Amancio Muñoz Las murallas frente a mí


parte del tiempo de aquellos veranos me lo pasaba haciendo “canteros y canteros” de “eses”


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parte del tiempo de aquellos veranos me lo pasaba haciendo “canteros y canteros” de “eses”, 

por donde correría el agua, y quitando hierbas que volvían y volvían a brotar. Creo que el 

terreno estaba “picado”a la hierba, como decían entonces los entendidos, y el 

desconocimiento de los herbicidas desproveían a las tareas de su objetivo esencial. 

 

En aquellos veranos tan afanosos, también existían tiempos para los juegos, siendo 



las horas de la siesta y las noches los más tolerados y admitidos para el asueto. En las horas de 

la siesta los chicos nos reuníamos a la sombra de la esquina de la antigua “casa del curato” y, 

tumbados en el suelo, nos contábamos nuestras aventuras y vivencias; en numerosas 

ocasiones, aprovechando el descanso de los mayores, nos dirigíamos a la laguna de “La 

Ahoguera” (así llamada porque según cuenta la tradición resultaba peligrosa y a finales del  

 

 



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siglo XIX se habían “ahogado” en la misma un hijo y un padre que intentó salvarle; por 

deformación del lenguaje vulgar, también se la conocía como La Hoguera, al ser suprimida 

por cacofonía, la repetición de la vocal “a”), donde nos bañábamos acompañados de ranas y 

renacuajos, pero salíamos tan llenos de cieno y mezcla, (seguramente hoy día los “sabios” lo 

llamarían “chapapote”) que precisamente ello constituía la señal delatora que nosotros 

teníamos que negar. Más de un “capón” me gané, al descubrirme en los brazos aquel sarrillo 

blanco que se quedaba pegado en la piel. 

 

Después de la puesta del Sol, y tras colocarnos las zapatillas de lona con piso de 



esparto que solían vender en la tienda de tía Ana María o de Doro, nos reuníamos en la fuente 

del pueblo, en la plaza o en los soportales de la Iglesia, dependiendo de qué “tocase”, donde 

íbamos a pasar ratos jugando difíciles de olvidar. Uno de los juegos más frecuentes en esas 

noches era el de “cadena”, en el cual, al principio, sólo se quedaba uno, el cual tenía que pillar 

a la carrera al que él decidiese por su cuenta; una vez cogido, se unían ambos de la mano y 

salían en pos de otro jugador, el cual, una vez alcanzado, se unía a los otros dos, y así 

sucesivamente, hasta formar una gran cadena que finalizaba cuando era pillado el último 

jugador libre. También jugábamos en muchas ocasiones “a cortar”, en el cual el que se 

“quedaba”salía corriendo detrás de uno, el cual era liberado si en el espacio entre ambos 

pasaba o cortaba otro distinto, que pasaba a ser el perseguido, y así sucesivamente hasta que, 

por no producirse corte frecuente, era pillado el perseguido, el cual pasaba a ser el corredor 

seguidor. 

 

Otros muchos eran los juegos que practicábamos, pero lo que me hace más gracia es 



el protocolo con que los iniciábamos, echando a suertes para determinar quién se quedaba, o, 

si el  juego lo requería, para empezar a elegir a los componentes de cada grupo. Los métodos 

más usados eran el ir dando entre los integrantes el llamado “Mi papá”, cuyo texto distribuido 

en sílabas, no ortográficas sino convenidas, era el siguiente: “Mi / papá / tenía un/ cajón/ 

lleno/ de puntas / dime / niño / cuán / tas / son”. Otra forma de sortear era ir contando pies 

alternativamente hasta que uno montaba encima del contrario; el que montase elegía en 

primer lugar al compañero que quisiera, o bien su grupo era el que quedaba “encima”. 

Seguramente existían métodos más sencillos y rápidos que hubieran evitado la pérdida de 

tiempo, pero creo que la solemnidad de los utilizados formaban parte integrante esencial del 

juego o requisito “sine qua non” para su práctica. 

 

A lo largo de aquellos veranos, únicamente eran festivos el día de San Pedro, ya 



expuesto, el “18 de julio” que era el día del Alzamiento Nacional (es decir, el día en que se 

inició nuestra triste Guerra Civil), el día de Santiago y Nuestra Señora de Agosto. Resultaba 

pusilánime el que en los indicados días estuviese prohibido trabajar, e incluso hubo algún caso 

en el que alguien fue multado por la Guardia Civil, y que, sin embargo, el resto de los 

domingos del verano no fuesen de “precepto oficial”, como se decía, y que, por supuesto, no 

eran festivos, aunque hubiese obligación religiosa de asistir a Misa. ¡Que cacao mental! Los 

chavales lo poníamos más sencillo y lo primero que aclarábamos, al salir de Misa los 

domingos, era quién hacía fiesta y quién no. Generalmente nuestros sufridos ascendientes  

 

 

 



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eran muy tolerantes, dada nuestra corta edad, pero algunos chavales preferían incluirse entre 



los “pobres sacrificados” (aunque no tuviesen gran cosa que hacer) para aparentar ser más 

“mozo” y responsable que los demás. 

 

En las tardes de esos días festivos solíamos acudir al “Pinar de los Pepes”, que 



constituía el lugar más atractivo y seductor que existía en el pueblo, pues a su encanto natural 

con aquellos pinos tan altos, el olor aromático de su entorno y la pureza de su aire, se unía su 

cercanía, pues se encontraba en el inicio del cerro del camino a Donjimeno. ¡Cuánto añoro los 

numerosos paseos y los ratos de juegos pasados en dicho paraje! Recuerdo especialmente 

algunas tardes de los últimos domingos de verano en las que Pablo, que respecto a mi panda 

ya era “un mozo”, se subía “gateando” a los pinos y nos alcanzaba numerosas piñas  a los 

chavales que nosotros asábamos con las “tamujas” y “escamochábamos” todos en corro 

alrededor del montón formado por los piñones “espulgados” y que posteriormente repartíamos 

a puños; era un gesto más de tantos como exhalaba, mi posterior amigo muchos años después 

Pableras, que ponían de manifiesto su extraordinaria bondad y especial altruismo. También 

recuerdo los tragos de agua fresca que echábamos al regreso en la noria de Nodes, situada a 

medio camino entre el pueblo y el añorado pinar. 

 

Fue también en esos contados días de fiesta veraniegos cuando jugábamos algunos 



partidos de fútbol contra otros pueblos colindantes. Me viene a la memoria cuando Pascual, el 

padre de Pascualín que vivía en la plaza, nos llevó a todos los muchachos en el remolque de 

su tractor a jugar contra los de Papatrigo, así como el montón de “familiares” que se me 

presentaron y la atención y simpatía de las gentes de ese pueblo; también recuerdo el viaje, 

igualmente en un remolque de tractor, que hicimos para jugar contra los chicos de Cantiveros, 

y de los partidos que echábamos contra los de Cabezas en los prados de la Reguera, a mitad 

de camino entre ambos pueblos. 

 

El objetivo de la finalización de las tareas o “el terminar de eras”, solía  fijarse para 



el día del Cristo, 14 de septiembre, pero la realidad es que pocas veces se acababa en esa 

fecha, y, varios años he reiniciado los estudios en Ávila y aún quedaban “eras sin barrer”. 

 

Lo cierto es que se hubiese acabado o no de eras, el día de la romería del Cristo de 



los Pinares estaba ahí, y vienen a mi memoria los golpes de martillo, procedentes de los 

colgadizos del corral de mi casa, con los que mi padre, en la madrugada, procedía a la 

instalación de los arcos de madera en el carro que iban a servir de sujeción de la colcha que se 

colocaba, a la forma de las carrozas de la más conocida Virgen del Rocío, para proteger del 

sol, del aire, de la lluvia y otros elementos atmosféricos ariscos que podían surgir, a los 

viajeros que, con emoción, se dirigían a visitar al Cristo en su romería. 

 

Se salía temprano, pues el largo camino entre pinares se devoraba el tiempo, y, para 



colocarse bien en la “rueda” y asistir a Misa antes de la Misa Principal, las mulas engalanadas 

con sus mejores aparejos (¡qué elegantes iban la Dalia y la Cebra, recién esquiladas y con 

aquellos artísticos dibujos marcados en sus grupas!) tenían que demostrar el porqué de su 

predilección para tan importante evento. 

 

 

 



-21- 

 

 

 



Ya bien avanzado el camino entre pinares, la afluencia era numerosa y efusiva, y 

solían iniciarse las competiciones entre los carros que resultaban enojosas para la mayoría, 

quien “premiaba” a los pretenciosos “valentones” con abucheos merecidos por sus ridículas 

“gestas” en adelantamientos peligrosos. 

 

En la explanada existente junto a la Ermita (hoy ya totalmente cambiado) se iba a 



formar, con los carros alineados uno al lado del otro y dispuestos en círculo, la llamada 

“rueda” integrada por varias filas. Las mulas eran desenganchadas del carro y atadas al 

mismo, donde permanecerían con sosiego afanadas con sus “cebaderas”. 

 

Resultaban atractivos los puestos de juguetes que entonces se instalaban formando un 



paseo desde la puerta del templo hasta la primera fila de la rueda, y cuyos artículos 

llamativos, chocantes y espléndidos nos hacían despertar ilusiones a los más pequeños. 

 

El comienzo de la Procesión provocaba una gran algarabía entre los padres que se 



apretaban y pisaban para subir “en las andas” a los niños. La presencia de la imagen del Cristo 

producía conmoción, año tras año, entre sus devotos, pues realmente su larga y oscura 

cabellera, su túnica granate, sus ojos hendidos y su faz morena, pobre y misteriosa, 

contrastaba con la luz y la alegría imperante entre los romeros congregados, y solía 

embargarte una sensación que parecía hacer encogerse el alma y exaltarse el corazón. La 

marcha tambaleante de la figura del Cristo era acompasada por el vaivén de los grandes 

racimos de uvas colgantes de la Cruz, y se iba abriendo paso, alrededor de la Ermita, a los 

sones de las jotas entonadas por “Los Valientes” de la Nava y bailadas por la gente que 

pugnaba, con garbo, contra los cardos y la arena que plagaban el recorrido. 

 

A la sombra del carro, sobre las mantas tendidas en el suelo, y sentados en los 



costales rellenos de paja, íbamos a dar buena cuenta de los sabrosos guisos que la víspera 

habían cocinado con esmero nuestras madres, ya sabedoras del incremento de apetito que 

producía el aire del campo. 

 

Tras la comida los muchachos nos volvíamos a reunir y bajábamos al Río Arevalillo 



que allí hace una hondonada llena de álamos, chopos, moreras y zarzas, donde visitábamos el 

manantial natural conocido como La Manotera con cuyo pequeño chorro nos refrescábamos y 

aminorábamos el adormecimiento propio de la hora de la siesta. 

 

A media tarde despedíamos al Cristo y se daba inicio a la corta,  pero concurrida, 



verbena que era el preludio de la vuelta a casa y el dejar en solitario a los santaneros con el 

Cristo, pues se trataba de evitar la noche y el camino de vuelta era largo.  

 

En aquellos años eran pocas las familias de mi pueblo que acudían a la romería, pero 



solían ser fijas. Existía una costumbre, que nunca supe su finalidad real, que era el prender, 

por los que no acudían al Cristo, unas “chisqueras” u hogueras en mitad del camino para 

impedir el paso de los romeros que regresaban. No tengo ningún pesar por no haber asistido 

nunca a dicha “diversión” tan extravagante y absurda. 

 

 

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Generalmente unos días después del Cristo empezaba el período lectivo lo que 

suponía el fin de tan largas vacaciones y el regreso al internado del Colegio. 

 

 

 



V. La despiadada emigración. 

 

El inglés Ravenstein estudió los movimientos migratorios en Inglaterra a finales del 



siglo XIX y estableció la conocida “Push Pull Theory” o la “Teoría de la Expulsión – 

Atracción” según la cual se afirma que los individuos se desplazan de su lugar de origen, bien 

porque se ven “expulsados”del mismo, bien porque se sienten “atraídos”por otro lugar. 

 

En este sentido, y según se deja entrever, aunque no se diga, en los relatos expuestos 



con anterioridad, el nivel de vida existente en Constanzana y en toda la comarca morañega, 

estaba lejos de ser boyante y placentero para la mayoría de las familias que, dedicadas en 

cuerpo y alma a la agricultura o a la ganadería, no veían grandes recompensas al esfuerzo de 

su trabajo. La abundancia de la oferta de mano de obra producida por la proliferación de 

familias cargadas de hijos (familias numerosas) no estaba siendo compensada con la creación 

de nuevos puestos de trabajo que fueran sustituyendo a los que se iban destruyendo con el 

avance y el lento progreso de la mecanización en la agricultura, sobre todo con la aparición 

del tractor que constituyó el hito más importante en esa tecnificación. 

 

Por otro lado, la firma de los Tratados de Roma y el Tratado de la C.E.C.A. por 



algunos países europeos, supuso un gran avance en la economía de estos países que 

reclamaban para sus industrias mano de obra suficiente para colmar sus objetivos de 

desarrollo, y veían cómo los países no firmantes, entre ellos España, quedaban en la estacada 

económica y sin esperanza en su próximo porvenir. 

 

Por último, y lo más importante, el inicio de la revolución industrial española 



producida a mediados de los años sesenta dio paso al fenómeno llamado de la urbanización, 

que llevó consigo el “éxodo rural” y el cambio desde una España predominantemente rural a 

una España predominantemente urbana. 

 

Todas estas circunstancias y otras que serían específicas de cada persona o situación 



familiar y que sería incorrecto e innecesario describir e indagar, iban a ser las que, de manera 

lenta pero constante, procederían a despoblar hasta límites insospechados la comarca en la 

que se adscribe Constanzana. 

 

Efectivamente, ya a principios de los años sesenta, cuando yo finalizaba mis iniciales 



estudios en Ávila, cada vez que acudía al pueblo en uno de esos periodos de vacaciones 

descritos, se notaba y contaba la ausencia, por su marcha, de alguna familia o de personas 

aisladas, especialmente jóvenes integrantes de familias que, por el momento, quedaban en el 

pueblo. En esos primeros años de la década de los sesenta, estas emigraciones eran muy  

 

 

 



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escasas y las más destacadas eran las producidas a Europa, consecuencia del despertar 

económico producido en Alemania, Francia, Italia, Luxemburgo, Holanda y Bélgica, además 

de Suiza que siempre fue país receptor de emigrantes. 

 

Mayor importancia tuvieron las emigraciones producidas posteriormente, a mediados 



de los años sesenta, a los centros industriales de ciudades como Madrid y Barcelona, que iban 

a absorber la mano de obra de gran parte de la población rural española y que iban a dar lugar 

a lo que se ha dado en llamar “el éxodo rural” por el cual una gran parte de la población rural 

abandonó el campo para trasladarse a la ciudad. Este movimiento migratorio, sí resultó 

decisivo en el acontecer demográfico de Constanzana que vio decrecer considerablemente sus 

vecinos en escaso periodo de tiempo. 

 

A pesar de la “atracción” que podía ejercer la floreciente industria española, 



Constanzana aguantó con decencia los primeros envites, arropada en la esperanza que podía  

generar la implantación del regadío, pero el camino emigratorio iniciado en la segunda mitad 

de los años sesenta ha continuado su ritmo, en unas u otras formas, y ha seguido atacando en 

forma continua a su escasa población actual. 

 

Seguramente una gran parte de esas personas que, por unas u otras causas, 



abandonaron su cuna natal sintieron, en alguna ocasión, esas sensaciones nostálgicas propias 

de todo bien nacido que deja atrás el entorno de su infancia y en el que convivieron, más o 

menos tiempo, en unión de sus ascendientes o descendientes, según el caso. Quizás a más de 

uno le haya producido recato el reconocerlo, e incluso le pasara silenciosa la fase en la que el 

maldito desarraigo vence al natural dictado de las entrañas. 

 

Puede que, hace unos años, la distancia fuese obstáculo importante en la evitación 



del  temido desarraigo; sin embargo, actualmente con la universalidad de las comunicaciones 

y el avance de la información esas barreras sean mucho menores, y como decía Mac Luhan 

hoy el mundo es una “aldea global”, y más teniendo en cuenta que la emigración de 

Constanzana fue eminentemente nacional y cualquier punto de España hoy en día está “al tiro 

de una piedra”. Deseo que todos ellos, repartidos probablemente por las diecisiete 

Comunidades Autónomas de España, se hayan integrado en los diferentes lugares de destino, 

como a todos nos corresponde, y que todo el bienestar del mundo nos sea repartido por igual 

para continuar con fortaleza seguir siendo embajadores de nuestra humilde, pero excepcional 

cuna. 

 

 



VI. Epílogo. 

 

España, como país por el que han pasado numerosas y variopintas civilizaciones, es 



un Estado muy diverso, plural y rico en los vestigios arquitectónicos dejados por aquéllas. Por 

eso, en nuestros viajes a lo largo y ancho de la “piel de toro” vamos descubriendo año a año, 

periodo a periodo, esa multiplicidad de monumentos e insignes obras que nos muestran el 

buen gusto y las artes de nuestros antiguos predecesores, y nos quedamos con el gesto 

boquiabierto ante la belleza de tantos monumentos y obras de arte existentes en las diferentes 

ciudades y comarcas nacionales. 

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Realmente me sería difícil destacar alguno de ellos, dada mi pasión especial por el 

arte y la cultura de todo tipo: arquitectura, escultura, pintura, música, literatura,… Yo diría 

que adoro todo lo bello, y, por supuesto, los árboles, las plantas y sus flores y sus frutos. 

 

Por lo que respecta a los monumentos, realmente creo que he visitado los más 



importantes y significativos de España, desde Granada a Pamplona; desde Valencia a La 

Coruña; desde Gerona a Toledo; desde Palma de Mallorca a Burgos; desde León a Jaén; desde 

Pontevedra a Castellón; desde Tenerife a Tarragona; desde Vitoria a Oviedo; desde Los 

Pirineos a Sierra Nevada,…En fin, trazando todas las líneas turísticas que imaginariamente 

queramos delinear. Creo que todos irradian arte por doquier, y establecer jerarquía entre ellos 

me sabría a sacrilegio. Sin embargo, creo que a pesar de todo, mi predilección es rotunda 

“Mis Murallas de Ávila”. 

 

El recinto amurallado de Ávila es uno de los testimonios más reveladores de la 



repoblación de la zona o de la capital de Ávila llevada a cabo en los años siguientes a la 

reconquista de Toledo (1.085). Constituye el perímetro (rectangular) más completo del 

Medievo español, con sus 2.500 metros de largo y unos doce metros de altura media, en el 

que sobresalen sobremanera por su perfección, belleza y simplicidad sus numerosos torreones 

semicirculares y sus puertas de acceso que exhiben con orgullo su sencilla elegancia, no sólo 

en horas diurnas sino también y especialmente en las nocturnas donde la iluminación hace 

resaltar su encanto casi natural. En el sector oriental se levanta la más fuerte de sus torres, el 

Cimorro, que es el ábside de la Catedral incorporado al recinto. 

 

Las puertas de las murallas eran el único lugar que permitía el paso al interior del 



espacio cerrado. Las murallas de Ávila, tiene numerosas y bellas puertas, entre las que 

sobresale la que llamábamos el Arco de San Vicente, para mí magistral; la Puerta del 

Mercado Grande o Plaza de Santa Teresa; la Puerta del Rastro, la de la Santa, el Arco de la  

Cárcel, y el Arco del Puente del Adaja. Creo que he enumerado todas, aunque de todas las 

maneras no recuerdo más. 

 

Esta admiración por las Murallas de Ávila es lo que me imbuyó el título del presente 



artículo, en el que para explicar las vivencias de mi infancia en mi lugar de nacimiento, he 

utilizado el artilugio de enfrentar irónicamente las dos cosas que me son más emotivas: Por un 

lado, Constanzana, mi pueblo y lo que representa como símbolo, y por otro, las Murallas de 

Ávila y lo que representan, para mí, como elección. 

 

Don Rafael Mendizábal, Presidente de la Audiencia Nacional y años después 



Presidente del Tribunal Supremo, al  que tuve de profesor en asignaturas de segundo y quinto 

curso de mi Licenciatura de Derecho, solía reiterarnos que, en el aspecto jurídico, era 

fundamental la interpretación de lo quiere decir la ley, de lo que quiere expresar la norma. Y 

solía añadir, en plan socarrón: “Pero también el interpretar lo que pretenden o quieren decir 

las personas”. Por eso, en este aspecto, quisiera destacar que mis únicos objetivos, al escribir 

o relatar estas experiencias personales de la infancia, es distraer e informar a quienes 

sentimentalmente puedan estar más próximos a mi persona, por haber nacido, vivido o ser 

 

 



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 descendientes en algún modo de mi pueblo natal o conexionados con lugares similares a 

aquél, y que, por consiguiente, puedan tener algún interés en conocer o recordar situaciones 

anteriores referidas a ese medio ambiente. Igualmente tendrían por finalidad el poner de 

manifiesto, también aquí en estos humildes pueblos morañegos, el éxito del hombre como 

especie, fundamentado en su capacidad intelectiva que le permite la transmisión de 

generación en generación de la cultura aprendida, pues, sin duda, el progreso y avance 

conseguidos en nuestra sociedad son notorios y las diferencias entre situaciones temporales 

son abismales, con el débito importante de la despoblación rural. 

 

No quisiera dejar sin resaltar la trascendencia, en el acontecer de Constanzana, de la 



generación que me precedió, para reconocer a ese grupo numeroso de matrimonios y de 

personas que fueron nuestros padres, abuelos o bisabuelos (según el caso) y que, con la larga 

carga de penurias, necesidades y falta de recursos que padecieron, fueron capaces de extender 

la alegría y la dignidad entre nosotros con sus esfuerzos, dedicación y valentía. 

 

 Todos ellos, la mayoría cargados de hijos, se convirtieron en guardianes de nuestra 



felicidad y se hicieron merecedores de un verdadero homenaje, por supuesto, mucho más 

meritorio de los que hoy proliferan a tantas y tantas personas que sólo hicieron “nada”. Yo, 

por mi cuenta, ya les llevo incluidos en mi particular Cuadro de Honor, ubicado en lo más 

profundo de mi corazón, allí donde se refuerzan los sentimientos y se diluyen las maldades. 

Pero para todos, a los pocos que viven y a los muchos que ya murieron, se me dispara una 

pregunta, que ellos entenderán, y que de mi mente fluye a borbotones: ¿Cómo pudisteis 

darnos tanto sin tener vosotros nada? 

 

Por último, quisiera cerrar los ojos, apretar los párpados y tener un sueño irrealizable. 



Observaría la concentración en la plaza del pueblo de todas y todos los constanzanenses, ¿o 

constanzaneros?, en unión de sus consanguíneos o afines, en una noche cálida, pero dulce, de 

San Pedro, en la que tras bailar un pasodoble, como sólo lo saben bailar las mujeres y los 

hombres de mi tierra, y con una copa de champán en la mano, brindásemos unidos en un solo 

grito, tan fuerte, que rebotase en las Murallas de Ávila y mandase su eco a nuestra sobria, 

vigilante y sufrida Torre, con el lema: ¡VIVA CONSTANZANA! 

 

 

 



 

 

 



 

 

 



 

 

 



 

 

 



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