J. K. Huysmans
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N. de la T.)
sobre las rodillas de su Madre, cuando un grito de ale- gría atravesó los vapores sagrados de los turíbulos y los rumores extasiados de las arpas, el lino de las castas tú- nicas de las Vírgenes se abrió y en incesantes efluvios manó la leche. Y la bienaventurada fue tratada del mismo modo que sus compañeras; el Niño daba así entender, afirma Kempis, que las asociaba al honor de la Maternidad celestial; eso, dice por su parte Gerlac, significaba que todas las Vírge- nes estaban capacitadas para alimentar al Salvador. La pobre Liduvina, ya no podía ser más feliz. ¡Estaba tan lejos de su gehena mortal!, y sin embargo ya la visión se borraba; sobre ese firmamento nocturno solo quedaba la inmensa trayectoria de esa leche que iluminaban por detrás millares de estrellas. ¡Diríase otra vía láctea, otro arco de nieve espolvore- ado con polvo de astros! La entrada en la habitación de Catalina Simón, impa- ciente por ver realizada la promesa de su sueño, devolvió a Liduvina a sí misma y cuando su amiga le reclamó la leche, se tocó con la mano derecha la flor de su seno y la leche, que había desaparecido al regresar, volvió y la viuda bebió tres veces y no pudo, durante varios días, tomar ningún otro alimento. Le parecía que todo ali- mento natural tenía, en comparación con aquel extraor- dinario jugo, un aroma vulgar y un sabor insípido; y esta escena se repitió otros años por Navidad. 270 Santa Liduvina de Schiedam Brugman afirma que el confesor Juan Walter obtuvo el mismo favor que Catalina y bebió de esa leche; pero Gerlac dice lo contrario, que no pudo llegar a tiempo junto a su penitente y no se benefició de esa merced. Si se reseñan los asombrosos milagros que abundan en esa doble vida, saturada de sufrimientos cuando su- cede en la tierra, desbordante de alegría cuando se evade al Edén; si se recapitulan los excepcionales privilegios con los que el Señor colmó a Liduvina; si se considera la suma enorme de sus beneficios, uno creería que a fuerza de desvivirse por los demás, de rogar y de sufrir, la bien- aventurada había alcanzado la cumbre de la vida perfecta. Desgraciadamente todavía no había llegado para ella ese momento; aún no había subido todos los escalones. Aquella terrible observación que San Juan de la Cruz no deja de hacer insistentemente en la «Subida al Carmelo», de que una afección cualquiera, aún la más pequeña de las imperfecciones, oscurece el alma y obstaculiza su per- fecta unión con Dios, también se aplicaba, a ella. Lidu- vina estaba todavía demasiado poseída de sí misma: tenía los restos de una cualidad, la tara de una virtud: estaba demasiado ligada a los suyos, los quería demasiado. Hay que decir, en su descargo, que por muy avanzada que estuviera en las sendas del Señor, le era muy difícil darse cuenta por sí sola de los límites que tenía prohibido atravesar; al alma que lo busca, el punto de referencia apenas se le muestra, porque se disimula tras los subter- fugios más ventajosos, bajo los pretextos más verosími- les. 271 J. -K. HUYSMANS Dios no prohíbe amar a los suyos, al contrario, lo que prohíbe a aquellos sobre quien ha puesto su impronta, y a quienes desea expulsar de sí mismos para que solo pue- dan vivir en Él, es esa incontinencia del afecto humano que reprime, dificultándolos, sus amorosos designios; la pobre alma que, sin desconfianza, se entrega a dichos ex- cesos y se los cuenta o cree contárselos a su Creador, a quien constantemente habla de sus seres queridos, le ruega por ellos y consideraría que no cumple con su deber hacia Él y que faltaría a la caridad hacia ellos si no actuara de esa manera. En una palabra, ella se imagina amarlos en Él y los ama tanto o más que a Él; su in- tención es, pues, buena cuando quiere imponer a su dueño una asociación de amistades, un reparto que no tiende a nada que no sea a expulsarlo de sus propios dominios. Hay ahí un error que suscita el Espíritu de Malicia porque, como lo expresa en términos definitivos en su Tratado de la vida espiritual y de la oración la abadesa de Santa Cecilia de Solesmes, «el Demonio ama las violen- cias, todo lo que está llevado al extremo, incluso en el Bien». ¡Y la obra maestra de su arte consiste en destruir una virtud, exaltándola! Eso es lo que le sucedió a Liduvina; no había podido despojarse de esa intemperancia en la ternura que ya le había valido algunas reprimendas, a raíz de la muerte de su hermano. A partir de esa muerte, su predilección por sus dos cuidadores, su sobrino y su sobrina, fue en au- 272 Santa Liduvina de Schiedam mento y el Señor la golpeó en pleno corazón arrebatán- dole a Petronila; esta muchacha tenía entonces diecisiete años y desde que los picardos la hirieron cuando quiso socorrer a su tía, cojeaba y desperecía sin conseguir me- jorar a pesar de los tratamientos de los mejores médicos. Una noche, Liduvina, raptada en espíritu, percibió una procesión que salía de la iglesia de Schiedam; en una lenta teoría, caminando en dos líneas, precedidos por cirios y por la cruz, los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, los confesores, las vírgenes, las santas mujeres, toda la Comunión de los santos. Todos se dirigían del santuario hasta la casa y levantaron un cuerpo colocado en la puerta y lo acompañaron a la iglesia. Y ella misma se veía detrás del cortejo, con tres coro- nas; una en la cabeza y otra en cada mano. Y el sueño se desvaneció. Cuando recuperó el sentido, Liduvina pensó primero que esta visión la concernía y que era el presagio de su fin; pero fue desengañada por Jesús quien le reveló que el simulacro se refería a su sobrina y le indicó al mismo tiempo el día y la hora en que Petronila nacería para el cielo. Liduvina lloraba, abrumada; sin embargo reaccionó pensando en la agonía de aquella a quien amaba como a una hija y exclamó: ¡ah!, Señor, concededme al menos en mi desdicha una gracia; la hora que me decís es una de 273 J. -K. HUYSMANS esas en las que me devora la fiebre que se despierta, como sabéis, a horas fijas; entonces no sirvo para nada, soy in- capaz de ninguna atención, de ningún esfuerzo, os su- plico que reguléis de otro modo el decurso de mi mal para que pueda asistir a mi pobre Petronila, cuando lle- gue el momento de separarme de ella. Jesús cumplió ese ruego y, con gran asombro por parte de quienes cuidaban a la santa, el ataque siempre tan preciso, se anticipó seis horas y su duración fue menos larga que de costumbre. Apenas quedó liberada, Petronila entró en agonía y Li- duvina, que la veía toda temblorosa, pudo sujetarla y rezar con ella; murió poco después y recibió las tres co- ronas que su tía llevaba en su éxtasis: una, por la virgi- nidad de su cuerpo, otra por su castidad espiritual y la tercera por esa herida que aquellos malvados de Picardía le infirieron. Liduvina se endureció ante su dolor; había escuchado, desolada, la sentencia del Señor, pero no flaqueó mien- tras pudo reconfortar a su sobrina; había reprimido las lágrimas y suavizado, con su aparente firmeza, los últi- mos momentos de la pequeña; pero cuando esta fue in- humada, su valor decayó; sucumbió al dolor y no dejó de llorar y, en vez de atenuarse con el tiempo, su pena se agravó; la cultivó, la alimentó con sus lamentaciones siempre presentes, se sumergió en ella de manera que Jesús, abandonado, se enfadó. 274 Santa Liduvina de Schiedam No le dirigió ningún reproche pero se alejó. Entonces, fue como en sus inicios en la vida purgativa, la angustia del alma prisionera en las tinieblas; nada, ni siquiera el paso furtivo del carcelero que ronda alrede- dor, sino un silencio absoluto en una noche negra. Fue el in-pace del alma, encadenada a un cuerpo pa- ralizado; en esta soledad ella tuvo forzosamente que re- plegarse en sí misma y buscarse; pero solo encontró alegrías derrumbadas, escombros deshabitados de gozo; una tempestad lo había derribado todo; aquellas ruinas de sus moradas, no pudieron sino suscitar el amargo re- cuerdo de la época en que el Esposo se dignaba visitarla; ¡y lo feliz que era entonces por servir a su Huésped, por afanarse a su alrededor y cómo centuplicaba Él sus hu- mildes cuidados! ¡Ah! Esa morada que los ángeles la ayu- daban a preparar para acoger al Bienamado, ¿qué quedaba de eso ahora? ¡Había bastado un instante de des- piste, un minuto de olvido para que todo se derrumbara! Liduvina se retorcía de desesperación, y bajo la fuerza expansiva del dolor el alma se rompió y fue espantoso. Sin embargo, bien mirado, esa angustia no pudo ser la misma que la que padeció cuando se inició en las vías de la viudedad mística; se le parece, sin duda, pero difiere en algunos puntos; en el primero, que es evidentemente esa «Noche oscura» que San Juan de la Cruz ha descrito tan maravillosamente, hay, además de la aridez, de la se- quedad, del disgusto surgido de las derelicciones y del sufrimiento interior, una suerte de condena; uno se ima- 275 J. -K. HUYSMANS gina, en efecto, que ese estado durará siempre, que el abandono del Señor es irremisible; y eso es espantoso; hay que haber sido atenazado por esa angustia, de la que nada puede dar idea, para sospechar lo que sufren los condenados en el Infierno. Y Liduvina había visto demasiado de cerca al Señor para aprehender lo que era tal infortunio; se sabía lo su- ficientemente amada como para estar segura de que su arrepentimiento desarmaría el descontento del Esposo; por otra parte, tampoco estaba, como cuando empezó, en la imposibilidad de recogerse y rezar; ella se recogía sin gusto, oraba sin experimentar dulzuras sensibles, pero sin embargo podía orar sin dispersarse; era un débil ful- gor, un rayo muy lejano que penetraba en la sombra de su prisión, pero en fin, por muy pálida que fuera, esa cla- ridad testimoniaba una atención, demostraba una piedad, probaba que no estaba repudiada del todo ni definitiva- mente excluida. Estaba, en suma, en la situación de un alma en el Purgatorio, un alma que sufre pero que espera con resignación la liberación. Y sin embargo, ¡qué miserable existencia la suya! Sus torturas corporales no tenían ya contrapeso, ningún des- canso para moderarlas, nada que las amortiguara. Lite- ralmente la destrozaron; la naturaleza, privada de su sostén sobrenatural, entregada a sí misma, estalló en gri- tos desgarradores y Liduvina vomitó sangre por la boca. En vano, Juan Walter, que le tenía tanta devoción, in- tentaba consolarla; la hartaban los consejos, todo le as- queaba. 276 Santa Liduvina de Schiedam Asustada de verla tan deprimida, su fiel Catalina, ins- talada a su cabecera, gritó desesperada un día: ¡Pero, Dios mío, qué está ocurriendo aquí! Entonces, más tranquila, Liduvina respondió: –Me veis tan desgraciada por mis pecados; he perdido por mi culpa todo atractivo espiritual, incluso cuando co- mulgo. Ya no tengo éxtasis, ni luz profética, ni consuelo, ni nada. El señor solo me ha dejado para aliviarme la fa- cultad de poder meditar su vida sin distraerme, como an- taño, pero no encuentro en ello ningún alivio. Me parece que estoy desterrada en una tierra helada, en una región desconocida a la que nada ilumina y donde solo me ali- mento con mirra y hiel. Esta prueba duró cinco meses; luego, un 2 de julio, fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen, los muros de noche que emparedaban el alma de la santa, cayeron; la luz entró a raudales y apareció Jesús. Fue un único impulso, un único grito; el alma se lanzó, trastornada, a sus pies y Él la levantó y la estrechó con ternura contra Él. Ella desfalleció de felicidad y, du- rante casi diez días, vivió fuera de sí, por encima del tiempo, por encima de las imágenes y lejos de las formas, sumergida, como absorbida en el océano de la Divina Esencia. Si no hubiera respirado, sus amigos la hubieran creído muerta. Pero lo que más les maravilló de todo, fue un olor nuevo que salía de sus estigmas y de sus llagas. Ese 277 J. -K. HUYSMANS aroma tan peculiar, único en las monografías de las san- tas, esa fragancia que solo ella exhalaba desde hacía años y que era la quintaesencia de los aromas de la India y de las especias de Levante, se desvaneció y fue sustituida por otra y esta recordaba, aunque depurada, pero subli- mada, al perfume de algunas flores recién cortadas. Brugman cuenta que, en lo más crudo del invierno, ex- halaba efluvios de rosas, de violetas y a veces de lirios. Estas emanaciones menos raras las encontramos antes y después de Liduvina en otros santos. Rosa de Vi- terbo, que vivió en el siglo XIII, desprendía olor a rosas y santa Catalina de Ricci y santa Teresa, que vivieron en el siglo XVI, olían, la una a violetas y la otra a violetas y lirios, símbolos de la humildad y de la castidad. Este cambio tuvo lugar cuando estaba totalmente des- poseída y se acercaba al final de sus días; parecía que el soplo primaveral de las floraciones que sucede al perfume invernal de las especias conservadas y de las cáscaras secas, anunciara el final de su invierno terrestre y la lle- gada de esa eterna primavera en la que, tras su muerte, iba a entrar. Su habitación estaba tan perfumada que toda la ciudad desfiló por su casa para respirar ese aroma. –¿Qué es esto? Nunca hemos olido nada igual, excla- maban los curiosos, y Liduvina respondía: –Solo Dios lo sabe; en cuanto a mí, no soy más que un pobre ser y me han sido necesarios muchos castigos 278 Santa Liduvina de Schiedam para poder comprender cuán sujeta estaba aún a la inva- lidez de la naturaleza humana; ¡alabad al Señor y rogad por mí! ¿Conviene aquí señalar que entre los hagiólogos no hay biografía más aromática que la de Liduvina? Por mi parte, no conozco ninguna donde la benevolencia divina quede afirmada así, a cada página. La bienaventurada, además de ser un pebetero viviente, cada vez que la visi- taban Nuestro Señor, su Madre o sus ángeles, al mar- charse dejaban rastros fragrantes de su paso e incluso las personas que Liduvina llevaba con ella al Paraíso que- daban impregnadas por esos celestes efluvios que les em- briagaban el alma y les curaban sus males. 279 J. -K. HUYSMANS XIV De toda la familia de Liduvina, que era numerosa, ya solo quedaba un sobrino de doce años para vivir con ella y cuidarla. De los ocho hermanos que tenía, dos habían muerto, Guillermo, el padre de Petronila y de Balduino, y ese otro Balduino cuyo nombre nos ha sido revelado por una visión de la santa. ¿Habían muerto los otros seis o residían fuera? No lo sabemos; en cualquier caso no se nos ha señalado que ninguno de ellos se hubiera ocupado jamás de su hermana. Balduino, su sobrino, era un niño sensato y piadoso, como uno se imagina que son tantos niños del pueblo de Holanda, un rubito un poco macizo, con una cara re- donda y unos bonitos ojos que le favorecían; llevaba, en suma, una existencia bastante triste, porque en vez de jugar con los chicos de su edad en la plaza tenía que que- darse callado en una habitación, atento a satisfacer los deseos de una enferma. Su tía le quiso manifestar su gra- titud por su entrega y sus cuidados y lo hizo de una ma- nera singular; temiendo tal vez que cuando ella faltara 281 él fuera tentado por dudas contra la fe, Liduvina expresó el deseo de que no pudiera olvidar las sorprendentes maravillas de las que era testigo en aquella casa visitada por Nuestro Señor, por su Madre y por los ángeles, y la gran Dolorosa que era pensó que solo el sufrimiento sería lo bastante fuerte para golpear la imaginación del niño y sellar para siempre el recuerdo de tantas merce- des. Rogó, pues, al Salvador que le enviara un ataque de fiebre que no pusiera su vida en peligro pero que le re- cordara, después, la época en que vivió junto a ella. Su petición fue atendida. Una noche, por la fiesta de la Natividad de santa María, Liduvina pidió a su sobrino, que llevaba en la mano una jarra de cerveza, que la dejara en una mesa, a la cabecera de su cama. Balduino obedeció y la jarra pasó ahí la noche. Por la mañana esa cerveza se había trans- formado en un elixir aromatizado por fogosas cortezas de ideales canelas y estimulantes cáscaras de fabulosas cidras. Varias personas lo probaron y ese licor los estimuló igual que un cordial, pero el niño, que solo bebió unas gotas, fue presa de una repentina fiebre que no lo aban- donó hasta antes de San Martín. Una vez restablecido, le tocó el turno de enfermar a Juan Walter; él, fue víctima de una fiebre intermitente cuyos ataques correspondían a los de Liduvina; al verlo, 282 Santa Liduvina de Schiedam una de sus hermanas, llamada Cecilia, le preguntó a la santa cuántos días duraría esa enfermedad. –Hasta el do- mingo de Cuaresma, respondió aquella–. Y, en efecto, Walter recuperó la salud por esa época. Más tarde, pa- deció de nuevo una enfermedad, pero tan grave, que todos sus amigos le creyeron perdido, todos, excepto Li- duvina quien, tras haber asaeteado al cielo de súplicas, obtuvo su curación. Ella eliminaba mediante sus oraciones los tormentos de los demás, pero los suyos seguían aumentando. Se acercaba su fin. Al contarnos la historia de su sobrino, Gerlac nos deja entender que tuvo lugar el año mismo de su muerte; pero Tomás de Kempis dice que fue un año antes, y la remite por tanto al año 1432. Lo que es seguro es que sus momentos ya estaban contados y Dios la perfeccionó como víctima reparadora, aplastándola bajo una última avalancha de enfermedades. No había parte alguna de su cuerpo que fuera indolora y sin embargo descubrió sitios sin apenas dolores y los llenó. La golpeó con ataques de epilepsia y llegó a tener hasta tres por noche. Antes de la primera, Liduvina pre- vino a sus íntimos para que la sujetaran y la impidieran romperse el cráneo contra las paredes. –Eso está muy bien, dijeron ellos, pero sería mejor desviar esos ataques que nos anunciáis suplicando al Señor que os preserve de ellos; ya tenéis suficientes en- fermedades como para añadir esta; pero ella les reprochó que juzgaran la voluntad de Dios. 283 J. -K. HUYSMANS Muy pronto, a las furias del mal sagrado vinieron a añadirse crisis de demencia; solo que fueron muy cortas; duraron lo suficiente como para que se pudiera decir que, excepto la lepra, no se le ahorró ninguna enfermedad; también fue golpeada por una apoplejía de la que se re- puso, pero las neuralgias y los dolores de muelas ya no cesaron; una nueva úlcera la corroyó el seno; por último, después de la fiesta de la Purificación hasta Pascuas, las arenillas le produjeron unos tormentos horrorosos y tuvo tales contracciones de nervios que se le mezclaron sus miembros desplazados; se convirtió en algo extraño, informe, de donde goteaban sangre y lágrimas y del que salían gritos. Sufría el más despiadado de los martirios pero ahora abarcaba en su conjunto la tarea que le había sido enco- mendada. Jesús le proyectó una espantosa visión panorámica de su época. Europa se le aparecía convulsionada –como lo estaba ella misma– en el lecho de su suelo e intentaba taparse, con una mano temblorosa, la manta de sus océanos para ocultar su cuerpo que se descomponía, que ya no era más que un magma de carnes, un limo de humores, un barro de sangre; porque era una podredumbre infernal la que le rompía los flancos; era un frenesí de sacrilegios y de crímenes que la hacía aullar, como un animal al que ase- sinan, era la gusanera de sus vicios lo que la troceaba; eran los chancros de la simonía, los cánceres de la lujuria los que la devoraban viva; y aterrada, Liduvina miraba 284 Santa Liduvina de Schiedam su cabeza con la tiara que vacilaba, ora del lado de Avi- ñón, ora del lado de Roma. Mira, dijo Cristo y, contra un fondo de incendios, ella apercibió, conducida por unos locos coronados, la jauría de los pueblos. Se degollaban y se saqueaban sin piedad; más lejos, en regiones que parecían apacibles, observó los claustros trastornados por las intrigas de los malos monjes, el clero que traficaba con la carne de Cristo, que subastaba las mercedes del Espíritu Santo; sorprendió las herejías, los aquelarres en los bosques, las misas ne- gras. Se hubiera muerto de desesperación si, para conso- larla, Dios no la hubiera mostrado también la contrapar- tida de ese siglo, el ejército de los santos en marcha; recorrían el mundo sin detenerse, reformaban las aba- días, destruían el culto a Satán, reprimían a los pueblos y frenaban a los reyes, pasaban, a despecho de todos los obstáculos, entre torbellinos de escupitajos y abucheos; y todos, ya fuesen activos o contemplativos, sufrían, ayu- daban a pagar mediante sus oraciones y sus tormentos el precio de tantas desgracias. ¡Qué pobre se consideraba Liduvina ante la inmensi- dad de la deuda!, ¿qué eran sus enfermedades y sus aflic- ciones, frente a esa marea de basura? Apenas una gota de agua, y suplicaba al Señor que no la perdonara, que vengara sobre ella tal cúmulo de ofensas. Liduvina sabía que se acercaba el fin y temía ahora no haber cumplido su misión, haber sido demasiado feliz; se 285 J. -K. HUYSMANS juzgaba una obrera improductiva que no aportaba a la colmena de los dolores más que un ínfimo botín, una débil parte; y, sin embargo ¡cuán fatigada se encontraba esa desdichada en algunos momentos, cuando, apartada de sus éxtasis, volvía a su pobre habitación! Pero las apa- riciones la reconfortaban. Un día que estaba en pleno éxtasis, encontró a su abuelo en la puerta del Paraíso. –Queridísima hija, le dijo él, no puedo permitiros en- trar en este lugar de perdurable reposo, porque sería una calamidad para quienes necesitan vuestros servicios; aún tenéis pecados ajenos que compensar, almas del Purga- torio que liberar, pero consolaos, querida niña, no será por mucho tiempo. En otra ocasión, su ángel le señaló un rosal del ta- maño de un árbol cubierto de capullos y de flores y le explicó que solo sería liberada del castigo de la vida cuando todas las rosas se hubieran abierto. –Pero, le preguntaron Juan Walter y la viuda Catalina Simón: ¿quedan todavía muchos capullos por abrirse? –Todas las rosas están ya abiertas, excepto una o dos, dijo ella; no tardaré, pues, en dejaros. También dijo a un prior de los canónigos regulares a quien parecía haber tenido en particular estima: 286 Santa Liduvina de Schiedam –Os agradeceré, padre, que volváis a verme después de Pascuas; sin embargo, si Dios me apartara de este mundo antes de vuestra visita, encomiendo mi alma a vuestra caridad, ¿verdad? El prior dedujo de esta salvedad que la santa no can- taría el aleluya sobre la tierra por esa época, y ella misma acabó por confesar a sus íntimos que moriría durante el período Pascual, pero no les precisó ni el día ni la hora porque quería irse sola, asistida sólo por Jesús. –¿Y qué pasará con vuestra casa una vez hayáis falle- cido? –Recordad, dijo a ella a sus amigos que le pregunta- ban, recordad lo que repliqué a un buen flamenco cuando, conmovido por mi desgracia, me ofreció construirme un refugio más cómodo: mientras viva no tendré más aloja- miento que este; pero si después de mi muerte alguien quiere convertir esta triste morada en un hospital para indigentes, ruego de antemano al Señor para que sea re- compensado. Ella sabía que aquella era una palabra profética que un piadoso médico, Guillermo, el hijo de aquel valiente Godofredo de Haya, llamado Sonder-Danck, que la había cuidado en su juventud, cumplió tras su muerte. Y a uno que comprendiendo que ella esperaba morir en fecha próxima quería saber si Dios obraría milagros sobre su tumba, le dijo: 287 J. -K. HUYSMANS –No ignoro que algunas almas simples piensan que mi desaparición irá acompañada de fenómenos extraor- dinarios, se equivocan por completo; lo que vaya a ocu- rrir después de mi entierro, solo Dios lo sabe y no tengo ninguna gana de que me informen a este respecto. Solo deseo que mis amigos no exhumen mis restos antes de que hayan pasado treinta años, desde el día de mi sepelio y que mi cuerpo, que no ha tocado la tierra durante treinta y tres años, ni siquiera la roce en su ataúd; por último quisiera que mis funerales se hagan sin demora alguna. Tales fueron sus últimas voluntades; las comunicó a los íntimos que la rodeaban; al oírla hablar de esta suerte, ya no dudaron que su fin fuera inminente; aún estuvieron más convencidos cuando, habiendo reunido a todos en torno a su camastro, les dijo: –Os insto a que me perdonéis los disgustos que os haya podido causar; no me neguéis esta merced que os solicito por el amor de Dios; por mi parte, yo ruego por ello y rogaré por vosotros. Todos se echaron a llorar, protestando que lejos de haberlos ofendido, los había, al contrario, edificado gran- demente por su bondad y su paciencia. Por fin, el día de Pascua florida llegó. Liduvina salió de su reserva hacia el Esposo. Él la inundaba con tales delicias que ella se inclinó sobre su corazón y musitó: ¡Oh! ¡Estoy cansada de vivir, apartadme de aquí abajo, Señor, llevadme! 288 Santa Liduvina de Schiedam Jesús sonrió y la Virgen y los doce Apóstoles y una multitud de ángeles y de santos aparecieron detrás de Él. Jesús se puso a la derecha de Liduvina y María a su izquierda; muy cerca de Cristo, apareció una mesa sobre la que había una cruz, un cirio encendido y una jarrita; los ángeles se acercaron a la cama y destaparon a la pa- ciente. Entonces, el Salvador tomó la jarrita que contenía el óleo de los enfermos y le hizo las unciones acostum- bradas, sin proferir una palabra; los ángeles la volvieron a tapar; Jesús le colocó el cirio en la mano y le puso el crucifijo bajo los ojos y permaneció visible sólo para ella, hasta su muerte. Liduvina le dijo entonces humildemente: –Dulce Dueño, puesto que os habéis dignado a reba- jaros hasta la más miserable de vuestras siervas, puesto que no habéis hecho ascos al ungir mi desgraciado cuerpo con vuestras santísimas manos, sed indulgente hasta el final. Concededme esta última gracia de sufrir tanto como lo merezco personalmente, para que en cuanto quede exonerada de la vida esté admitida, sin tener que pasar por el Purgatorio, a contemplar vuestro adorable Rostro. Y Jesús respondió: –Tus deseos están cumplidos, hija mía; en dos días, cantarás el aleluya en el Paraíso con tus hermanas las vírgenes. 289 J. -K. HUYSMANS Cuando el sol se hubo levantado, hacia las cuatro de la mañana, la visitó su confesor Walter. Había sido rap- tado en contemplación durante la noche y había visto a Liduvina resplandeciente de alegría, entre los ángeles; La habitación estaba perfumada cuando él entró. –¡Oh!, dijo, ¡sabía que vuestro Esposo salía de aquí, pero de no haberlo sabido, lo adivinaría solo por aspirar esa flor del Edén! ¿Os ha anunciado vuestra liberación? No me ocultéis nada, si es posible. Llena de alegría, Liduvina exclamó: ¡mis sufrimientos van a duplicarse, pero acabarán pronto! Y, en efecto, las arenillas y el carbúnculo la atormen- taron sin tregua; vivió el lunes de Pascua, con espantosos tormentos; el martes, se disponía a morir y como su ha- bitación estaba llena de gente, dijo con suavidad: –Dejadme sola hoy con el pequeño, y señalaba a su sobrino Balduino, sentado junto al lecho– si sois amigos míos, haced eso por mí; no os preocupéis, si os necesitara, enviaré al niño a que os avise. Todos creyeron que quería recogerse y rogar en paz, y como no pensaban que la muerte la seguía de cerca la dejaron. Juan Walter se alejó a su vez y fue a la iglesia a recitar las vigilias de los difuntos para la superiora del convento de las hermanas terciarias que acababa de morir; apenas se hubo marchado empezó la agonía de Li- duvina; duró de las siete de la mañana a las cuatro de la tarde; los vómitos la descomponían y la lanzaban des- 290 Santa Liduvina de Schiedam trozada, al suelo; junto a unas materias verdosas devolvía hiel a raudales; a Balduino solo le daba tiempo a vaciar la cubeta fuera y volverla a traer. –¡Oh niño mío, dijo ella al pequeño que lloraba, si el bondadoso Walter viera lo que estoy sufriendo! Balduino exclamó: ¿Tía, queréis que vaya a buscarlo? Liduvina no respondía; había perdido el conocimiento. Entonces, el niño aterrado corrió a toda prisa a la iglesia que distaba poco de la choza, pues apenas daba tiempo a recitar tres veces el Miserere yendo de una a la otra. Walter acudió a toda prisa y se encontró a la santa desmayada. Esperaba que solo estuviera insensibilizada por el éxtasis; no obstante hizo llamar a todas las amigas de Liduvina que tampoco querían creer en el falleci- miento e ignorando que el Señor la había dado, como a San Antonio de Padua, la extremaunción con sus propias manos, la pidieron que les dijera mediante una señal si deseaba recibir los últimos sacramentos, pero Liduvina no se movía; entonces Walter encendió una candela que co- locó detrás de la cabeza de la santa, por miedo a que la luz le hiriera los ojos, para ver si seguía respirando y la examinó de cerca; la duda no era posible, había dejado de existir. Las mujeres se echaron a llorar, pero Catalina Simón, que reprimía las lágrimas, les instó a que calla- ran. 291 J. -K. HUYSMANS –Veamos, dijo ella, si se ha realizado lo que Liduvina me predijo muchas veces, que sus manos se unirían des- pués de su muerte. Su brazo derecho estaba consumido por el fuego de sus males y hacía ya muchos años que pendía de un hilo. Un cirujano había conseguido consolidarlo con un fár- maco de su composición, pero no a curarlo ni a que pu- diera moverlo; era pues humanamente imposible que las manos pudieran acercarse la una a la otra y tocarse. Catalina levantó la colcha y comprobó que los dedos de ambas manos estaban enlazados sobre el pecho; tam- bién descubrió, con estupor, que el tosco cinturón de crin de caballo ya no le ceñía los riñones, sino que estaba do- blado, sin que se hubieran desatados los cordones, y que, sin duda su ángel, lo había colocado a la cabecera de la cama, junto a sus hombros. –He palpado ese cinturón, cuenta Brugman, he aspi- rado el perfume que exhala y afirmo que, utilizado en se- siones de exorcismo ha demostrado tener un poder irresistible contra los demonios. –En cuanto a mí, ase- gura por su parte Miguel de Esne, lo he manejado con mis propias manos y he visto por experiencia que a los diablos les horroriza y que lo temen. La noche después de su muerte, Walter, que no con- seguía dormir, destrozado por la tristeza, vio el alma de su penitente bajo la forma de una blanca paloma cuyo pico y garganta eran de color de oro, las alas de tono pla- teado, las patas de un rojo vivo; y Brugman explica así 292 Santa Liduvina de Schiedam el simbolismo de estos matices: el oro del pecho y del pico significaba la excelencia de sus enseñanzas y de sus consejos; la plata de las alas, el esplendor de sus contem- placiones; el escarlata de los pies indicaba la marcha de sus pasos en las huellas ensangrentadas de Cristo; por último la albura del cuerpo era una alegoría de la res- plandeciente pureza de la bienaventurada. Una de las tres hermanas de Juan Walter, que habían velado el cadáver, distinguió a su vez el alma de Lidu- vina, transportada al cielo por los ángeles, y Catalina Simón la vio entrar en su habitación, acompañada por un gran número de deícolas y participar en el celestial festín de las bodas. También esa misma noche, Liduvina se apareció a unas jóvenes santas que la amaban sin conocerla, vestida de blanco, coronada de rosas por el Señor y conducida entre el canto de la secuencia Jesu corona Virginum ento- nada por los Ángeles, delante de la santa Virgen que colgó en su cuello un collar de gemas de fuego y la es- trechó tiernamente en sus brazos. Al día siguiente, con el alba, Walter fue a la casa mor- tuoria; se arrodilló ante la cama y, con el corazón desfa- llecido de tristeza, lloró; luego se levantó y dijo a sus hermanas y a Catalina Simón: quitad el velo que cubre el rostro de nuestra amiga; ellas obedecieron y gritaron al unísono. Liduvina había vuelto a ser lo que era antes de sus en- fermedades, lozana y rubia, joven y regordeta; parecía 293 J. -K. HUYSMANS una muchacha de diecisiete años que sonriera, dormida. Ninguna costura quedaba de la hendidura de la frente que la había desfigurado tanto; las úlceras, las llagas, ha- bían desparecido, excepto las tres cicatrices de las heri- das que le hicieron los picardos, que se deslizaban como tres hilos de púrpura sobre la nieve de las carnes. Ante aquel espectáculo, quedaron todos boquiabiertos y aspiraban, sin cansarse, un aroma imposible de anali- zar, tan vivificante, tan fortalecedor, que durante dos días y tres noches no precisaron dormir ni comer. Pronto se sucedieron las visitas; en cuanto se hubo confirmado la noticia de que la santa había muerto, no solo los habitantes de Schiedam, sino también los de Rot- terdam, Deflt, Leyde, Brielle, desfilaron por la mísera ha- bitación. De Kempis evalúa en varios miles el número de pere- grinos y, con Gerlac y Brugman refiere que una mujer de mala vida rozó con su rosario el cuello de la muerta, y tras su marcha se pudo comprobar que las cuentas del rosario estaban grabadas de negro, como gotas de pez, sobre la piel; un hecho similar se había producido cuando estaba en vida, añaden los biógrafos, pues si sus dedos tocaban una mano impura, al punto se cubría de máculas. Walter prohibió entonces a los visitantes que rozaran con objetos piadosos o con telas los restos de la bien- aventurada. El sacerdote tenía prisa por cumplir el deseo de Li- duvina de que se inhumara su cuerpo, pero los magistra- 294 Santa Liduvina de Schiedam dos de Schiedam se opusieron. «No osaban enterrar el cadáver, dice Miguel de Esne, sobre todo porque el conde de Holanda había dicho que iría a verlo.» Es el momento de señalar que todos los pequeños po- tentados de Holanda frecuentaron a la santa. Hemos anotado sus relaciones con Guillermo VI, con la condesa Margarita y el duque Juan de Baviera. Felipe, duque de Borgoña y conde Holanda también la conoció puesto que se disponía a asistir a sus funerales. Solo la legítima so- berana, Jacoba, está ausente de este recuento. Es cierto que vivió constantemente excluida de sus dominios por la perfidia de sus tíos, que erró, expulsada de una pro- vincia a otra, a veces prisionera, y otras asediada en pla- zas fuertes; no desconocía la existencia de Liduvina, pero admitiendo que hubiera podido visitar a la santa cuando estaba todavía libre y sus enemigos no ocupaban el terri- torio de Schiedam, tal vez no le interesaba pedir consejos ni recibir, con ocasión de sus fraudulentos matrimonios, opiniones que seguramente la disgustarían. El caso es que su nombre no fue pronunciado ni una sola vez por ninguno de los tres historiadores. Volviendo a Liduvina, cuando Walter se enteró de la negativa de los regidores de autorizar el entierro, se in- dignó y quiso prescindir de ellos, pero fue conminado, bajo pena de prisión y confiscación de sus bienes, a no cambiar el cadáver de sitio. Por tanto no tuvo más reme- dio que someterse. A la espera del sepelio y aunque Li- duvina, a pesar de su vinculación con las hermanas terciarias no formaba parte de la orden tercera de san Francisco –Brugman, que era franciscano, nos lo hubiera 295 J. -K. HUYSMANS dicho– la pusieron un traje de lana y un cinturón pare- cidos a los de esas religiosas; la cubrieron, por añadidura, con una cofia sobre la que estaban escritas con tinta los nombres de Jesús y María; luego Walter deslizó un al- mohadón de paja bajo su cabeza y, según el deseo mani- festado por ella, un saquito con lo que ella llamaba sus «rosas» que no eran otras que esa lágrimas de sangre coagulada que tantas veces había derramado. Walter se las quitaba de la cara, cuando iba por la mañana a su casa, y las metía cuidadosamente al llegar él a la suya en un cofrecillo. Su cadáver quedó expuesto durante tres días; final- mente el duque de Borgoña comunicó a los magistrados que no debían contar con su presencia y la orden de in- humación fue obtenida. El viernes por la mañana, tras un oficio solemne, ce- lebrado bajo la presidencia del padre Josse, prior de los canónigos regulares de Brielle, posiblemente aquel a quien ella había rogado que la visitara, pasadas las Pas- cuas, Liduvina fue enterrada, a mediodía en punto, en la parte meridional del cementerio contiguo a la iglesia. De acuerdo con su voluntad, y para que sus restos no tocaran la tierra, forraron el fondo y las paredes de la fosa con tabiques de madera, luego se cubrió la tumba con una mampostería en forma de bóveda y se selló todo, a una altura de unos dos codos, con una gran piedra ro- jiza en cuyo envés fueron trazadas, con cinabrio, unas cruces. Al año siguiente, el clero mandó construir sobre su sepultura una capilla de piedra que comunicaba por 296 Santa Liduvina de Schiedam una abertura con la iglesia. Liduvina tenía entonces cin- cuenta y tres años y unos días; murió el 18 de las calen- das de mayo, dicho de otro modo, el 14 de abril, día de la fiesta de los santos mártires Tiburcio y Valeriano, el año del Señor de 1433, martes de la octava de Pascuas, tras las vísperas, hacia las cuatro horas. Los milagros no tardaron en producirse; entre los que están confirmados, citaremos tres: El primero se produjo en Delft; una muchacha, que llevaba ocho años en la cama, había sido abandonada por los médicos, cuando un día Guillermo, el hijo de Sonder- Danck, que ejercía como su padre la profesión de médico, le dijo, tras haberle confesado que su mal era incurable: –¿Qué son vuestros sufrimientos, en comparación con los que padeció aquella bienaventurada Liduvina a la que trató mi padre? Dios efectúa ahora por sus méritos nu- merosos milagros en nuestras regiones. ¡Invocadla! La enferma se sintió al punto incitada a implorar a la santa que se la apareció y la curó. El segundo ocurrió en Gouda. En un convento de re- ligiosas había una monja que tenía una pierna más corta que la otra y tan contraída que no podía andar. Había pe- dido que la transportaran a Delft para ser examinada por aquel Guillermo Sonder-Danck que había curado a otra hermana, amiga suya; pero sus superioras le negaron el permiso para marcharse. Ya se desesperaba, cuando Li- duvina apareció por la noche en su celda, y la invitó a in- 297 J. -K. HUYSMANS |
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