Los pueblos se mueren amancio Arancón Viguera. Fotografía: Angel Arancón Viguera
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LOS PUEBLOS SE MUEREN Amancio Arancón Viguera. Fotografía: Angel Arancón Viguera. 2
LOS PUEBLOS SE MUEREN. El 24 de noviembre de 2002, se murió mi pueblo, Estepa de San Juan, provincia de Soria. Se murió porque los tres habitantes que quedaban, mi tía Engracia, hermana de mi difunto padre, María Jesús, una ecuatoriana que la cuidaba y Faustino, hijo de Patricio e Higinia, lo han abandonado. Y lo abandonaron, no porque estuviesen allí a disgusto sino, por pura necesidad. Mi tía se encontraba inmóvil y no le regía la cabeza. No hablaba, no conocía a nadie y a pesar de que María Jesús la atendía muy bien y Faustino, por su parte, les acompañaba y les ayudaba en todo lo que podía, la situación y más de cara al invierno, se hacía insostenible, por lo que los hijos se la llevaron para cuidarla con todo amor y cariño. Faustino se encontraba allí muy a gusto. En los últimos años daba vida al pueblo, gozaba de buena salud, tenía gallinas, conejos, un pato, cultivaba algunos huertos, controlaba la presencia de personas desconocidas, ayudaba al Sr. Cura en las celebraciones religiosas. Fue ayuda y apoyo para mis tíos. Pero al desaparecer estos ha tenido que abandonar. ¿Cómo puede un hombre vivir en aquella soledad?. Aunque eran pocos mantenían vivo el pueblo, pues su permanencia daba lugar a la visita periódica del Sr.Cura, a decir la misa y darles la comunión, o cualquier otra asistencia que necesitasen. Acudía la médica, el veterinario, el panadero, algún comerciante a proporcionarles productos alimenticios y sobre todo sus familiares que acudían con frecuencia a interesarse por su salud y prestarles toda la ayuda que necesitaban. Entre ellos destaca mi primo José María, que subía desde Soria todos los días. En fin, el pueblo estaba vivo. Ahora solo queda un montón de casas cerradas; unas reparadas y en buen estado y otras en ruinas y unas calles mejor arregladas y más limpias que cuando el pueblo estaba habitado, pero vacías. Ya no transita nadie por ellas, no se ve a la gente con las yuntas, cuando iban a labrar, o a trillar en las eras, ni a las mujeres con sus cántaros a por agua a la fuente, o con los baldes de ropa a la cabeza camino del lavadero, ni a los pastores cuando salían de madrugada con sus piaras o al regresar por la tarde, ni corren los chicos al salir de la escuela haciendo sus travesuras. Todo es silencio y soledad. Sobre este montón de casas destaca la iglesia parroquial, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción y a San Esteban. 3
Según María Angeles Manrique Mayor, en su obra “Inventario artístico de Soria y su Provincia” y J.M. Martínez Frías, en su obra “El Gótico en la provincia de Soria. Arquitectura y Escultura monumental”, su construcción data del siglo XVI y siguientes, construida en mampostería y sillarejo. Tiene una sola nave con cubierta a dos aguas por madera con tirantes. Se accede a la capilla mayor a través de un arco triunfal apuntado, que se apoya en medias columnas y se cubre con sencillos terceletes. En el lado de la Epístola se abre la portada con arco de medio punto sobre impostas. A los pies se halla el coro de madera, de poca altura. Debajo del coro se halla la Pila Bautismal. Del coro sale una tosca escalera de madera que conduce al campanario de la torre o espadaña, que tiene dos vanos con sus correspondientes campanas. La pequeña se hizo en 1834, siendo cura parroco Don Indalencio Heras y Alcalde Don Braulio Ruiz, según gravación existente en la misma. La grande fue fundida en 1907, y tiene gravada la inscripción siguiente: “Desde el alto campanario donde colocada estas, día y noche sonarás llamando al Santuario. Se fundió siendo cura párroco Don Elías Ransanz y Alcalde Francisco Viguera”. (Este Francisco Viguera era mi bisabuelo por parte de madre). El retablo mayor, de estilo rococó, contiene imágenes dieciochescas de Santiago y San Esteban, flanqueando a la Virgen de la Asunción que se encuentra en el centro. En el lateral derecho se encuentra San Roque. Contiene otros retablos rococós, restos de cajonería en la sacristía y portareliquias de plata del siglo XVIII. Hasta los años sesenta del siglo XX, en que se produjo la gran emigración del campo a las ciudades y zonas industriales, la iglesia era el centro de la vida. En ella se celebraban los bautizos, entre ellos el mío, las bodas, los entierros y todos los actos litúrgicos. De ella salían las procesiones del día de la fiesta, de semana Santa, etc.. Sus campanas daban diariamente los tres toques rituales: el del Alba, al amanecer; el del Angelus, al mediodia; y el de la Oración, al anochecer. Estos toques servían de reloj a los pastores y labradores que andaban por el campo, pues en aquellos tiempos casi nadie usaba reloj. Llamaban a misa con sus tres señales. Tocaban a fiesta; a muerto, cuando alguien fallecía; a rebato, cuando había algún incendio o alguna desgracia o catástrofe. Tengo oído contar que en el primer tercio del siglo XX había un sacristán, llamado el tío Pablo, que llevaba fama por lo bien que repicaba las campanas, dando todos los toques a la perfección. 4
A partir de ahora la iglesia permanecerá cerrada, sin culto y sujeta a posibles expolios y sus campanas no volverán a sonar. Quizá el día de la fiesta acudan algunos hijos del pueblo a celebrarla y la abran para decir la misa, pero poco más. En el atrio de la iglesia, a mano derecha, se encuentra la puerta de entrada al cementerio. Es un cementerio pequeño, con sólidas paredes de piedra, actualmente cubierto de hierba. En él se encuentran enterrados algunos de mis antepasados. Voy a citar solamente a los que yo he conocido personalmente y quiero que esta mención sea un recuerdo y un pequeño homenaje a su esfuerzo y vida de sacrificios y penurias, que les tocó vivir. Mis abuelos paternos, Germán y Juliana. De mi abuela no guardo ningún recuerdo, pues murió en 1937, a los 49 años de edad, cuando yo tenía dos años. Pero las referencias que tengo son de una mujer trabajadora, económica, esclava de la casa, muy servicial para con su marido y sus hijos, que fueron siete y se murió con la pena de dejar una hija de cuatro años, mi tía Herminia, que fue para mis padres una hija más y para mi como una hermana. De mi abuelo Germán, que murió en el año 1948, a los 65 de edad, guardo unos recuerdos inolvidables. Era un hombre extraordinario, bueno, caritativo, amigo de hacer favores a todo el mundo, profundamente religioso, de gran paciencia ante las desgracias y sufrimientos, que tuvo muchos, pues nunca gozó de buena salud. En su vejez se le partió la pierna varias veces. Quiero resaltar su gran fe, que se manifestó a lo largo de su vida, pero sobre todo a la hora de la muerte. Estaba moribundo con plena conciencia de ello, aceptando la muerte con serenidad y resignación y rezando constantemente. Era viernes, a punto de dar las doce de la noche y de forma reiterada preguntaba por la hora. Yo, que entonces tenía trece años, no llegaba a entender el afán de saber la hora. Después me lo explicó mi padre. El motivo era que hay una promesa hecha por el Sagrado Corazón de Jesús, que el que haya comulgado los nueve primeros viernes de mes, si muere en viernes su alma va derecha al cielo. De ahí su interés en saber la hora y en morir antes de que finalizase dicho día. Al día siguiente fue el entierro y acudió gente de toda la comarca y estando la Caja en el portal para salir hacia la iglesia, el Sr. Cura, Don Lorenzo, rezó un responso y dijo unas palabras sobre la personalidad de mi abuelo y, entre otras dijo esta frase, que se me ha quedado grabada para siempre: “ha muerto el Patriarca de la sierra” 5
Mi tía Dominica está tan convencida de la santidad de mi abuelo, que en diversas ocasiones ha dicho, que había que desenterrar su cadáver, pues quizás se encuentre incorrupto, como el de algunos santos. De mis abuelos maternos, Benito y Francisca, llamada familiarmente Paca, tengo muchos recuerdos, pues él murió en 1968, a los 88 años y ella en 1959, a los 80. No voy a hacer yo ahora la descripción de sus personalidades. Me voy a limitar a transcribir la que de ellos hace su hijo y tío mío, Domiciano, sin duda mucho mejor y con una pluma mas competente que la mía. “Mi padre, Benito Viguera Ruiz, un soriano de pura cepa. Un hombre de pro. Trabajador, honrado, probo, intachable y culto. Fue siempre un enamorado del campo, sus mas jóvenes años de vida, habían transcurrido en torno al mismo. Como segador con hoz, pocos había que pudieran competir con él. Era hábil y mañoso. El mismo herraba nuestras caballerías, castraba nuestros cerdos, arreglaba nuestros calzados y nos cortaba el pelo. Aprendió los oficios de albañil y carpintero, trabajando en estos oficios cuantos ratos le dejaban libres los trabajos burocráticos de Secretaría y los de explotación de nuestra hacienda. Jamas lo vimos ocioso, cuando dejaba la pluma, empuñaba la esteba del arado, la hoz o la garlopa. Se lamentaba de no poder estar ocupado las veinticuatro horas del día. Sobrio en extremo, jamás pisó una taberna, cafetería ni sala de espectáculos. Austero en el comer y beber. Sus lemas eran: “El estomago y la lumbre cuanto les echan consumen” y “no vivas para comer, sino come para vivir”. Jamás hizo un exceso gastronómico. Economizaba hasta el agua, abundante y gratuita en el pueblo. En política, era apolítico. La política, decía, para el que vive de ella. El no deseaba otra cosa que orden, respeto, paz y trabajo. Católico sincero, cumplió siempre con exactitud sus deberes religiosos. De recia personalidad, poseía las más altas virtudes de los hombres sorianos. Mi madre: Francisca Monge Tierno –la tía Paca, como le llamaban en el pueblo- era una sencilla labradora, humilde, cariñosa, honrada, femenina, seria, cristiana y discreta. Semejante a la mujer dulce y callada que ensalza el Evangelio y al “Ama” del poeta Gabriel y Galán. En su dicha matrimonial trajo al mundo doce hijos –dos mellizos-. Su amor maternal aumentaba en progresión geométrica al número de hijos. Mi madre era un volcán, un Etna de amor para sus hijos. Mi madre a medida que iba teniendo más hijos, se ponía mas fuerte, gozaba de salud. Nunca estuvo enferma. No le fatigaba el excesivo trabajo. Mi madre tuvo doce hijos –dos mellizos-. En ningún alumbramiento tuvo que ir a clínicas de maternidad, ni precisó comadronas, ni médicos. La víspera de
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algunos partos había estado trabajando todo el día en el campo. No tuvo sirvienta ni niñera. Sin ninguna ayuda estatal a madres gestantes y lactantes , ni percibir cantidad alguna por subsidio familiar nos parió, crió y alimentó a sus doce hijos, más sanos y robustos que los puedan criar hoy con tantas clínicas y ayudas estatales. Ella sola, sin ayuda de nadie, lavaba, colaba, cosía y planchaba nuestras ropas, nos confeccionaba nuestros vestidos interiores y exteriores. Nos confeccionaba hasta las americanas y pantalones sin ser sastre. Amasaba y cocía nuestro pan y el del mendigo que llamaba a la puerta. Preparaba con puntualidad las comidas. Nos lavaba y aseaba, cuidaba nuestros ganados y ayudaba en los trabajos agrícolas. Nuestra casa la tenía siempre limpia y en orden. Gustaba de flores, tiestos y macetas. Nuestro balcón estaba siempre el más florido del pueblo. Cristiana sincera –nada beatería hipócrita-. Procuraba desde nuestra más tierna infancia inclinarnos a hacer actos de devoción: persignarnos, arrodillarnos ante un crucifijo, a tartamudear los santísimos nombres de Jesús y María, el Padre nuestro, el Ave María, etc. A pesar de tener tanto hijos, tanta brega y tantas penalidades, jamás se mostró desfallecida, sino contenta y feliz con su suerte. No le hubiera importado tener otros doce hijos. Si dios –decía- me ha dado fuerzas para doce, lo mismo me las daría para veinticuatro”.... Otro de mis familiares que se encuentra enterrado en este cementerio es mi citado tío Domiciano, hermano de mi madre, al cual tuve un gran afecto en vida y un gran recuerdo después de muerto, pues toda su vida fue un cúmulo de aventuras y desdichas. Como de pequeño daba muestras de tener cierta vocación para sacerdote y por otra parte tenía mucha facilidad para el estudio, sus padres, de acuerdo con el Sr. Cura del pueblo, pensaron mandarlo al seminario. Bajo la custodia de Don Pedro, el párroco de nuestro pueblo, y junto con un chico de Castilfrío, emprendieron el viaje al seminario de El Burgo de Osma, en el cual ingresó y estuvo un curso. Cuando volvió a casa a pasar el verano se dio cuenta que habían desaparecido sus ansias de ser sacerdote y les planteó a sus padres sus intenciones de no volver al seminario, pues para ser un mal cura era mejor dejarlo. Después del disgusto que se llevaron sus padres por su deserción, pensaron que como ya había adquirido el habito del estudio y demostrado cierta capacidad para ello, pues en el seminario sacaba buenas notas, que podía estudiar magisterio. Su hermano mayor, Julio, estaba ya casado y vivía en Grávalos, un pueblecito de Logroño, el cual propuso que se fuese a su casa y que allí podría estudiar por libre para maestro, pues en ese pueblo había maestros que preparaban a los chicos. 7
Efectivamente allí hizo el primer curso y el resto en la Escuela de Magisterio de Soria, terminando la carrera, pero no la oposición. En estas estalló la guerra civil y en su momento fue llamado a filas, incorporándose al ejército, en el que pronto, por sus estudios y buena disposición se hizo alférez provisional, lo que le permitió ganar un pequeño sueldo y disfrutar de ciertas ventajas sobre la vida del simple soldado, aunque el riesgo era mayor, lo cual se refleja en el dicho de que “alférez provisional, cadáver definitivo” Lo que parecía una ventaja fue su perdición, pues al disponer de dinero le dio por la bebida y raro era el día que no se bebía una botella de coñag. Así transcurrió la guerra siempre en primera línea de combate, de la cual, aunque sufrió varias heridas salió ileso, sin ninguna mutilación física, pero salió con una mutilación síquica: Una inclinación irresistible hacia la bebida; una sed patológica de bebidas alcohólicas y como él dice en su autobiografía .... “Las mutilaciones de guerra son honrosas y las premia la patria con una medalla y una pensión. Mi mutilación era deshonrosa y no tiene otra recompensa que un porvenir incierto cargado de oprobios. A nadie podía acusar de mi mutilación. El alcoholismo es una mutilación que el individuo provoca en su organismo. Yo era un automutilado. La guerra podía ser un motivo, no la causa. ¿Podría una vez terminada la guerra librarme de esa mutilación?.... Una vez licenciado volvió a casa de sus padres y como tenía el título de maestro, solicitó plaza en alguna escuela rural, donde duraba poco, pues en cuanto cobraba el primer sueldo lo dedicaba a la bebida. Así anduvo cierto tiempo de pueblo en pueblo y aburrido se alistó en la legión donde sentó plaza por cuatro años, que prorrogó por otros cuatro. Como ya no podía continuar en la legión por superar los 35 años, que era el tope de edad que admitían, volvió a casa de sus padres, en la Estepa, donde estuvo a temporadas, alternando con alguna escuela que conseguía, principalmente en la provincia de Huesca, uno de ellos fue en Benabarre. Era un hombre generoso que cuando tenía dinero lo gastaba a manos llenas e invitaba a todo el mundo y luego se quedaba sin un céntimo, hasta el extremo de tener que volver a la Estepa en su bicicleta, que es la única cosa que nunca abandonó ni perdió, pues sabía que era el medio de volver a casa de sus padres, donde tenía asegurada una cama y la comida. En esta época desarrolló su faceta poética, que había sentido desde jovencito y colaboró en el periódico “Hogar y Pueblo”, de Soria, donde publicaba artículos en verso. Creó unos personajes que eran un matrimonio tradicional de la vida rural soriana, llamados Saturnino y Ruperta, a través de los cuales exponía su defensa de la vida tradicional campesina, con los principios morales y religiosos existentes hasta entonces y en contra del cambio de valores que ha traído la vida moderna. 8
Escribió su autobiografía, sus pensamientos, y diversos poemas entre los cuales destaca el titulado “El Prado de los Olmos”, escrito en septiembre de 1968, bajo la tristeza y pesadumbre que le produjo la muerte de su padre, que voy a transcribir, por ser uno de sus preferidos: Han venido al pueblo mis hermanos Y hemos recorrido nuestras fincas heredadas. Estuvimos en el “Prado de los Olmos”. Evocamos Recuerdos gratos: nuestros padres. Nuestra infancia. Hay cientos de olmos. Tambien hay uno hendido por el rayo, “Prado de los Olmos”. Nombre familiar tatuado en nuestras almas. Mezclado a nuestra sangre. A los Vigueras pegado, como la sombra al cuerpo, como el amado a su amada. Lo cruza, riega y fertiliza un pequeño regato. Crece alta la hierba. Violetas y tomillos lo embalsaman. Cría moras y endrinas. Del mundanal ruído está apartado. Palomas y mochuelos anidan. Anidan los grajos. Trinos de aves se escuchan en sus ramas. -“Hijos! –nos dijo mil veces nuestro padre- Este prado ha sido siempre mi recreo, mis delicias, mi descanso. ¡Venid a este prado con frecuencia y orad por nuestras almas, -Ya anciano, nos lo decía con lagrimas. Nos lo decía llorando. Cumplido hemos, el paternal mandato. ¡Hemos rezado! ¡Por ellos!. A la puerta de su rústica cabaña, dice: “Ave María”. En la piedra de la puerta está gravado. Salimos del “Prado de los Olmos”, silenciosos y callados. Cantaban los grillos y cantaban las cigarras. Entramos en el pueblo. ¡Que pena nuestro pueblos despoblado! Cubren sus calles, alfombras de malezas y de cardos. Vemos tejados derrumbados, Vemos la escuela clausurada. ¡Que pena el cementerio!. Entramos en la Iglesia. Oramos. Tiramos de una soga, por escuchar la voz de sus campanas. -Campanas de los pueblos, hoy mudas, silenciosas y calladas. ¿Por qué no sonaís tres veces al día como antaño?. Las buenas costumbres se suprimen, las malas permanecen y se arraigan. Ya en casa ¡Que pueriles recuerdos nos asaltan!.
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Vemos el pozo. Vemos el escudo en piedra sillar tallado. Cada piedra es un recuerdo cargado de añoranzas. Subimos escaleras. En su antigua cocina nos sentamos. Hay dos bancos con respaldo. Tiene chimenea de campana. La panzuda tinaja yace sin agua en su ángulo. Recorremos estancias. Miramos Alcobas. Abrimos cuartos. Aquí estaba el reloj de pesas. Aquí estaba colgada la guitarra. Aquí estaba el sofá. Aquí el armario. Partimos para Soria silenciosos, tristes y callados. ¡Que dolor, no ver ya a los padres en la casa!. ¡Que pena ver nuestro pueblo despoblado!. ¡La vida es sueño. La vida es desengaño. Todo acaba. Una cosa importa en esta vida: Vivir y morir como cistianos. En esta situación continuó hasta el 13 de marzo de 1968, en que murió su padre. Unas temporadas en La Estepa con su padre, el cual lo cuidaba con todo cariño. Lo mantenía, le compraba la ropa que necesitaba y cuantas atenciones requería. Otras temporadas en la escuela de algún pueblo perdido en las montañas de Huesca. En una ocasión estuvo de pastor en Suellacabras. La muerte de su padre fue un duro golpe para él. Su madre había muerto en 1959. Se encontró solo, desamparado y sin ningún medio de subsistencia. En la distribución de la herencia paterna le correspondieron algunas fincas rústicas, parte de una casa y algo de dinero. El poco dinero que le correspondió lo gastó en cuatro días y sus hermanos se hicieron cargo de su manutención. Se instaló en la casa heredada y allí en una soledad total y en unas condiciones tercermundistas, sin luz eléctrica, sin agua, sin ninguna comodidad, sin asistencia médica, pasó casi todo el resto de su vida. Todas estas penurias, más algunas que él se buscaba cuando hacia alguna Download 181.48 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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