J. K. Huysmans
Download 2.77 Kb. Pdf ko'rish
|
N. de la T.)
lo que sabemos, y lo sabemos de manera segura, por las crónicas de los monasterios de Windesem y del monte de Santa Inés, es que Dios hizo que en las provincias sep- tentrionales de Neerlandia crecieran admirables semillas místicas. Hubo entonces una escuela de ascetismo práctico, procedente de las enseñanzas de Ruysbroeck, que se ex- tendió por la región de Over-Issel y más en particular en Devester. Un hombre originario de esta ciudad, que después de convertido por el prior de la cartuja de Monnikinsen, cerca de Arnhem, llegó a ser famoso por su santidad y su ciencia, Gerardo Groot o el Grande, el traductor de Ruysbroeck, predicaba entonces en Campen, Zuole, Amsterdam, Leyde, Zuften, Utrecht, Gouda, Harlem, Delft, y su elocuencia encendía a las masas; las iglesias no podían contener las muchedumbres que arrastraba tras de sí y les arengaba al aire libre, en los cementerios; obraba conversiones innumerables y poblaba las abadías con sus reclutas. Terminó por fundar, con su discípulo Florencio Radewyns, vicario en Deventer, un Instituto de «hermanos y hermanas de la vida común» que arraigó rápidamente en los Países Bajos y en Germania. Esta orden, a la que se podría designar con un nombre que no llevó jamás, «los oblatos de san Agustín», fue un verda- dero centro de estudio y oración. Los hombres vivían en la casa de Radewyns y se encargaban de transcribir los viejos manuscritos de la Biblia y de los Padres, y las mu- jeres, una suerte de beguinas, residían en casa de Ge- rardo y fuera de sus horas de oración se dedicaban a trabajos de costura. 72 Santa Liduvina de Schiedam Gerardo murió en 1384, a la edad de cuarenta y cua- tro años, cuidando a los apestados de Deventer y, después de su muerte, fieles a sus recomendaciones, Florencio Radewyns y los demás hermanos erigieron un monaste- rio en Windesem, bajo la regla de san Agustín y este lugar, que entonces no era más que un saucedal, dio lugar en Holanda a ochenta y cuatro conventos de hombres y trece conventos de mujeres. Estas congregaciones «de la vida común», con los cis- tercienses y los cartujos, que eran los únicos que obser- vaban sus primitivas constituciones en los Países Bajos, fueron verdaderas reservas de sufragios y penitencias y con frecuencia desarmaron al Señor a quien debía irritar de forma particular la disolución de las otras órdenes, pues si creemos a Ruysbroeck, a Dionisio el Cartujo y a Pedro de Herenthals, la licencia de los frailes en las Pro- vincias Unidas y en Flandes fue espantosa. En cualquier caso, es cierto que la escuela mística de Deventer apuntaló con sus oraciones la obra de Lidu- vina, a la que conoció y amó, porque dos de los agustinos que pertenecían a ella, Tomás de Kempis y Gerlac, es- cribieron, cada uno, una biografía de la santa. Y ellos nos dicen que Liduvina no solo no se con- formó con tomar sobre sí los crímenes del mundo y los de su propia ciudad, para ser castigada por ellos, sino que, además, consintió en hacerse cargo de los pecados de personas que conocía y de las enfermedades corpora- les que ellas no podían soportar, sin abrumar al cielo con reproches ni quejas. 73 J. -K. HUYSMANS La insaciable inmolación de esta mujer la hizo apode- rarse de todo: fue, al mismo tiempo y a la vez, una infa- tigable danaide del sufrimiento y el vaso de dolores que ella misma intentaba llenar, sin llegar a colmarlo; fue la buena granjera de Jesús, la que experimentó los tormen- tos de su Pasión, y la caritativa suplente que quiso pagar durante treinta y ocho años, con la extensión de sus males, la renta de salud y las deudas de incuria que los demás ni tan siquiera soñaban con pagar. En una palabra, fue una víctima general y especial. Esta existencia expiatoria sería incomprensible si no hubiéramos indicado primero las causas y mostrado el número y la naturaleza de las ofensas, cuya reparación aquí abajo fue, en cierto modo, su razón de ser. Este resumen de la historia de Europa a finales del siglo XIV y principios del XV, explica la razón de aquella exuberancia de torturas, única en los anales de los san- tos. Torturas que, por su duración, superan a las de los demás elegidos a quienes se les concedió, por un suplicio a menudo bastante breve, la más clamorosa gloria del martirio. 74 Santa Liduvina de Schiedam II Liduvina nació en Holanda, en Schiedam, cerca de La Haya, al día siguiente a la fiesta de Santa Gertrudis, el domingo de Ramos del año del Señor de 1380. Su padre, Pedro, estaba empleado como vigilante noc- turno de la ciudad, y su madre, Petronila, era originaria de Ketel, pueblo vecino a Schiedam. El uno y la otra pro- cedían, según parece, de familias que se habían empobre- cido tras haber disfrutado de relativa holgura. De Kempis dice que los antepasados de Pedro, que pudieron pertenecer a la nobleza, eran valerosos capitanes. No te- nemos ningún otro dato preciso sobre sus ramas genea- lógicas. Los historiadores de la santa nos hablan solamente del padre de Pedro, es decir, del abuelo de Li- duvina, Juan, al que nos presentan como un hombre pia- doso, que rezaba noche y día, que solo comía carne los domingos, ayunaba dos veces a la semana y se confor- maba, los sábados, con un poco de pan y agua. Perdió a su mujer a los cuarenta años y fue tenazmente acosado por el Demonio. Su choza sufrió los fenómenos de las casas encantadas; el Diablo la sacudía de arriba abajo, 75 echaba a los criados, rompía la vajilla, sin que a pesar de ello, explica curiosamente Gerlac, se derramara la man- teca de los tarros rotos. Su hijo Pedro tuvo nueve hijos de Petronila, su mujer: una niña, Liduvina, la cuarta por edad, y ocho chicos, de los que los biógrafos nos mencionan a dos, a uno simple- mente por su nombre, Balduino, y al otro, Guillermo, que aparece repetidas veces en la historia de su hermana. Este último se casó y tuvo una hija, que llevó el nombre de su abuela Petronila, y un niño que se llamó como su tío, Balduino. Si además citamos a su primo Nicolás, cuyo perfil per- cibimos dos veces en esta narración, como al pasar, y otro pariente, Gerlac, el escritor, que a pesar de ser fraile vivió largo tiempo, sin que se sepa por qué, en casa de la santa, habremos transmitido, creo yo, todo lo que los textos an- tiguos nos enseñan sobre esta familia. El día en que nació Liduvina, su madre, que no se creía próxima a dar a luz, asistió a la misa solemne, pero la acometieron los dolores y tuvo que volver precipita- damente a su casa donde parió, justo cuando, en esa fiesta de las Palmas, se cantaba en la iglesia la Pasión según San Mateo. Su parto fue indoloro y fácil, cuando los an- teriores habían sido tan laboriosos que estuvo a punto de morir. La niña recibió en la pila bautismal el nombre de Lydwine, o Lydwyd, o Lydwich, o Liedwich, o Lidia o Li- duvina, nombre que, bajo estas ortografías y resonancias 76 Santa Liduvina de Schiedam diferentes, deriva de la palabra flamenca «lyden», sufrir, lo que, según Brugman, significaría en lengua germá- nica, «gran paciencia». Los biógrafos observan, a tal efecto, que esta apela- ción e incluso el momento mismo de la fiesta en que la niña vino al mundo fueron proféticos. Si exceptuamos una enfermedad, de la hablaremos más adelante, no tenemos sobre su primera infancia de- talle alguno que merezca ser mencionado. Gerlac, Brug- man y de Kempis, entre esos primeros años y los que le siguieron, tienden edificantes puentes, al final de los cuales destacan la devoción de la niña a la Virgen de Schiedam, representada por una estatua cuya historia na- rramos a continuación: Poco antes del nacimiento de Liduvina, un escultor, según Gerlac y Kempis, un comerciante, según Brug- man, llegó a Schiedam. Era dueño de una Virgen de ma- dera, esculpida por él, o comprada a un imaginero y que se proponía vender en la feria que, por la Asunción, se celebraba en Amberes; dicha estatua era lo bastante li- gera como para que un hombre pudiera manipularla con facilidad, sin embargo, cuando la metieron en el barco que iba a hacer la travesía entre las dos ciudades se hizo de pronto tan pesada que el barco no pudo zarpar. Más de veinte marineros unieron sus fuerzas para sacarlo de la orilla. El pueblo, que asistía a tal espectáculo desde el muelle, se burlaba de su impotencia y no les ahorraban las chanzas. Picados en su amor propio, los marineros quedaron agotados y como nunca habían tenido tan mala 77 J. -K. HUYSMANS suerte, acabaron preguntándose si no sería por culpa de aquella efigie de la Madona. Para quedarse tranquilos, amenazaron al mercader con tirarle al agua y este tuvo que recoger la talla, que se tornó ligera en sus manos y la desembarcó, entre las aclamaciones de la multitud, mientras que la nave, deslastrada, se dirigía a alta mar. Entonces todos dijeron que la Virgen había hecho aquello porque deseaba quedarse con ellos y que, por tanto, había que guardarla. Corrieron a buscar a los sa- cerdotes de la parroquia y a los miembros de la fábrica 7 , y, al instante, la adquirieron y la colocaron en la iglesia, donde se fundó una cofradía en su honor. No es, pues, sorprendente que a Liduvina, quien oyó este suceso desde la cuna, le haya gustado tanto, desde su más tierna edad, rezar delante de esta imagen. Como no podía verla por la tarde, cuando cantaban de rodillas ante su altar cánticos e himnos, se las arreglaba para vi- sitarla durante el día, y no tan a menudo como hubiera querido, porque su vida no era ni mucho menos ociosa. A los siete años hacía las veces de criada en casa de su madre y apenas encontraba tiempo para rezar y reco- gerse. Por eso aprovechaba las mañanas en que Petronila la enviaba a llevar la comida a sus hermanos a la escuela para despachar en seguida el recado y tener tiempo, al regresar, de rezar un Ave María en la iglesia; una vez se 78 Santa Liduvina de Schiedam 7 Conjunto de clérigos y laicos encargados de administrar los fondos afectos a la cons- trucción y mantenimiento de una iglesia. (N. de la T.) retrasó y su madre, disgustada, le preguntó por dónde había venido y Liduvina respondió ingenuamente: –No me riñas, mamita, he ido a saludar a Nuestra Se- ñora la Virgen y Ella me ha devuelto, sonriendo, el sa- ludo. Petronila quedó pensativa, sabía que su hija era inca- paz de mentir y de alma tan pura como para que Dios la preservara de ilusiones y le complaciera ocuparse de ella. Calló y desde entonces toleró, sin poner demasiada mala cara, sus breves retrasos. De este modo pasó su infancia Liduvina, ayudando a su madre a la que, con sus ocho hijos restantes y el poco dinero que producía el oficio de su marido, le costaba mucho ajustar el presupuesto. Y así, al crecer, Liduvina se convirtió en una excelente ama de casa; a los doce años era una muchacha seria, a quien no le gustaba jugar con sus amigas y vecinas y que rehusaba mezclarse en sus diversiones, paseos y bailes; en el fondo, solo estaba a gusto en soledad. Dios, sin presionarla, sin precisar aún sus señales, sin hablarle en su lenguaje interior, sin mos- trarse, la sujetaba ya estrechamente, dándole a entender, oscuramente, que solamente le pertenecía a Él. Liduvina obedecía sin comprender, sin sospechar si- quiera la senda de angustias que se abría ante ella, por la que iba a tener que entrar muy pronto. Solo tuvo un atisbo el día en que los mozos de la ciu- dad la pidieron en matrimonio. Era entonces agraciada 79 J. -K. HUYSMANS y bien formada, dotada de esa belleza característica de las rubias de Flandes, belleza cuyo encanto se debe, sobre todo, al candor de los rasgos, a la graciosa ingenuidad de la risa, a la expresión de ternura, seria y a la vez un poco asombrada, de los ojos; algunos de sus pretendien- tes eran, por su fortuna y sus familias, de condición muy superior a la suya. Pedro, su padre, no pudo dejar de con- gratularse por esa buena suerte y de insistir ante su hija para que se decidiera; pero, de pronto, ella comprendió que debía consagrar su virginidad a Cristo y se negó de plano a escuchar a su padre, que se obstinó. –¡Si queréis obligarme –exclamó Liduvina– conse- guiré que el Señor me mande alguna deformidad tan re- pugnante que haga huir a todos esos pretendientes! Y como Pedro, que no quería darse por vencido, vol- viese a la carga, intervino la madre diciendo: –Vamos, marido, es demasiado joven para pensar en casarse y demasiado pía para que le convenga ese estado; ya que quiere consagrarse a Dios, ofrezcámosela, al menos, de buen grado. Acabaron resignándose a sus deseos, pero a ella le si- guió molestando ser bonita y a la espera de volverse, como lo deseaba, fea, salía lo menos posible; entonces comprendió que todo amor que se pierde con una cria- tura es un hurto a Dios y suplicó a Jesús que la ayudase para amarle solo a Él. Y entonces Él comenzó a cultivarla, la limpió de todos los pensamientos que podían disgustarle, la escardó el 80 Santa Liduvina de Schiedam alma, la restregó hasta hacerle brotar sangre. Hizo más: como para atestiguar lo acertado de esa frase terrible, a la par que consoladora, de santa Hildegarda: «Dios no mora en los cuerpos sanos», la atacó en su salud. Aquella carne joven y encantadora con que la había revestido, pa- reció molestarle de pronto y la cortó y abrió en todos los sentidos, para mejor apoderarse del alma que encerraba, y machacarla. Ensanchó aquel pobre cuerpo, dándole la aterradora capacidad de engullir todos los males de la tie- rra y quemarlos en la hoguera expiatoria del suplicio. Al término de sus quince años ya no era la misma; en- tonces, como una águila de amor, Él se precipitó sobre su presa, y la leyenda de san Isidoro de Sevilla y de san Vicente de Beauvais sobre el águila que toma a sus agui- luchos en sus garras y los eleva hasta el astro del día, cuyo disco incandescente han de mirar fijamente, so pena de ser arrojados al vacío, se realiza en Liduvina. Ella mira sin pestañear al sol de Justicia, y el símbolo de Jesús, pescador de almas, la vuelve a colocar con suavidad en el nido, y allí, su alma empieza a germinar y florecer en una envoltura carnal que, antes del sepulcro, llegará a ser algo monstruoso e informe, algo insólito. Detrás de Liduvina, en lejana ascendencia, se perfila la gran figura de Job llorando en su muladar. Ella es su hija y, desde los confines del Idumea a las orillas del Mosa, se reproducirán, a través de los tiempos, las mis- mas escenas de interminables sufrimientos soportados con inquebrantable paciencia, agravados por las disputas de amigos despiadados, incluso por los reproches de los suyos, con la única diferencia de que las pruebas del Pa- 81 J. -K. HUYSMANS triarca tuvieron fin, durante su vida, y las de su descen- diente no cesaron sino con su muerte. 82 Santa Liduvina de Schiedam III Liduvina parece haber gozado hasta los quince años de buena salud; sus historiadores nos cuentan que, de pe- queña, tuvo un cólico nefrítico y expulsó numerosos cál- culos; pero ni Gerlac, ni Brugman, ni Kempis nos hablan de las afecciones infantiles que pudo padecer; fue al final de sus quince años cuando cayó sobre ella la amorosa furia del Esposo. Tuvo entonces una enfermedad que no puso su vida en peligro, pero que la dejó en un estado de debilidad tal que no pudieron vencer ninguno de los fármacos reco- mendados por los más famosos curanderos y farmacéu- ticos de la época. Liduvina se debilitó de forma extraordinaria, languideció: sus mejillas se hundieron y también sus carnes; adelgazó hasta no ser más que piel y huesos; incluso la gracia de sus facciones desapareció entre los salientes y los huecos de un semblante que, de blanco y sonrosado, pasó a ser verde y después ceni- ciento. Sus deseos se habían cumplido: era cadavérica- 83 mente fea. Sus pretendientes se alegraron de haber sido rechazados, y ella ya no tuvo miedo de exhibirse. Como no llegaba a recuperar sus fuerzas se quedaba en la habitación, hasta que unos días antes de la Purifi- cación la visitaron sus amigas. Helaba tanto que se par- tían las piedras y el río, el Schie, que atraviesa la ciudad, estaba helado, lo mismo que los canales; en esos momen- tos de acerado frío toda Holanda patina. Las muchachas invitaron a Liduvina a patinar con ellas; pero, como pre- fería estar sola, pretextó su mal estado de salud para no acompañarlas. Ellas insistieron tanto y tan bien, repro- chándole su falta de ejercicio, asegurándole que el aire libre la sentaría bien, que Liduvina, por no contrariarlas, acabó, con el consentimiento de su padre, acompañándo- las sobre el agua compacta del canal que estaba delante de su casa; se estaba levantando, tras calzarse los patines, cuando una de sus compañeras, lanzada a toda carrera, se echó sobre ella antes de que hubiera podido apartarse, con lo que cayó sobre un témpano cuyas puntas le rom- pieron una de las falsas costillas del costado derecho. La llevaron llorando a su casa y tendieron a la pobre muchacha sobre una cama que ya no abandonaría jamás. Se habló del accidente por todo el pueblo y todos se vieron en la obligación de dar su opinión. Liduvina tuvo que soportar, como Job, la interminable cháchara de las personas a quienes la desgracia del prójimo torna locua- ces; algunos, más prudentes, en vez de reprenderla por haber salido, se limitaron a compadecerla, pensando que sin duda Dios tendría razones especiales para tratarla así. 84 Santa Liduvina de Schiedam Su familia, desolada, resolvió intentarlo todo para cu- rarla y, a pesar de su pobreza, llamaron a los médicos más renombrados de los Países Bajos que la drogaron en exceso, y el mal se agravó; a consecuencia de dichos tra- tamientos se formó un apostema endurecido en la frac- tura. Liduvina padeció un martirio; sus padres no sabían a qué santo encomendarse, cuando la visitó un famoso práctico de Delft, hombre muy caritativo y muy piadoso, Godofredo de Haya, apodado Sonder-Danck, porque siempre respondía con esta palabra, que en holandés sig- nifica «de nada», a todos los enfermos a los que asistía gratuitamente. Sus ideas sobre la terapéutica eran las que expresó, en su «Opus paramirum», Paracelso, nacido unos años después de la muerte de Liduvina. En medio de la confusión más o menos incoherente de su ocul- tismo, este hombre asombroso supo captar la gran ley del equilibrio divino, cuando a propósito de la esencia de Dios escribía: «Hay que saber que toda enfermedad es una expiación y que si Dios no la considera cumplida ningún médico es capaz de interrumpirla... El médico solo cura cuando su intervención coincide con el final de la expiación determinada por el Señor.» Godofredo de Haya examinó a la paciente y habló de este modo a sus compañeros, reunidos para escuchar su veredicto: esta enfermedad, queridos amigos, no nos in- cumbe; todos los Galenos, Hipócrates y Avicenas del mundo perderían su fama si lo intentaran. Y añadió pro- féticamente: «La mano de Dios está sobre esta niña. Hará maravillas con ella; ojalá el cielo quisiera que fuera hija 85 J. -K. HUYSMANS mía, daría de buen grado el peso de su cabeza en oro para pagar ese favor, si estuviera en venta.» Y partió, sin prescribir remedio alguno. Entonces todos los medicuchos se desentendieron de ella y eso que ganó, al menos por algún tiempo, al no verse obligada a tragar remedios inútiles y costosos; pero el mal se agravó y los dolores llegaron a ser intolerables; no pudo estar ni acostada, ni sentada, ni de pie. No sabiendo qué hacer, ni pudiendo quedarse en la misma postura un solo instante, Liduvina pedía que la cambiaran de una cama a otra, creyendo amortiguar así un poco la crudeza de sus tormentos, pero las sacudidas de estos cambios aca- baron exacerbando su mal. La víspera de la natividad de San Juan Bautista, los suplicios llegaron al paroxismo; sollozaba en su cama, en un terrible estado de enervamiento; ya no podía más; los dolores llegaron a ser tan desgarradores que saltó de la cama y cayó, doblada en dos, sobre las rodillas de su padre que lloraba, sentado a su lado. El salto reventó el absceso, pero en lugar de abrirse por fuera lo hizo por dentro y vomitó el pus por toda la boca. Esos vómitos la sacudían de pies a cabeza y eran tan abundantes que ape- nas daba tiempo a vaciar las escudillas en una vasija grande. Por último, se desmayó en un último hipo y sus padres la creyeron muerta. Liduvina recuperó el conocimiento y empezó para ella la vida más sórdida que imaginarse pueda; incapaz de apoyarse sobre las piernas, y movida siempre por la ne- cesidad de cambiar de sitio, se arrastraba de rodillas, rep- 86 Santa Liduvina de Schiedam taba sobre el vientre, agarrándose a los escabeles y a las esquinas de los muebles. Abrasada por la fiebre, la pose- yeron gustos enfermizos y bebía el agua sucia o tibia que encontraba y la vomitaba entre náuseas atroces. Pasaron tres años de esta suerte; para completar su martirio, la abandonaron los que todavía venían a visitarla de vez en cuando. El aspecto de sus tormentos, sus gemidos y sus gritos, la horrible máscara de su rostro tumefacto por las lágrimas, pusieron en fuga a los visitantes. Solo la asistía su familia, su padre, cuya bondad nunca flaqueó, su madre, que menos resignada a su suerte de cuidadora, se irritaba, e impacientada por oírla siempre gemir, a veces la trataba bruscamente. La pena que sentía, ella que tan desdichada era ya, al verse obligada a sufrir discusiones y reproches, habría acabado por matarla si Dios, que hasta entonces parecía estar a la expectativa, no hubiese intervenido de repente, demostrándole con un repentino milagro que ni mucho menos la abandonaba y dando, al mismo tiempo, una lec- ción de misericordia a su madre. Esto es lo que ocurrió: Un día, dos hombres riñeron en la plaza; tras insul- tarse, se pelearon y uno de ellos, sacando la espada, se arrojó sobre el otro que, bien porque estuviera desar- mado o porque fuera menos valiente, huyó. Al torcer por una calle, vio la casa de Liduvina con la puerta abierta y se metió dentro. Su adversario, que no lo vio entrar, sos- pechó de todos modos que se había refugiado en aquel lugar y dirigiéndose a Petronila, que lo miraba asustada 87 J. -K. HUYSMANS desde el dintel, la gritó, ahogándose de rabia: ¿Dónde está ese hijo de mala muerte? No intente engañarme, ¡tiene que estar escondido en vuestra casa! Petronila, toda temblorosa, le dijo que no, pero él no la creyó y, apartándola de un revés y profiriendo las amenazas más atroces, penetró hasta la habitación de Liduvina y exigió a la enferma que no le ocultara la verdad. Liduvina, incapaz de mentir, respondió: «El que per- seguís está aquí, en efecto». Al oír estas palabras, Petronila, que había entrado de- trás del energúmeno, no pudo contenerse y abofeteó a su hija diciendo: «¡Cómo, loca miserable, entregáis a un hombre que es vuestro huésped, cuando está en peligro de muerte!». El enfurecido perseguidor no veía ni oía nada de esta escena. Buscaba, blasfemando, a su adversario que se había vuelto invisible para él y que sin embargo estaba allí, de pie, delante de él, en medio de la habitación. Al no verlo, se precipitó fuera para recuperar su pista mien- tras el desgraciado, a su vez, salía por pies por otro lado. Cuando desaparecieron. Liduvina, que había recibido la bofetada sin quejarse, musitó: «He creído, madre mía, que el solo hecho de decir la verdad bastaría para salvar a ese hombre». Y Petronila, admirando la fe de su hija y el milagro con que se la había recompensado, concibió sentimientos más bondadosos y desde entonces soportó, con menor hostilidad y acritud, las fatigas y las penas que le causaban las enfermedades de Liduvina. 88 Santa Liduvina de Schiedam En descargo de este desabrimiento conviene señalar los incesantes agobios y las necesidades apremiantes que sufría aquella buena mujer, pero si las dolencias de su hija le parecían ya excesivas, eran benignas en compara- ción con las que aparecerían después. Muy pronto, Liduvina no pudo ni arrastrarse de ro- dillas, ni aferrarse a las arcas ni a las sillas: Se tuvo que pudrir en el lecho, y esta vez para siempre. La herida de las costillas, que no pudo cicatrizarse, se infectó y se gan- grenó; la putrefacción engendró gusanos que llegaron a atravesar la piel del vientre y proliferaron en tres úlceras redondas y amplias como la base de un tazón; se multi- plicaron de forma aterradora; parecían hervir, dijo Brug- man, de tal modo pululaban. Eran tan gruesos como la punta de un huso y sus cuerpos eran grises y acuosos y negras sus cabezas. Llamaron de nuevo a los médicos que ordenaron apli- car sobre esas gusaneras cataplasmas de trigo fresco, miel y grasa de capón, a lo que algunos aconsejaron aña- dir nata o manteca de anguila blanca, espolvoreado todo con carne de buey reseca y reducida a polvo en el horno. Estos remedios, cuya preparación exigían muchos cuidados –pues se observó que si la harina de trigo no estaba lo suficientemente oreada, los gusanos no se har- taban– la aliviaban y por ese medio se llegó a retirar de las heridas de 100 a 200 gusanos cada veinticuatro horas. A propósito de este emplasto amasado con grasa de capón, los biógrafos de Liduvina cuentan la siguiente anécdota: 89 J. -K. HUYSMANS Era entonces cura de Schiedam un tal P. Andrés, de la orden de los premonstratenses, apartado de su con- vento de la isla de Santa María. Este religioso tenía un alma verdaderamente infame. Glotón y avaricioso, solo pensaba en su bienestar; al acercarse la Cuaresma, tuvo que convidar a los rectores de su parroquia y mató unos capones que había engordado previamente. En ese mo- mento apareció en casa de Liduvina para confesarla y, conocedora de lo que se había dicho sobre aquella comi- lona así como de la preparación de las aves, le pidió la grasa de una de ellas para la confección de su ungüento. El cura la respondió de mal humor que no podía porque sus capones estaban flacos y el escaso jugo que soltaran tenía que servir a la cocinera para rociarlos mientras se asaban. Liduvina insistió, hasta le propuso cambiarlo por una medida de manteca igual a la de la grasa; él persistió en su resolución, y entonces, ella lo miró y le dijo: – Me habéis negado lo que os pedía como limosna, en nombre de Jesús, pues bien, yo rezo ahora a nuestro Sal- vador para que vuestras aves sean devoradas por los gatos. Y así fue. Cuando en la mañana de la comida inspec- cionaron la despensa, solo descubrieron fragmentos tri- turados de huesos en vez de animales preparados para la brocha. Si, como veremos más adelante, este suceso no volvió a este religioso menos egoísta y vil, al menos le sirvió para, en una circunstancia análoga, mostrarse más sagaz y menos tacaño, pues Gerlac nos narra este otro episodio: 90 Santa Liduvina de Schiedam Además de esas cataplasmas de flor de trigo y enjun- dia de ave, Liduvina utilizaba a veces trozos de manzanas recién cortadas para aplicarlas sobre sus heridas y re- frescar la inflamación. Pues bien, el cura tenía en su jar- dín manzanas en abundancia y la santa le pidió unas pocas para ese uso. Él empezó a rezongar, diciendo que no sabía si le quedaba alguna, pero cuando volvió a su casa se acordó de los capones perdidos y envió en seguida al- gunas manzanas a su penitente, diciendo: «Os las ofrezco por miedo a que esta vez se las coman los lirones». Estos medicamentos eran anodinos en el fondo y ape- nas la ayudaban. Un médico de la diócesis de Colonia que había oído hablar de ella, tal vez por Godofredo de Haya, de quien al parecer fue amigo, pareció acertar mejor, aun- que en definitiva se limitó a cambiar, agravándola, la na- turaleza del mal. Mandó que aplicaran sobre esos nidos purulentos unas compresas empapadas en una mixtura que él preparaba, destilando ciertas plantas cogidas en los bosques en tiempo seco, al amanecer, cuando están todavía cubiertas de rocío. Dicha mixtura, mezclada a un cocimiento de centaura o de mil flores, secó poco a poco las úlceras. Aquel médico era un buen hombre porque para estar seguro de que Liduvina no se viera privada de su remedio, caso de morir él antes que ella, dejó encar- gado a su yerno, un boticario llamado Nicolás Reiner, que, tras su fallecimiento, la enviara los frascos que ne- cesitara para cerrar sus heridas. Pero llegó el momento en que todos esos paliativos fueron definitivamente inoperantes, porque el cuerpo en- tero de la desgraciada estaba en carne viva; además de 91 J. -K. HUYSMANS sus úlceras en las que pululaban colonias de parásitos a los que alimentaba sin destruirlos, le apareció en la es- palda un tumor que se pudrió; después vino el temido mal de la Edad Media, el fuego sagrado o mal ardiente que atacó el brazo derecho y consumió la carne hasta el hueso; los nervios se retorcieron y estallaron, menos uno que sujetó el brazo y le impidió separarse del tronco; desde entonces Liduvina no pudo volverse hacia aquel lado y solo le quedó libre el brazo izquierdo para levan- tar la cabeza, brazo que se corrompió a su vez. Unas es- pantosas neuralgias se apoderaron de ella que le atravesaban las sienes, como un taladro, y le golpeaban el cráneo con reiterados golpes de mazo; se le partió la frente desde la raíz de los cabellos hasta la mitad de la nariz; la barbilla se despegó bajo el labio inferior y se le inflamó la boca; el ojo derecho se apagó y el otro se vol- vió tan sensible que no podía soportar, sin sangrar, la menor claridad; también sufrió dolores de muelas que a veces le duraron semanas enteras y casi la volvieron loca; por último, tras una inflamación de la garganta que la ahogaba, perdió sangre por la boca, por las orejas, por la nariz, con tal profusión que inundó la cama. Quienes presenciaban aquel lamentable espectáculo se preguntaban cómo podía salir tal cantidad de sangre de un cuerpo tan completamente extenuado, y la pobre Liduvina trataba de sonreír. –Decidme –preguntaba– vosotros que sabéis más que yo, ¿de dónde puede venir en primavera la savia que abulta la viña, tan negra y desnuda durante el invierno? 92 Santa Liduvina de Schiedam Parecía que ya había recorrido el ciclo posible de los males; no era así; leyendo las descripciones de sus bió- grafos, que yo atenúo, parecería que está uno en una clí- nica por la que desfilaran, una tras otra, las enfermedades más terroríficas, los casos de dolor más exasperados, las crisis más raras. Bien pronto, además de sus otras enfermedades, su pecho, hasta entonces indemne, fue atacado; se llenó de equimosis 8 lívidas, después de pústulas cobrizas y de cla- vos; las arenillas, que la atormentaron en su infancia y habían desaparecido, volvieron, y expulsó cálculos del grosor de un huevo pequeño; luego se le averiaron los pulmones y el hígado; después, un chancro abrió de pronto un agujero que se extendió a las carnes y las car- comió; por último, cuando la peste se abatió sobre Ho- landa, ella se infectó la primera; le brotaron dos bubones, uno en la axila y el otro en la zona del corazón. –¡Dos! exclamó Liduvina bien, pero si pluguiese a Nuestro Señor, creo que, en honor de la Santísima Trinidad, se- rían mejor tres– y de inmediato un tercer absceso le ta- ladró la mejilla. Si estas afecciones hubieran sido naturales habría muerto veinte veces; una sola habría bastado para ma- tarla. Por tanto, para curarla, no había nada que intentar, nada que hacer. La fama de tantos males, tan extrañamente reunidos en una misma persona que seguía viva, atacada mortal- 93 J. -K. HUYSMANS 8 Bolsas de sangre entre la piel y la carne, generalmente originadas por una contusión. ( Download 2.77 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
Ma'lumotlar bazasi mualliflik huquqi bilan himoyalangan ©fayllar.org 2024
ma'muriyatiga murojaat qiling
ma'muriyatiga murojaat qiling