” o “negra” y ser mal visto entre los “innovadores” de las personalidades modales. No 

obstante, yo personalmente usaba en contadas ocasiones dicho sombrero; primero porque el  

 

 



 

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que me correspondía era de segunda o tercera mano, y segundo, porque me gustaba estar 

quemado aunque a alguien le pudiese parecer contrario a lo que “se llevaba”, lo que para mí 

nunca supuso ningún tipo de traba. 

 

Por esas fechas de San Juan ya habían comenzado las tareas de recolección 



veraniegas, que se iniciaban con la siega de las algarrobas, lo que implicaba la presencia en 

los campos de los segadores, entre los que sobresalían por su cantidad y fonación parlante los 

“gallegos”. Éstos eran personas muy trabajadoras e inteligentes; recuerdo que en casa de mi 

padre siempre acudía el mismo “mayoral” (El señor Manuel), que era el jefe de la cuadrilla, y 

que todos los años me traían un pequeño regalo, siempre relacionado con la cultura o la 

música, no pudiendo nadie imaginar lo que aquello representaba para mí; procuro poner en 

práctica, en mi vida cotidiana, algunas enseñanzas recibidas por aquellas gentes de tanto 

talento. 

 

Apenas se “habían echado eras”, cuando llegaba la fiesta de San Pedro, el 29 de 



junio, lo cual constituía, entonces, un acontecimiento importante, deseado y esperado por 

todos, lo que iba a  permitir una celebración solemne y concurrida. Me hace gracia recordar 

los preparativos del día anterior en el que nos cortaban el pelo, nos dejaban bañarnos en las 

pilas de piedra del corral, lo ceremonial de la matanza y desuello del cordero regalado por mi 

abuelo, las carreras para coger al gallo viejo y a los capones que campaban sueltos en el 

corral, y, un sinfín de imágenes que plasman la ilusión que todo ello redundaba en el ánimo 

susceptible y maleable de las abiertas mentes infantiles. 

 

Bien pasada la alborada del día 29, se iba a incrementar el delirio de los chiquillos 



cuando los músicos empezaban a “dar las voleás” (llamábamos así a la ronda o serenata 

alrededor del pueblo), cuyos sonidos acompasados del bombo y el tambor, acompañados por 

los dúos de saxofones y trompetas, iban a levantar el ánimo y a acelerar el ritmo en la 

colocación de las corbatas en los hombres y de los velos en las mujeres que se disponían a 

asistir a la Misa. 

 

En el interior del templo, repleto a rebosar, se apreciaba un olor agradable a jabón 



que rivalizaba con el perfume exuberante de las chicas. La dilatada celebración iba a romper 

su monotonía en la consagración, con la entonación repentina del himno nacional por parte de 

los músicos que, en especial a los niños, producía una alteración en su distracción o ausencia, 

en forma de sorpresivo susto. A continuación de la Misa, se celebraba la Procesión en honor 

del Santo, momento que generalmente era acompañado por un espléndido Sol que parecía no 

querer perderse tan emotivo y singular acto, al cual asistía el pueblo en pleno y los llamados 

“forasteros” que, por aquellas fechas, eran abundantes; el acompañamiento de la orquesta 

ponía de manifiesto la buena sonoridad de las calles y callejuelas de mi pueblo, realzando con 

elegancia la buena compenetración y salero de Sindo y sus hermanos de Villanueva del 

Aceral que solían amenizar anualmente el evento.  

 

Finalizados los actos religiosos, la presencia de las llamadas “confiterías” en la plaza 



nos llenaba mucho más a los muchachos que todo lo anterior, por lo que era el momento de 

 

 



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 ojear las ofertas de dulces que nos ofrecían “la Simona” de Mamblas, “la Filo” de Arévalo y 

algún otro que solía acudir extemporáneamente. Nuestra preferida entonces era la Simona, 

pues se trataba de una señora muy agradable y cumplida, y demostraba tener más aguante con 

los chicos que la señora de Arévalo que nos inspiraba más respeto y distanciamiento. Ambas 

solían regalarnos, al final de la fiesta, trozos del carburo que habían utilizado para iluminar 

sus puestos en la noche, con los cuales, al día siguiente, íbamos a fabricar una especie de 

petardos que, sin duda, revestían cierto peligro para los usuarios. 

 

La compra de caramelos (largos, de figuras, almendras, avellanas…) iba a ser cíclica 



durante todo el día, tratando de aprovechar al máximo para que los dulces nos durasen mucho 

tiempo. Recuerdo que yo los guardaba en el locero, hecho de obra, que tenía mi madre en una 

esquina de la llamada “sala grande”, disimulados entre el cristal y la loza reservada para los 

días importantes, y que, como mucho, me duraban dos o tres días, desapareciendo mucho 

antes de lo que yo preveía. 

 

En las horas del mediodía, la canícula solía apretar sin piedad y eran muchos los años 



en que la situación se volvió tormentosa, aunque cedía sin mucho tardar. ¡Sin duda, se notaba 

la mano de San Pedro! Tras la comida y la siesta, sobre todo de los mayores, empezaban los 

juegos de la pelota (frontón) y años después algunos partidillos de fútbol contra los pueblos 

vecinos. 

 

Antes del anochecer empezaba el baile en la plaza, la cual era regada copiosamente 



por los “mozos” amigos de cooperar, con calderos de agua, para aminorar el polvo que el 

suelo de tierra y arena acostumbraba a levantar. El “baile de la tarde” terminaba antes de las 

doce, parando para cenar; era costumbre el invitar a los forasteros más amigos, por lo que 

todas las casas se llenaban de gente joven en la cena. Pasadas las doce se iniciaba el segundo 

baile, éste ya en lugar cerrado (salón de los panaderos o en el de la Evarista), el que era 

conocido como “la velada” y que iba a durar hasta altas horas de la madrugada. El día después 

solía ser de melancolía, resaca y de resignada esperanza en la llegada  de un nuevo San Pedro. 

 

Continuaban, en pleno auge, las faenas de recolección cerealista constituyéndose en 



centro de atención las eras, en las que se recogía la siega acarreada desde las tierras, se trillaba 

o hacinaba la mies, se amontonaba después de trillada en los llamados “peces” y se limpiaba 

separando el grano de la paja. 

 

Para el acarreo de la mies, se instalaban en los carros unos “pinchos o tacones” que 



servían para su sujeción y colocación, y el acabado del cargamento constituía, para los 

entendidos, un objeto de alabanza o de crítica según el arte y la practicidad plasmada en la 

distribución de los haces, dándose algunos piques competitivos entre “mozos y sirvientes” de 

unos u otros “amos”. El acarreo comenzaba en las primeras horas de la madrugada y los viajes 

echados se extendían para ser trillados en el día, o bien se hacinaban para una trilla posterior. 

 

La mies extendida para ser trillada constituía la llamada “parva” por la cual iban a 



pasar los trillos, tirados por mulas o vacas, constantemente a lo largo del día hasta que se  

 

 



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estimaba que la trilla había concluido, procediéndose a su amontonamiento, por medio de la 

“rastra”, en unos montones que se denominaban “peces”. Esta misma operación se realizaba 

diariamente empezando con las algarrobas, después con la cebada, después el trigo y el 

centeno, y por último los garbanzos, si se habían sembrado. Finalizada la trilla se iniciaba la 

“limpia” que consistía en separar el grano de la paja, utilizando la “máquina limpiadora”; con 

el grano se formaban los “muelos” que con posterioridad iban a nutrir a los costales para su 

“acarreo” a las paneras, y, por último, se trasladaba la paja a los pajares. 

 

El trillo era un apero formado por uno o varios tableros de madera gruesa



completamente plano para rasear la parva y ligeramente alzado en su parte delantera; en su 

parte inferior estaba repleto de abundantes piedrecillas cortantes, cuyo efecto iba a ser el corte 

o trillado de las pajas. Al principio de todos los veranos acudían unos señores a empedrar los 

trillos, procedentes del pueblo de Cantalejos (Segovia). ¡Cuántas sensaciones y divertimentos 

experimentábamos los chavales en dar vueltas y vueltas subidos en aquellos monótonos pero, 

al mismo tiempo, distraídos utensilios! 

 

Todas las tareas enumeradas requerían una actividad continua y exclusiva, y como la 



estancia en las eras solía ser permanente se hacían “cabañas” de palos y escobas, a la sombra 

de las cuales se merendaba, se descansaba y, en ocasiones, se dormía. También en ellas se 

guardaba la “barrila” del agua, y eran centros de reunión para  los mayores y de juegos para 

los niños. Tampoco los llamados “moscarrones de Santiago” querían ser echados en falta, por 

lo que al “bajar el Sol” se congregaban y zumbaban con reiteración y pesadez en la picota de 

la chozuela. 

 

La realización de todas las faenas citadas llevaba consigo un trasiego y un tráfico de 



carruajes y de personas constante, lo que hacía del verano la época más bulliciosa del año. 

Los diversos caminos de arena tenían una constante circulación por el paso continuo de 

carruajes y de animales, y las calles del pueblo estaban animadas y alegres por el ajetreo 

constante, muy lejos de presentar la soledad que reina en la actualidad. 

 

En aquella época no eran muy abundantes las huertas, sobre todo grandes superficies 



sembradas de remolacha o de patatas, actividades que proliferarían con posterioridad; sin 

embargo, en casa de mi padre ya era notable la siembra de esos productos, por lo que gran 


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