J. K. Huysmans
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13 de la comunidad a que recitaran, cada una, cinco padrenuestros y cinco avemarías, para honrar a Dios y también por ella; tras eso la bajarían al domingo siguiente a la capilla del claustro donde recu- peraría la salud; y ocurrió como lo había anunciado; la inválida, feliz, contenta y radicalmente curada, salió de la iglesia. El tercero se llevó a cabo en Leyde, en provecho de otra monja que tenía, desde hacía ocho años, un tumor canceroso en el cuello del tamaño de una manzana. Fue autorizada a peregrinar, por mortificación, descalza y vestida simplemente con un traje de lana, sin enaguas, a la tumba de Liduvina; ella acudió pero volvió conster- nada: el tumor no había desaparecido. Se acostó, supli- cando a la santa que no la desatendiera y se durmió. Al despertar, la excrecencia se había disuelto, el cuello vol- vía a estar sano. Estos milagros, que han sido debidamente comproba- dos y minuciosamente investigados, ocurrieron en 1448, bajo el pontificado de Su Santidad el papa Nicolás V. 298 Santa Liduvina de Schiedam 13 Religiosas que viven en clausura. (N. de la T.) XV Esta fue la vida de santa Liduvina de Schiedam. Lle- nará de regocijo a los sin cristo y molestará a muchos católicos que, por tibieza de fe, por respeto humano, por ignorancia, prefieren relegar la mística a los asilos de alienados y los milagros al rincón de las supersticiones y de las leyendas. A estos últimos les podrían bastar las biografías expurgadas de los jansenistas, si en el mo- mento actual no tuvieran a toda una escuela de hagió- grafos dispuestos a satisfacer su odio hacia lo sobrenatural, fabricando historias de santos confinados en la tierra, a los que se les ha prohibido escapar, santos que ya no lo son. Uno de esos racionalistas, y no de los menores, Monseñor Duchesne, consultado hace ya algu- nos años sobre una revelación de la incomparable her- mana Emmerich que acababa de confirmar un descubrimiento cerca de Éfeso, respondió: «Ya les he dicho que es imposible introducir en un debate serio un libro como el de las visiones de Catalina Emmerich; el arqueólogo se basa en testimonios y no en alucinaciones». 299 Lo que proferido por un sacerdote está bien; ¡Pues sí que entiende de mística, este hombre! Aunque les desagrade a los oráculos de esa laya, con- viene afirmar que, por extraño que parezca, la existencia de Liduvina no se singulariza por nada anormal ni por nada nuevo. Dejando de lado los favores espirituales y las aparicio- nes de Nuestro Señor y de la Virgen y las conversaciones con los ángeles, que abundan en todas las vidas de santos, y para atenernos simplemente a los fenómenos físicos, la mayoría de los divulgados en este libro están consignados en las biografías de los innumerables elegidos que vivie- ron antes o después que Liduvina. Ya hemos observado, con ocasión de aquel don de la ubicuidad que ella poseía, que varios celícolas se dupli- caban y se trasladaban a lugares diferentes, a la misma hora. Si ahora buscamos cuántos santos y cuántos siervos o siervas de Dios vivieron, como Liduvina, sin más ali- mento que la Eucaristía, entre muchos de esos privile- giados descubrimos a la venerable María de Oignies, a santa Ángela de Foligno, santa Catalina de Siena, la bien- aventurada Isabel, la criada de Waldsée, santa Coloma de Riéti, Dominica del Paraíso, la bienaventurada María Bagnesi, Francisca de Serrone, Luisa de la Resurrección, la madre Águeda de Langeac, Catalina Emmerich, Luisa Lateau y para señalar, al azar, dos hombres: el bienaven- turado Nicolás de Flue y san Pedro de Alcántara. 300 Santa Liduvina de Schiedam Entre el elevado número de los que también vivieron sin la reparación del sueño, encontramos a santa Cristina la admirable, santa Coleta, santa Catalina de Ricci, la bienaventurada Ágata de la Cruz, san Elpidio, santa Flora o Flor, hospitalaria de la orden de san Juan, y no sigo. Las llagas convertidas en sahumerios, que no solo ac- túan sobre el olfato sino también sobre las almas a las que santifican, las encontramos igualmente en santa Hu- miliana, santa Ida de Lovaina, Dominica del Paraíso, Sa- lomoni de Venecia, la clarisa Juana María de la Cruz, Venturini de Bérgamo, el bienaventurado Dideo, y el le- proso Bartolo. El buen olor de santidad después de la muerte existió en el papa Marcelo, santa Aledegunda, san Menardo, santo Domingo, santa Catalina de Bolonia, la bienaven- turada Lucía de Narni, la bienaventurada Catalina de Racconigi, santa Clara de Rimini, santa Fina de Toscana, santa Isabel de Portugal, santa Teresa, santa Rosa de Lima, san Luís Beltrán, san José de Cupertino, santo Tomás de Villanueva, san Raimundo de Peñafort, ¡y mu- chos más! Entre los santos cuyos cuerpos, como el de Liduvina, recuperaron tras su fallecimiento, juventud y belleza, fi- guran san Francisco de Asís, san Antonio de Padua, san Lorenzo Justiniano, santa Lutgarda, también víctima re- paradora, santa Catalina de Siena, san Didacio, santa Colomba de Rieti, santa Catalina de Ricci, santa Magda- lena de Pazi, la venerable Francisca Dorotea, María Vi- llani de Nápoles, santa Rosa de Lima y podría seguir con la lista. 301 J. -K. HUYSMANS En cambio, Liduvina no formó parte del grupo de los miroblitas, es decir aquellos deícolas cuyos cadáveres destilaron esencias y bálsamos. Tales como san Nicolás de Myra, san Vilibordo, el apóstol de Holanda, san Vita- liano, santa Lutgarda, santa Walburga, santa Rosa de Vi- terbo, la bienaventurada Matías de Nazaresi, santa Eduvigis, santa Eustoquia, santa Inés de Montepulciano, santa Teresa, santa Magdalena de Pazzi, la carmelita Margarita Van Valkenissen y no anoto a todos. Para resumir ahora, en pocas palabras, la existencia de esta santa a la que nunca se ve levantada y nunca sola, se puede decir que fue tal vez la que más sufrió y la que menos estuvo en paz. Esta inválida del cuerpo pasaba consulta a los inválidos del alma; su habitación era una clínica de las enfermedades de la conciencia; recibía in- distintamente a sacerdotes y frailes, dignatarios y bur- gueses, patricias y mujerucas, personas de la más baja extracción y príncipes, y les operaba y les vendaba. Era un hospicio espiritual abierto a todo el mundo; y Dios lo quería así para que las mercedes que Él le dis- pensaba fueran conocidas por el público, para que los mi- lagros que obraba en su nombre fueran visibles. Su vocación de sanadora de los males corporales fue, si bien se piensa, menor. Fue menos pronunciada, en cualquier caso, que la de muchos otros santos; pero pre- senta la particularidad de que las enfermedades que Li- duvina quitaba casi nunca eran destruidas sino simplemente trasplantadas a ella. 302 Santa Liduvina de Schiedam Desde el punto de vista de la propia ascesis, hay que señalar que el Señor la exigió más que a los demás ele- gidos; ya había llegado a la cima de la vida unitiva y él volvía a sumirla en la noche o más bien en el crepúsculo de la vida purgativa. Esta división de las tres etapas de la ascensión mís- tica, tan diferenciada entre los teólogos, se confunde en su caso. Ya no se trata de la parada en la mitad, de la pausa iluminativa, sino de los dos extremos, de la pri- mera y de la última etapa en las que ella parece que se había mantenido, en cierto momento, al mismo tiempo. Sin embargo aunque Dios la humilló y la castigó, no la hizo descender de las alturas que había alcanzado. Él os- cureció dichas alturas y la aisló; pero cuando terminó la tormenta, ella salió indemne, sin haber perdido una pul- gada de terreno. Fue, en suma, un fruto de sufrimiento que Dios aplastó y exprimió hasta que hubo sacado el último jugo; la cáscara estaba vacía cuando ella murió; Dios iba a con- fiar a otras hijas suyas el terrible peso que ella había de- jado; Liduvina, a su vez, había sucedido a otras santas y otras santas iban a heredarla; a sus dos coadjutoras, santa Coleta y santa Francisca Romana, les quedaban todavía unos cuantos años de sufrimiento; dos de las otras estig- matizadas de su siglo, santa Rita de Casia y Petronila Hergords, estaban llegando a su fin, pero nuevas semi- llas de dolor crecían dispuestas a sucederlas. Como tesis general, todos los santos, todos los siervos de Cristo son víctimas expiatorias; fuera de su misión es- 303 J. -K. HUYSMANS pecial, que no siempre es esa, porque unos están más personalmente designados, ya sea para efectuar conver- siones, ya sea para regenerar monasterios o para predi- car a las masas, todos, no obstante, aportan un tesoro común de la Iglesia, un capital de males; todos han es- tado enamorados de la Cruz y han obtenido de Jesús la posibilidad de administrarle la prueba auténtica del amor, el sufrimiento; se podría avanzar con justicia que todos contribuyeron a perfeccionar la obra de Liduvina; pero esta tuvo herederas aún más cercanas, legatarias más directas, almas más particularmente indicadas, como lo fue ella, para servir de víctimas propiciatorias, de holocaustos; y fue a estas hermanas, a quienes el Hijo timbró con sus armas, marcó con la estampa de sus lla- gas, es sobre todo entre las estigmatizadas donde hay que buscarlas. ¿No es oportuno observar, a este respecto, que todas esas víctimas pertenecen al sexo femenino? Dios parece haberlas reservado de una manera muy especial ese papel de deudoras; los santos, por su parte, tienen un papel más expansivo, más ruidoso; recorren el mundo, crean o reforman órdenes, convierten a los idó- latras, actúan sobre todo a través de la elocuencia del púlpito, mientras que la mujer, más pasiva, y que además no está revestida del carácter sacerdotal, se retuerce en silencio en una cama. La verdad es que su alma y su tem- peramento son más amorosos, más entregados, menos egoístas que los del hombre; también es más impresio- nable, más fácil de conmover; por eso Jesús encuentra una acogida más solícita en ella, que tiene unas atencio- 304 Santa Liduvina de Schiedam nes, unas delicadezas, unos cuidados que un hombre, ex- cepto san Francisco de Asís, ignora. Añadid a esto que entre las vírgenes el amor materno se funde en la dilec- ción del Esposo que se desdobla por ellas y se convierte, cuando ellas lo desean, en el Niño; las alegrías de Belén les son más accesibles que al hombre y se concibe más fácilmente que reaccionen menos que él contra la in- fluencia divina. A despecho de su lado versátil y sujeto a las ilusiones, es entre las mujeres donde el Esposo re- cluta a sus víctimas escogidas y sin duda es eso lo que explica que sobre 321 estigmatizados conocidos en la historia, 274 sean mujeres y 47 hombres. La lista de estas reparadoras, herederas de Liduvina, existe a lo largo de una obra maravillosamente docu- mentada y absolutamente notable, en la «Estigmatiza- ción» del doctor Imbert-Gourbeyre. Solo extraemos las de las pacientes cuya vocación de enfermas expiatorias no deja lugar a dudas, aquellas cuya misión está escrita con todas las letras, y añadiremos al- gunas víctimas que, aunque no llevaron en sus cuerpos las improntas sangrientas de Cristo, fueron grandes ex- táticas y grandes enfermas y cuyas vidas presentan las más completas analogías con la de Liduvina. Entre esas mujeres que, tras la muerte de la santa ho- landesa, rescataron con sus sufrimientos el pago de los pecados de su tiempo y, siendo inocentes, sustituyeron a los culpables, nos encontramos: 305 J. -K. HUYSMANS EN EL SIGLO XV Santa Colomba de Rieti, italiana, de las terciarias do- minicas; esta no fue estigmatizada; encargada por el Señor de instar al Papa a que corrigiera sus costumbres y depurara su Corte, fue en Roma sometida a las más despiadadas investigaciones y a las peores sevicias; com- pensó también, mediante enfermedades desconocidas por los médicos, las fechorías de su época y murió manos a la obra, en 1501. La bienaventurada Hosanna, la patrona de la ciudad de Mantua, italiana, de la orden tercera de santo Do- mingo; nació seis años antes del fallecimiento de Lidu- vina y a los siete años Jesús le puso a la espalda su cruz y la predijo una vida de tormentos; su habitación fue, como la de la santa de Schiedam, un gabinete de consul- tas para las afecciones espirituales. Los príncipes, los re- ligiosos, los laicos desfilaron por ahí y ella atenuaba, también, las heridas de los vicios, perforaba los aposte- mas 14 de las faltas y las vendaba; murió, tras una exis- tencia de dolores atroces, en 1505. Santa Catalina de Génova, italiana. Estuvo casada y vivió primero una vida mundana, luego Jesús puso sobre ella su huella y su conversión tuvo lugar de un flechazo, como la de san Pablo; modelo de enfermedades extrate- rrestres, fue, según su expresión: «desgarrada de la ca- beza a los pies»; padeció, mientras vivió, el fuego del 306 Santa Liduvina de Schiedam 14 Abscesos supurados. (N. de la T.) purgatorio para salvar almas y ha dejado sobre esa es- tancia de suplicios un tratado persuasivo y elevado; co- noció igualmente las agonías de la Pasión y murió, en 1510, tras una serie de maceraciones y sufrimientos cuyos detalles espantan. Su cadáver subsiste, incorrupto, visible para todos, en Génova. EN EL SIGLO XVI La bienaventurada María Bagnesi, italiana, de la orden tercera de santo Domingo, no estigmatizada, pero cuya vida parece una copia de la de Liduvina; sufrió cuanto se puede sufrir para reparar las crímenes de los hombres; durante cuarenta y cinco años fue atormentada por dolores de cabeza, quebrantada por las fiebres, y pa- deció mutismo y sordera; ni uno solo de sus miembros estaba intacto, atestiguan los bolandistas; murió de cál- culos nefríticos, como Liduvina, en 1577. Santa Teresa, española, reformadora de los carmeli- tas, la inigualable historiadora de las luchas del alma y los combates divinos. Su historia es demasiado conocida para que sea necesario hablar aquí; señalemos solo que estuvo constantemente enferma y padeció, como la santa de los Países Bajos, por las almas del Purgatorio, por los pecadores, por los malos sacerdotes; nació para el cielo en 1582. Santa Catalina de Ricci, italiana, procedente de una ilustre familia de Florencia y perteneciente a un monas- terio de la orden tercera de Santo Domingo, de la que 307 J. -K. HUYSMANS fue abadesa; Jesús oyó su petición de padecer en su cuerpo y en su alma los castigos merecidos por la expan- sión de las herejías y el desarreglo de las costumbres; su existencia fue un infierno de dolores; la bula que la ca- noniza afirma que el Señor había esculpido los instru- mentos de la Pasión en sus carnes; murió en 1590. Arcángeles Tardera, italiana, de la orden tercera de San Francisco; estuvo enferma durante treinta y seis años y pasó los últimos veintidós años de su vida en la cama; su misión consistía en redimir las ofensas de los impíos; murió en 1599. SIGLO XVII Santa Magdalena de Pazzi, italiana, carmelita; pro- puso al Salvador llevar los pecados del mundo y Él le tomó la palabra. Vivió siempre enferma y en estado casi permanente de éxtasis; estuvo dotada del espíritu profé- tico y dictó obras espirituales que son diálogos entre el alma y Dios y, sobre todo invectivas locuaces, hurras de gozo, gritos ardientes de alegría; falleció en 1607. Prudenciana Zagnoni, italiana, hija de un sastre de Bolonia, de la orden tercera de san Francisco. Vivió, aquí abajo, aplastada por las enfermedades cuyo origen sobre- natural fue reconocido por los médicos; además, los de- monios la arrastraban por los cabellos y la golpeaban; cumplía así con infamias que ella no había cometido; nueve semanas antes de morir, los nueve coros de los án- geles la dieron de comulgar, sucesivamente; sucumbió en 1608. 308 Santa Liduvina de Schiedam La bienaventurada Pasidea de Siena, italiana, de la orden de los capuchinos; se sacrificó para desarmar al Señor, irritado por las corrupciones de su tiempo. Ade- más de sus enfermedades, que ningún remedio calmaban, se infligió espantosas penitencias que juzgaba ineficaces; se azotaba hasta sangrar con ramas de enebro y de es- pino y desinfectaba sus desgarrones con vinagre salado caliente; caminaba descalza por la nieve, o se ponía plomo en el calzado; se metía en toneladas de agua helada en invierno y en verano, se colgaba, con la cabeza hacia abajo, encima del fuego; la dieron de comulgar Jesús, su Madre, los ángeles y sus éxtasis eran tan frecuentes que el padre Venturi, su historiador, escribía «que la hacían vivir más en el Paraíso en que en la tierra». Murió en 1615. La Venerable Estefanía de los Apóstoles, española, carmelita, no estigmatizada; solicitó y obtuvo del Señor permiso para subrogar a los pecadores; aceleró las an- gustias de una salud ya endeble mediante ayunos pro- longados, cilicios, aros de hierro y cadenas. Acabó su misión purificadora en 1617. Úrsula Benincasa, italiana, fundadora de la congre- gación de las teatinas; contuvo con sus tormentos los pe- ligros que amenazaban a la Iglesia: su existencia fue espantosa; ardía en las llamas del Purgatorio para exo- nerar almas y el amor divino la encendía de tal manera que le salía una columna de humo por la boca; además de sus enfermedades propiciatorias, fue sometida, en Roma, a durísimos tratamientos y murió en 1618. 309 J. -K. HUYSMANS Ágata de la Cruz, española, de la orden tercera de santo Domingo; por afán de inmolación quedó tullida y ciega. Sus carnes, como las de Liduvina, caían podridas sobre la paja y también estaba consumida por el fuego del purgatorio; falleció en 1621. Marina Escobar, española, reformadora de la regla de Santa Brígida; estuvo cincuenta años enferma y pasó treinta encamada; exhalaba, al igual que la santa holan- desa, delicadísimos perfumes. Cuando le cambiaban las sábanas, dice su biógrafo, parecía que quitaban de su cuerpo un aromático parterre de flores; falleció en 1633. Inés de Langeac, francesa, de la orden tercera de santo Domingo; soportó todos los tormentos del purga- torio para liberar almas; vivió, inválida, arrastrándose sobre maderos, atenuando con sus achaques las fechorías del prójimo; murió en 1634. Jacoba del Espíritu Santo, francesa, dominica, enca- mada, obligada a estar siempre en su habitación; expiró, tras horribles sufrimientos reparadores, en 1634. Margarita del Santo Sacramento, francesa, carmelita; soportó torturas extraordinarias; sufrió tales dolores en el cráneo, que tras haberla pinchado en vano con clavos de hierro candente, los cirujanos la trepanaron; no ex- perimentó ningún alivio tras esas sevicias; sólo con apó- sitos de reliquias se expulsaba su mal. Expió, más en particular, las ofensas al Señor por la falta de caridad de los ricos; participó en el suplicio de diferentes mártires durante quince meses, se ofreció al Salvador como víc- 310 Santa Liduvina de Schiedam tima para liberar a Francia de la invasión de las tropas alemanas; terminó su sacrificio en 1648. Lucía González, italiana, devorada por las fiebres, sin un solo sitio de su cuerpo que estuviera sano; pagó muy en particular por las abominaciones que cometieron en 1647 los revolucionarios de Nápoles; su vida fue un libro de dolor que se cerró en 1648. Paula de Santa Teresa, italiana de la orden tercera de santo Domingo, cargaba con los pecados de los seculares y de los sacerdotes; vivió acostada y, como Liduvina, re- cibió la comunión de la mano de Cristo; con sus sufri- mientos, liberó almas del Purgatorio que la rodeaban por todas partes; falleció en 1657. María de la Santísima Trinidad, española, de la orden tercera de santo Domingo; estaba agobiada de enferme- dades y cuando no estaba tumbada sobre sábanas dobla- das, se veía reducida a arrastrarse de rodillas; su misión expiatoria concluyó en 1660. Prudenciana Zagnoni, italiana, clarisa, que no hay que confundir con su hermana, la estigmatizada del mismo apellido y mismo nombre de pila, citada más arriba. Es- tuvo enferma treinta y dos años. Como Liduvina viajaba con su ángel al Paraíso y pagaba en su camastro los des- manes del mundo; murió en 1662. María Ock, belga, terciaria carmelita; sufría penas proporcionadas a los excesos de las personas que ella sustituía en su penitencia; purgaba las penas del purga- torio y los demonios la cubrían de golpes, la tiraban por 311 J. -K. HUYSMANS las escaleras, y la hundían en los pozos. Cuando no estaba acostada, corría por los tugurios para sacar de ahí a sus moradoras; fue una de las compensadoras más fértiles y más resueltas cuya biografía, verdaderamente curiosa, vale la pena leer. Sucumbió al dolor en 1684. Juana María de la Cruz, italiana, terciaria franciscana. Constantemente enferma, torturada por dolores espan- tosos en los riñones, tuvo que soportar los tratamientos más bárbaros de los médicos que acabaron reconociendo el origen preternatural de sus males y le permitieron gemir en paz. Recibió el anillo místico, expandió de su persona inexplicables aromas, curó con su bendición a los enfermos y multiplicó los panes. Se inmoló muy es- pecialmente para combatir la herejía de los protestantes y nació para el cielo en 1673. María Angélica de la Providencia, francesa, terciaria carmelita; intercedió muy particularmente por las comu- nidades desvergonzadas y por los sacerdotes. El Señor la indicaba personalmente los pecadores cuyas ofensas él quería que neutralizara con sus enfermedades; fue una gran adoradora del santo Sacramento y una de las vícti- mas con que más se encarnizaron los demonios. La sa- cudían como a una alfombra, la tiraban contra las paredes, la pateaban en el suelo; murió en 1685. EN EL SIGLO XVIII Marcelina Pauger, francesa, hermana de la Caridad en Nevers; fue esta una reparadora de las profanaciones 312 Santa Liduvina de Schiedam al Santo Sacramento y de los robos de hostias; ella es la que decía: «Mi vida es un delicioso purgatorio donde el cuerpo sufre y donde el alma goza»; pereció en 1708. Fialetta-Rosa Fialetti, italiana, de la orden tercera de santo Domingo. Su existencia no fue más que una serie de enfermedades redentoras; se extinguió en 1717. Santa Verónica Giulani, italiana, clarisa; fue una ima- gen viva de Cristo crucificado. Mientras la devoraban las enfermedades, ella gritaba: ¡viva la cruz sola y desnuda, viva el sufrimiento! Como Liduvina, se ofrecía al Señor para pagar el suplemento de pecados que originan los es- cándalos de los días de carnaval. Tuvo la transverbera- ción del corazón, como santa Teresa, y la impresión de los instrumentos del Calvario, como santa Clara de Mon- tefalco. Murió en 1727. Santa María Francisca de las Cinco Llagas de Jesús, italiana, de la orden tercera de san Francisco; su vida fue un tejido de enfermedades; sufrió atroces dolores en las entrañas, fiebre, gangrena. Como Liduvina cargaba con las enfermedades del prójimo; fue perseguida por su fa- milia y por su confesor y los ángeles le dieron de comul- gar. Dotada de espíritu profético, anunció con mucho tiempo de anticipación la Revolución francesa y la muerte de Luis XVI, pero a la vista de los sufrimientos de la Iglesia que le fueron mostrados, su corazón estalló y suplicó al Señor que la liberara de la vida; su petición fue aceptada en 1791. 313 J. -K. HUYSMANS EN EL SIGLO XIX María Josefa Kumi, suiza, de la orden de santo Do- mingo; fue una víctima expiatoria de la Iglesia, de los pe- cadores, de las almas del Purgatorio, cuyos tormentos compartió; su cuerpo no era más que una llaga; pereció en 1817. Ana Catalina Emmerich, alemana, agustina, la mayor vidente de los tiempos modernos y además, una magní- fica artista, a pesar de ser iletrada; su historia es dema- siado conocida para que sea necesario recordarla; sus libros están en manos de todos. Comprobemos única- mente que esta estigmatizada siempre estuvo acostada y que es, entre las reparadoras, una de las que, junto María Bagnesi, se acerca más a Liduvina; es su heredera directa a través de los tiempos; murió tras una vida de dolores innominables, en 1824. Isabel Canori Mora, italiana, de la orden tercera de las trinitarias descalzas; pagó la deuda de las iniquidades de los perseguidores de la Iglesia y murió en 1825. Ana María Taigi, italiana, de la orden tercera de las trinitarias descalzas; fue atormentada por una serie de torturas; las cefalalgias, las fiebres, la gota, el asma no la dejaron un instante de descanso; sus ojos, como los de Liduvina, sangraban cuando le alcanzaba el menor res- plandor; se sacrificó muy especialmente por los verdugos de la Iglesia; su holocausto cesó en 1837. Hermana Bernardo de la Cruz, francesa, de la con- gregación de María Teresa, en Lyon; aceptaba tentacio- 314 Santa Liduvina de Schiedam nes de las personas demasiado débiles para soportarlas y sufría muerte y pasión por ellas; murió en 1847. María Rosa Andriani, italiana, de la orden tercera de san Francisco; desde los cinco años fue una mártir por delegación y el Señor agravaba sus tormentos no conso- lándola; se arrancaba del pecho los huesos calientes y du- rante veinticinco años sólo se alimentó con la Eucaristía; pereció en 1848. María Dominica Lazzari, una de las estigmatizadas del Tirol; mediadora de los impíos, su existencia fue una continua agonía; rota por las convulsiones, tos per- tinaz, dolores en el bajo vientre, sólo se alimentó du- rante catorce años con las Santas Especies; murió en 1848. María de San Pedro de la Sagrada Familia, francesa, carmelita, no estigmatizada. Se interpuso entre Dios y Francia que estaba a punto de ser castigada; ganó la causa pero padeció el martirio. Ella misma resumía su vida en la siguiente frase: «Vine a este mundo para la re- paración, y por ella muero». Sucumbió, manos a la obra en 1848. María Inés Steiner, alemana, clarisa en un monasterio de Umbría; experimentó por el bien de la Iglesia las más crueles enfermedades; como Liduvina, exhalaba aromas celestiales; pereció en 1862. María del Burgo, en religión Madre María de Jesús, francesa, fundadora de la congregación de las hermanas 315 J. -K. HUYSMANS del Salvador y de la Santa Virgen; fue, al igual que la santa holandesa, una bulímica de las enfermedades; su- frió terriblemente por los impíos, por los posesos y por las almas en espera. «Está totalmente ocupada en poblar el Cielo y vaciar el Purgatorio», decía una de sus hijas. Fue atacada con furia por los demonios y murió en 1862. María de Moerl, la estigmatizada más conocida del Tirol, terciaria del orden de san Francisco, expió sobre todo por la Iglesia; estaba dotada del espíritu profético y leía en las almas; el padre Curicque, uno de sus histo- riadores, narra este hecho que podría figurar en la vida de Liduvina: un religioso, del que no sabía ni el nombre, vino acompañado de varias personas para encomendarse a sus oraciones; ella aceptó invocar al Señor en su inten- ción, pero juzgó necesario señalarle un defecto que sólo él podía conocer y del que tenía que desprenderse a cual- quier precio. Como no lo quería humillar delante de ter- ceros, tomó, bajo su cabecera, el salterio, lo abrió y le señaló con el dedo un pasaje que contemplaba especial- mente ese defecto; luego, sonrío dulcemente y volvió a caer en el éxtasis que esa visita había interrumpido; murió en 1868. Bárbara de Santo Domingo, española, dominica; asu- mió los pecados del prójimo, fue presa de los ataques del Maldito y murió, víctima de la sustitución mística: ofre- ció su vida a Cristo por la curación de otra religiosa cuyo estado era desesperado; esta recuperó al punto la salud y ella se acostó para no levantarse más; apenas tenía treinta años cuando la enterraron, en 1872. 316 Santa Liduvina de Schiedam Luisa Lateau, belga. Su caso es célebre; vivió siempre acostada, redimiendo con sus dolores las fechorías de otros; durante doce años solo se alimentó con la comu- nión. Se han escritos bastantes libros sobre esta santa como para que sea necesario hablar de ella aquí; murió en 1883. María Catalina Putigny; francesa, de la orden de la Visitación; se ofreció como víctima reparadora al Señor; sufrió las más lacerantes torturas por las almas del Pur- gatorio; al igual que Liduvina y que la hermana Emme- rich, veía los cuadros de la Pasión; pereció en su monasterio de Metz, en 1885. La causa de beatificación de la mayoría de estas mu- jeres está en Roma; sin prejuzgar en nada el juicio que se forme sobre cada una de ellas, es de esperar que se re- conozca el origen celeste de sus vocaciones y de sus males. Se observará que entre las herederas de Liduvina solo hay una que proceda también del territorio de los Países Bajos. Hay italianas, españolas, francesas, belgas, tirole- sas, alemanas, una suiza y ni una holandesa; y sin em- bargo el Dr. Imbert-Gourbeyre cita una, pero sin datos suficientemente precisos como para que podamos afir- mar que fue una víctima expiatoria; es una tal Dorotea Visser, nacida en 1820 en Gendringen, que tendría es- tampados los estigmas de la Pasión hacia 1843; sería muy deseable que algún monje o sacerdote holandés si- guiera esta pista y nos mostrara, si ha lugar, que la su- cesión de Liduvina ha sido recogida en su propio país. 317 J. -K. HUYSMANS También se observará en este reparto la gran parte de donadoras que pertenecen al siglo XIX. Esas listas, es útil decirlo, son muy incompletas; sin embargo bastan para demostrar que la herencia de Lidu- vina ha tenido continuidad y los designios de Dios no han variado; su procedimiento de recurrir a la caridad de cier- tas almas para satisfacer a las necesidades de su Justicia permanece inmutable; la ley de la sustitución sigue en vigor; desde la época de santa Liduvina nada ha cambiado. Hay que añadir que en la actualidad las necesidades de la Iglesia son inmensas; un viento de desgracia sopla en las inhóspitas regiones de los creyentes. En los países que son, muy especialmente, los feudos espirituales de la Santa Sede hay una especie de derrumbe de los deberes, de decadencia de energía. Austria está roída hasta la médula por la gusanera judía 15 ; Italia se ha convertido en un reducto masónico, una sentina demoníaca en el sentido estricto de la palabra; por su parte España y Portugal, también están despedazadas por los colmillos de las Logias; sólo la pequeña Bélgica pa- rece menos averiada, su fe menos rancia, su alma más sana; en cuanto a la nación preferida de Cristo, Francia, ha sido atacada, y estrangulada a medias, derribada a patadas, re- volcada en el fango de las fosas por una chusma pagada de descreídos. Para esta infame tarea la francmasonería ha qui- tado el bozal a la ávida jauría de israelitas y protestantes. 318 Santa Liduvina de Schiedam 15 Sobre el antisemitismo de Huysmans véase Seillan, Jean-Marie. Huysmans, un an- tisémite fin-de-siècle. In: Romantisme, 1997, nº95. Romans, pp. 113-126. (N. de la T.) Ante esta confusión, tal vez se habría debido recurrir a las medidas ya abolidas de antaño, utilizar algunas ca- misas debidamente bañadas en azufre y unos buenos leños secos, ¡pero el alma apocada de los católicos habría sido incapaz de soplar sobre ese fuego para que pren- diera! Pero estos son expedientes sanitarios en desuso, prácticas que algunos calificarían de indiscretas y que, en todo caso, no son acordes con las relajadas costum- bres de nuestra época. Dado que la Iglesia yace indefensa, podría uno inquie- tarse por el futuro si no se supiera que, cada vez que se la persigue, rejuvenece; las lágrimas de sus mártires son agua de la fuente de Juventud para ella. Cuando se re- prime el catolicismo en un país, se infiltra en otro y vuelve a su punto de partida después; es la historia de las congregaciones, que cuando las expulsan de Francia re- gresan tras haber fundado en el extranjero nuevos claus- tros. A pesar de todos los obstáculos, el catolicismo, que a veces parece estancado, fluye; se insinúa en Inglaterra, en América, en los Países Bajos, gana poco a poco terreno en las regiones heréticas y se impone. Aunque la ataran y sangraran por las cuatro venas, volvería a revivir, porque la Iglesia contiene promesas formales y no puede perecer. Ha conocido, además, tiem- pos peores y debe, al tiempo que sufre, esperar con pa- ciencia. 319 J. -K. HUYSMANS No es menos cierto que desde el punto de vista de las ofensas divinas, de los sacrilegios y de las blasfemias, la situación de Francia es lamentable. Este comienzo de siglo, sobre todo en este país, presenta esta singularidad, que está imbuido, saturado como una esponja de Sata- nismo, y no parece darse cuenta. Engañados por las palinodias de un fétido renegado, los católicos ni siquiera sospechan que ese desgraciado mintió más el día en que declaró haberse burlado de ellos que cuando, durante años, les cubría de documentos, que en su mayoría eran exactos, con una mezcla de trolas in- verosímiles. En todo caso, hay un hecho innegable, absoluto, seguro, y es que, a despecho de las denegaciones interesadas, el culto luciferino existe; gobierna la francmasonería y ma- neja, silencioso, los hilos de los siniestros faranduleros que nos rigen; y lo que a ellos les sirve de alma está tan po- drido que ni siquiera se imaginan que cuando dirigen el combate contra Cristo y su Iglesia, solo son los infames criados de un dueño en cuya existencia no creen. El De- monio, tan hábil para hacer que lo nieguen, los conduce. El siglo XX principia, pues, igual a como terminó el anterior en Francia, por una erupción infernal; la lucha entre Lucifer y Dios está abierta. Para contrarrestar el peso de tales desafíos hay que es- perar que las víctimas expiatorias abunden y que en los claustros y en el mundo, muchos monjes, sacerdotes y lai- cos acepten seguir la obra redentora de los holocaustos. 320 Santa Liduvina de Schiedam En las órdenes cuya finalidad es la mortificación y la penitencia, como las calvarianas, benedictinas, las trapen- ses, clarisas, carmelitas, por nombrar solo cuatro, hay mujeres postradas en sus lechos, cuyas enfermedades des- conciertan los diagnósticos de los médicos, que sufren para neutralizar las abominaciones demoníacas de nues- tra época; pero puede uno preguntarse si esos conventos de inmoladas son lo bastante numerosos, porque cuando se conocen ciertos detalles de clamorosas catástrofes, como la del bazar de la Caridad 16 , por ejemplo, es muy di- fícil creer solamente en las causas materiales enumeradas en los informes de los magistrados y los bomberos. Aquel día, fueron las mujeres realmente piadosas las que se quemaron vivas, mujeres que no fueron para ex- hibir sus ropas, sino para ayudar a aliviar infortunios y a hacer el bien, mujeres que, todas o casi todas, habían ido a misa aquella mañana y comulgado. Las otras se salva- ron. Parece, pues, que hubiera habido una voluntad del Cielo de escoger, en esa mezcolanza, a las mejores, a las visitantes más santas para obligarlas a expiar, entre las llamas, la plenitud sin arrepentimientos de nuestros pecados. Finalmente uno se llega a plantear esta pregunta: ¿se habría podido evitar este desastre si hubiera habido más 321 J. -K. HUYSMANS 16 El 4 de mayo de 1897 se originó un incendio por la combustión de los vapores del éter utilizado para alimentar la lámpara del proyector del cinematógrafo, reciente- mente inventado. La catástrofe costó la vida a más de ciento veinte personas, la ma- yoría mujeres de la alta sociedad parisina. Entre las víctimas estaba la hermana de la emperatriz Sissi. (N. de la T.) monasterios de estricta observancia, más almas dispues- tas a padecer sacrificios voluntarios y a prestarse a sufrir el indispensable castigo de los impíos? Evidentemente no se puede responder de manera ta- jante a esta pregunta; pero sí se puede afirmar que nunca se ha necesitado tanto a Liduvina como en el momento actual; ¡solo ellas pueden aplacar la cólera cierta del Juez y servirnos de pararrayos y de refugio contra los cata- clismos que se preparan! No se me oculta que al hablar así, en un siglo en el que todos persiguen un solo fin: robar a su prójimo y dis- frutar en paz en el adulterio o el divorcio de sus culpas, tengo pocas posibilidades de ser comprendido. También sé muy bien que ante ese catolicismo cuya base es la falta de costumbre de uno mismo y del sufrimiento, los fieles adictos a las devociones fáciles y atontados por la lectura de piadosas quimeras, gritarán; será para ellos la ocasión de repetirse, una vez más, la complaciente teoría de que «Dios no pide tanto, que es muy bueno». Sí, ya lo sé, pero la desgracia es que sí pide tanto y que a pesar de eso es infinitamente bueno. Pero hay que volver a repetirlo una vez más, Él, incluso aquí abajo, compensa sus aflicciones y sus males mediante alegrías interiores a quienes le ruegan; y en los seres privilegia- dos a los que atormenta, la abundancia de alegrías supera el exceso de los castigos; todos tienen en sus cuerpos ma- chacados almas que resplandecen, todos exclaman como Liduvina que no desean ser curados, que no cambiarían el consuelo que reciben por toda las alegrías del mundo. 322 Santa Liduvina de Schiedam Además, las ovejas a quienes asusta la existencia ex- cepcional de estas protectoras se equivocan al alarmarse; apiadándose de su ignorancia y su debilidad, Dios les ahorrará más sin duda de lo que ahorró a su propio Hijo; Él no busca entre aquellos a quienes no ha dotado de almas muy robustas el peso destinado a restablecer el equilibrio de la balanza en el que el platillo de las faltas llega tan abajo… Así como nadie es tentado por encima de sus fuerzas, asimismo nadie es cargado con dolores que no pueda tolerar de una manera u otra. Él los adapta a los medios de resistencia de cada cual; solo los que su- fren moderadamente se equivocarán al alegrarse dema- siado, porque esa abstinencia de tormentos no es ni un signo de validez espiritual ni de amorosa preferencia. Pero este libro no ha sido escrito para ellos. Es difícil que las personas que gozan de buena salud lo compren- dan bien; lo entenderán mejor, más adelante, cuando les lleguen los días malos; este libro va dirigido a los pobres seres afectados por enfermedades incurables y acostadas, para siempre, en una cama. Estos son, en su mayor parte, víctimas escogidas; ¿pero cuántos de entre ellos saben que realizan la obra admirable de la reparación, tanto para sí mismos como para los demás? Sin embargo, para que esta obra sea realmente satisfactoria, conviene acep- tarla con resignación y presentarla humildemente al Señor. No se trata de decirse: yo no sabría actuar con buena voluntad, no soy un santo, como Liduvina, porque tampoco ella penetró en los designios de la Providencia cuando se adentró en las dolorosas sendas de la mística; ella también se lamentaba, como su padre Job y maldecía su destino; también se preguntaba qué pecados había po- 323 J. -K. HUYSMANS dido cometer para ser tratada de esa manera y no se sen- tía nada proclive a ofrecer de buen grado sus tormentos a Dios; estuvo a punto de hundirse en la desesperación; no fue santa desde el principio; y sin embargo, después de tantos esfuerzos para meditar la Pasión del Salvador, cuyas torturas le interesaban mucho menos que las suyas, llegó a amarlas y la elevaron en un huracán de de- licias hasta las cumbres de la vida perfecta. La verdad es que Jesús empieza por hacer sufrir y se explica después. Lo importante es someterse primero, y reclamar después. Es el mayor Mendigo que hayan podido jamás soportar cielo y tierra, el Mendigo terrible del Amor, las llagas de sus manos son bolsas siempre vacías y las tiende para que cada cual las llene con la calderilla de sus sufrimien- tos y de sus lágrimas. Por tanto solo queda darle limosna. El consuelo, la paz del alma, el medio de utilizarse uno mismo y de transmutar a la larga los tormentos en alegrías, solo se pueden obtener a ese precio. La recepción de esta divina alquimia que es el Dolor, es la abnegación y el sacrificio. Tras el período de incubación necesario, se lleva a cabo la gran obra; sale del brasero, de la redoma del alma, el oro, es decir el Amor que consume los desfallecimientos y las lágrimas; esa es la verdadera piedra filosofal. Para volver a Liduvina, tenemos que narrar, en pocas líneas, la suerte que le cupo a sus reliquias. Como se ha dicho más arriba, los rectores de la iglesia de San Juan Bautista de Schiedam edificaron en 1434 una capillita sobre su tumba y Molanus añade el detalle de 324 Santa Liduvina de Schiedam que dicha capilla fue adornada con cuadros que dibujaban diferentes episodios de su vida. Las reliquias fueron ahí veneradas, hasta el momento en que los protestantes se adueñaron de esa Holanda a la que ya no abandonaron. Se apoderaron en Schiedam de los restos de Liduvina y los católicos tuvieron que re- cuperarlos. En 1615 el cuerpo fue exhumado por orden del prín- cipe Alberto, archiduque de Austria y soberano de los Países Bajos, y de su mujer Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, rey de España y nieta de Enrique II, rey de Francia. Esta princesa, a la que apasionaba la memoria de Li- duvina, mandó transferir sus huesos, encerrados en un cofre de planta, al oratorio de su palacio, en Bruselas. Un año después, en 1616, una parte de esos restos fue remitida, en un cofre de ébano y plata, a las damas canó- nigas de Mons y confiada a su custodia, en el santuario de Santa Valdetrudis. Este proceso se produjo con gran pompa; una proce- sión solemne con seiscientos cirios, a la que se incorpo- raron los regidores de la ciudad, las órdenes religiosas, los sacerdotes, el pueblo, se reunió en la iglesia de Santa Isabel y acompañó las reliquias portadas por el abate de San Dionisio hasta la catedral de Santa Valdetrudis. Una segunda parte de la osamenta fue concedida por la princesa, en 1626, al convento de las carmelitas que 325 J. -K. HUYSMANS ella había fundado, en 1607, en Bruselas; por último, una tercera parte recayó, en 1650, tras la muerte de Isabel, a la iglesia de Santa Gudila, en la misma ciudad. Una nota de los bolandistas consigna que un frag- mento del cuerpo y uno de los cuadros de la iglesia de Schiedam fueron entregados al superior de los premons- trenses de Amberes cuando los heréticos iban a apode- rarse de esos bienes. Se depositaron en la capilla de los Santos Apóstoles donde permanecieron durante muchos años; luego el cuadro se deterioró y lo tiraron a la basura, en cuanto a las reliquias, desaparecieron sin que nunca se haya sabido cómo. En la actualidad, según los datos que hemos podido recoger, no hay ningún rastro en Santa Valdetrudis ni en Santa Gudila de los restos de Liduvina; habrían sido dispersados durante la Revolución; solo el carmelo de Bruselas conserva su precioso depósito, pero en 1871 abandonó una parte para permitir a la ciudad de Schie- dam que poseyera al menos algunos vestigios de su santa. La porción más considerable de ese presente, los huesos enteros de los brazos, están ahora en la iglesia parroquial de la Visitación, en Schiedam. Por último, los jansenistas de esta ciudad posee- rían también algunos restos pero los ocultan y, cuando les preguntan, dejan de repente de entender francés. Tal vez sus antepasados se apoderaron de algún reli- cario en el que, descifrando el nombre o las armas gra- 326 Santa Liduvina de Schiedam badas en el metal, se podría reconocer su origen, y no les interesa explicar su procedencia. Para hablar de los honores rendidos por la Iglesia a Liduvina, añadamos que el arzobispo de Malinas, metro- politano de Bélgica, Monseñor Matías Hovius, autorizó el culto de la bienaventurada en Flandes mediante una carta pastoral del 14 de enero de 1616. Pasaron los años, Liduvina, cuyo culto era anterior a los decretos del papa Urbano VIII, estaba incluida entre las beatificadas, pero le faltaba adquirir el título definitivo de santa. Fue a finales del siglo pasado, cuando un sacerdote de Holanda se entregó a esa causa; la parroquia de la Visi- tación de Nuestra Señora acababa de instaurarse en Schiedam; su primer cura fue el padre Van Leeuven; ad- miraba y veneraba a Liduvina. Se puso en campaña y convenció al arzobispo de Malinas, al obispo de Harlem y a otros prelados de los Países Bajos, y a la priora del Carmelo de Bruselas, a que introdujeran instancias en Roma para obtener la canonización de la bienaventurada. Estas instancias fueron acogidas y un decreto de 14 de marzo de 1890 elevó a Liduvina al rango de las santas; pero el verdadero promotor de esta causa, el padre Van Leeuven, no tuvo la alegría de asistir al triunfo de sus esfuerzos, porque murió antes de la promulgación de dicho decreto. 327 J. -K. HUYSMANS XVI En el tren que nos llevaba a mis amigos y a mí a Schiedam, yo pensaba en un incunable que consulté en la biblioteca de La Haya, La vida de Liduvina, por Juan Brugman, editado en Schiedam a expensas de los dueños de la fábrica 17 de la iglesia de San Juan Bautista, en 1498, es decir, sesenta y cinco años después de la muerte de la santa. Este volumen, delgado como un folleto, encierra cu- riosos grabados en madera, dos entre otros, uno que re- presenta a Liduvina de pie, vestida como una gran señora del siglo XV, con un largo crucifijo en la mano derecha y en la izquierda una rama de aquel rosal cuyos capullos a punto de abrirse significaban los días que to- davía debía vivir aquí abajo, y mira, sentado en una silla de madera frente a ella, al bondadoso hermano menor Brugman escribiendo su libro; pero él está tan concen- trado y tan ocupado que solo mira su manuscrito y ni si- 329 17 Ver nota 5. quiera ve a la santa; el otro grabado muestra a Liduvina, de más edad de la que podía tener en aquel momento, ten- dida sobre el costado y recogida por dos mujeres mientras que una tercera está inmóvil, estupefacta, y un hombre di- buja en el espejo, detrás de ella, piernas en círculos; para completar el cuadro, otros patinadores se cogen de la mano, por un lado, y por el otro, aparece un infantil torreón di- bujado con unos pocos trazos. Esas xilografías, que desde el punto de vista de la his- toria del grabado en los Países Bajos han sido estudiadas profundamente por el Sr. Jules Renouvier, yo las apre- ciaba por su ingenuidad, pero eran demasiado escuetas para sugerir el aspecto de los lugares en los que vivió la santa. ¿Existía al menos en Schiedam su recuerdo, tan ab- solutamente olvidado en todo el mundo y casi descono- cido en todas las ciudades calvinistas de Holanda? ¿Descubriría yo alguna huella de Liduvina en aquel burgo donde nació y murió? ¿Algún resto de los barrios de su siglo, el emplazamiento de su casa, documentos di- ferentes a los que habían recogido, sin orden ni concierto, sus primeros biógrafos? Iba yo dando vueltas a estos pensamientos mientras ojeaba una guía Baedeker que despachaba Schiedam en algunas líneas carentes de entusiasmo y ni siquiera ci- taba, por supuesto, el nombre de la santa. Para ser sincero, me encontré con una Holanda tan diferente a la que había recorrido en mi infancia y poste- 330 Santa Liduvina de Schiedam riormente, una Holanda reconstruida, con unas ciudades ampliadas llenas de avenidas y de nuevas construcciones, que no auguraba nada bueno de este viaje. ¿Me pasaría lo mismo con Schiedam, que nunca había visitado hasta entonces? Era probable. ¡La de idas y venidas que tuvimos que hacer para asis- tir a una misa, en esas aglomeraciones protestantes! ¿Tendríamos también que reanudar nuestras búsquedas en pos de un santuario de nuestro culto en la patria de Liduvina? Eso podría parecer plausible; y sin embargo, mis amigos y yo, recuperamos un poco de confianza; sa- bíamos que en los alrededores existía un peregrinaje muy frecuentado, el de los mártires de Gorcum, dieci- nueve fieles entre los que había once capuchinos, dos premonstrenses, un dominico, un agustino y cuatro sa- cerdotes seculares que fueron ahorcados, tras atroces tormentos, en 1572 por los reformistas en Gorcum, be- atificados en 1675 y canonizados en 1867. Su recuerdo estaba tan vivo en la región, que seguían viniendo peregrinos para venerar sus reliquias. Una co- rriente católica subsistía, pues, en aquel país; ahora bien, Gorcum estaba situado a poca distancia de Schiedam; había por tanto una posibilidad de que, a la ida o a la vuelta, tam- bién viéramos venerar los restos de la santa y entonces ten- dría que haber ciertamente al menos una capilla. La respuesta a nuestras preguntas no se hizo esperar; apenas llegados Schiedam, por la noche, vimos una igle- sia grande. Entramos sin pensarlo; estaba tan oscura que no se distinguía nada a dos pasos; pero, de pronto, mien- 331 J. -K. HUYSMANS tras avanzábamos a tientas, preguntándonos si no está- bamos en templo herético, la luz de una estrella brilló al fondo de la nave; la estrella revoloteó, luego se fijó en seis lugares diferentes, en el aire; y en la luz que resplan- decía por encima del altar, los seis cirios, una estatua co- loreada surgió de las tinieblas, una estatua de mujer, coronada de rosas a cuyo lado había un ángel; no cabía duda; como para tranquilizarnos, Liduvina se mostró en cuanto llegamos y mientras la examinábamos, la iglesia entera se encendió y una multitud silenciosa la llenó; hombres, mujeres, niños, entraban por todas las puertas y se apretujaban en las hileras de bancos; el altar se cubrió de luces y mientras los sacerdotes izaban el San- tísimo, unas majestuosas tempestades de alabanzas sa- lieron de los grandes órganos y el «Tantum ergo», entonado en canto llano por centenares de voces, subió entre andanadas de incienso, a lo largo de las columnas, bajo las bóvedas; luego, tras la bendición, fue el «Lau- date» cantado igualmente por los asistentes y en la igle- sia que se apagaba, fervorosas siluetas arrodillas, con las manos unidas, en la sombra. ¡La bendición del Santísimo! Estamos tan acostum- brados en Francia que ya no nos despierta sensaciones particulares; acudimos felices de ofrecer una prueba de afectuosa deferencia hacia Aquel cuya humildad fue tal que quiso nacer en la raza más vil del mundo, la raza judía 18 , y que para curar las enfermedades del alma de los suyos, consintió a rebajarse al papel de remedio espi- ritual y a darse bajo el aspecto sin gloria de un trozo de 332 Santa Liduvina de Schiedam 18 Ver nota 15. pan. Pero en el extranjero, cuando se vive durante sema- nas sin iglesias en las que poder entrar a cualquier hora, entre personas cuyo idioma no comprendemos, la impre- sión de alegría, de paz, que experimentamos al oír la len- gua latina de la Iglesia y a encontrarnos de pronto en su ambiente de oraciones, es realmente exquisita. Parece que uno fuera un niño perdido que reconoce a los suyos, un sordo que recupera el sentido del oído; se tienen ganas de apretar la mano de esos valientes fieles que te rodean y que, en un idioma diferente, aman y creen como tú; se da uno cuenta fácilmente de esa ver- dadera fraternidad que debió unir a los primeros cristia- nos, dispersos entre la multitud de los idólatras. Lo que era asombroso, hay que decirlo también, en aquel santuario desconocido, era el número de hombres que rezaban; era ese fervor ardiente de aquellos católicos lo que uno veía tan esencialmente, tan llanamente piadoso. Una vez en el hotel, donde las excelentes personas que nos acogen también son ortodoxos, nos enteramos de que Schiedam posee tres iglesias y que santa Liduvina es la patrona y dueña absoluta de la ciudad. En aquel comedor de Hoogstraat, donde estamos tan a gusto, en nuestra casa, en un rincón tibio y conforta- ble, me vienen oleadas de recuerdos de familia y de in- fancia, suscitados por el perfume de la estancia, por ese perfume tan particular de los interiores de ese país que está compuesto de pan de especias y té, jengibre y ca- nela, salazones y ahumados, una exhalación rubia, ti- rando a pelirroja, una emanación a un tiempo dulce y 333 J. -K. HUYSMANS acre, muy fina, que me rememora tantos acogedores co- medores, a la hora de unas frugales comidas y que per- siste, sin desvanecerse del todo, incluso cuando se ha terminado la cena. Toda la pequeña y deliciosa Holanda se levanta aquí para acogernos y desearnos, junto a Liduvina, cuyos ce- lestes efluvios nos recuerda, la más amable de las bien- venidas, con ese dialecto aromático, con ese saludo de fragancias. Al día siguiente vamos a visitar las iglesias y nuestra sorpresa de la víspera aumenta; no es domingo y hay mu- chas personas en misa, comulgando antes o después del sacrificio, como acostumbran aquí. De estas tres iglesias siempre llenas, dos pertenecen a los dominicos que en un país protestante no pueden llevar las vestiduras de su orden; una de esas iglesias, co- locada bajo la advocación de san Juan Bautista, es en la que nos metimos ayer por casualidad. Con la luz del día, disminuiría su encanto si la vida de oraciones que la anima no compensara el poco atractivo de la trivial feal- dad de su nave. Sostenida por pilares, con capiteles tos- canos, es de un estilo triste, inclasificable y la imagen de la santa, entrevista en un descanso de la sombra, es una vulgar escayola pintada. La otra iglesia, llamada del Rosario, está construida, mitad en ladrillo, mitad en piedra, y está iluminada por vidrieras verdes; simula con bastante torpeza el estilo gótico pero a pesar de todo es más alegre que la otra y 334 Santa Liduvina de Schiedam más sugestiva; la capilla dedicada a santa Liduvina está adornada con vidrieras en las que figuran diferentes epi- sodios de su vida, y con una estatua comprada en el co- mercio que no tiene nada que ver, ni de cerca ni de lejos, con una obra de arte. La mejor iglesia es, con mucho, la tercera, la iglesia parroquial, oficiada por un cura y algunos vicarios y bau- tizada con el nombre de la Visitación de Nuestra Señora; moderna, como las otras dos, también imita el estilo oji- val; carece de elegancia y está desnuda, pero mantiene una incomparable capilla, completamente impregnada de santa Liduvina, cuyas reliquias conserva, cedidas por las carmelitas de Bruselas. La descripción de esta capilla, que es casi un minúsculo oratorio, sería nula; su encanto reside en su atmósfera sa- turada de recuerdos y de gracias y no en su envoltura, que con sus vigas y sus paneles de madera blanca parece provisional y está, en cualquier caso, inacabada; se diría que hubiera faltado terreno y hubieran tomado prestado un patio pequeño para construirla; solo la intimidad de este santuario, al que no dañan esas santurronerías que estropean a las otras iglesias, es deliciosa. En el fondo se yergue un altar muy sencillo, de forma gótica, adornado con una cruz y pasionarias y presidido por una estatua de la santa de pie, a la que el ángel en- trega unas rosas, una estatua inspirada en la estatuaria de los Primitivos, la única realmente conveniente que hayamos encontrado hasta ahora en este país; y, en la de- lantera del altar, encastrado en la madera, un bajorre- 335 J. -K. HUYSMANS lieve de mármol representa a la santa, pero esta vez acos- tada, y el ángel también le entrega la simbólica rama. A pesar de su concepto clásico y de su ordenación un poco previsible, ese bajorrelieve, obra del señor Stracke, escultor de Harlem, es interesante y mientras lo examino de cerca, me digo: ¿Dónde he contemplado esta figura tocada con una cofia, envuelta en vendas, mirando un crucifijo, clavado en sus dos manos? Y la heredera de Li- duvina, la hermana Emmerich, surge de pronto ante mí, en su lecho, tal como la dibujó Clement Brentano y como la grabó Edouard Steinle; y confieso que encuentro re- almente ingeniosa la idea del artista que, no pudiendo consultar ningún retrato auténtico de la santa holandesa, se inspiró para mostrárnosla en la actitud, en los rasgos pintados directamente de la perfecta imagen de su her- mana en Dios. Unos cuadros del pintor Juan Dunselman tendrían que completar esta capilla; cinco ya están colgados y fal- tan tres por entregar. Entre esos lienzos que cuentan los principales acontecimientos de la biografía de Liduvina, uno nos relata la caída en el hielo, en una lengua que re- cuerda un poco a la de Leys; y ese panel, con la casita de la santa, de madera y ladrillo, la puerta con herrajes, las ventanas emplomadas, los grupos de muchachas que ro- dean a la niña caída en la nieve, los hombres que tienen frío y pasean, distraídos, sin creer en la gravedad del ac- cidente, mientras que, a la derecha, un viejo barrendero se sale del cuadro, a los gritos de una chiquilla, enloque- cida por el miedo, está agenciado con pericia y pintado con acierto; es una obra regular y pensada. Sin embargo, 336 Santa Liduvina de Schiedam no puedo convencerme de que la pequeña Liduvina tu- viera esa nariz alargada, esos ojos saltones y esa boca vulgar. Lógicamente debió aparecer, en aquellas obras, horrible, porque ya estaba flaca y delgada cuando se rompió una costilla; pero dado que el artista no ha te- nido en cuenta, con razón, la verdad histórica en esta obra –porque habría hecho falta genio para plasmar el esplendor del alma en su ataúd de carnes– hubiera pre- ferido que imaginara a una Liduvina más luminosa y más fina. Ella fue bonita, hermosa de cuerpo, con una talla ele- gante y su voz era suave y sonora; es lo que nos cuentan en sus monografías; es poco, pero en fin, se las arreglan para hacerla más amable, sobre todo más distinguida de lo que la concibió el pintor. Personalmente creo que la vi un domingo entre las huérfanas que las hermanas dominicas llevaban a misa, a esa misma iglesia; estaba arrodillada, mirando al altar, desgranando su rosario; tenía unos grandes ojos de un azul cercano al verde y, bajo el gorro negro, se escapaban unos cabellos admirables, esos cabellos de color ceniza cerca de las raíces que se van dorando a medida que se alejan de ellas; se hubiera dicho una madeja de seda ilu- minada por un rayo de sol invernal; y la postura de esa niña, de tez blanca, apenas teñidas de rosa las mejillas, labios de flor que se abre cuando empieza a arrugarla el hielo, era tan modesta, tan piadosa, tan realmente confi- nada en Dios, que no podía persuadirme que Liduvina hubiera sido diferente. 337 J. -K. HUYSMANS Como ya he dicho, no existe ninguna imagen verídica de la santa; de los veinte cuadros que Molanus consigna como habiendo adornado antaño las paredes de la capilla edificada en su honor por los regidores de Schiedam, doce han sido reproducidos en un formato insignificante, en el siglo XVI, por el grabador Jerôme Wierix; rodean, en medallones, un retrato más grande de la santa reci- biendo de sus manos la famosa rama. Es difícil crear un tipo convencional más redundante a la vez y más medio- cre que el de esa estampa; no se sabe si Liduvina es un chico o una chica, porque gesticula como un ser híbrido, con la nariz fruncida que parte en dos un rostro carente de mentón. Por otra parte, he visto en casa de un habitante de Schiedam un hermosísimo grabado de Valdor, de princi- pios del siglo XVII, que la retrata; está tratada con más sensatez pero sigue sin ser ella; otros grabados medio- cres de Pietro de Jodde y de Sebastián Leclerc la mues- tran blandiendo una cruz, una corona o un tallo de rosa, o una palma, sola o acompañada de un ángel; por fin un último grabado, muy moderno, pero bastante curioso como imitación de los cuadros de los Primitivos, obra de un pintor alemán, Ludwig Seitz es uno de los mejores, pero en este, como en los demás, el rostro, más o menos persuasivo, está inventado. Ya que no hay nada verídico que subsista, es lícito imaginársela según nuestros conceptos del arte y nues- tras apetencias de piedad. 338 Santa Liduvina de Schiedam Y aquel domingo, en que vi a aquella maravillosa chiquilla, pudimos realmente confirmar las primeras im- presiones experimentadas en la ciudad; las iglesias rebo- saban, eran insuficientes para contener la multitud de orantes; en la Visitación de Nuestra Señora, la gente leía su misal ante las puertas abiertas, en la calle; las comu- niones no cesaban; detrás de los hombres y las mujeres, los colegiales se precipitaban; en ninguna otra parte hemos constatado un ardor tan plácido y añadiría un res- peto más absoluto de la liturgia, del canto llano ejecu- tado, no por cantores pagados, sino por personas de buena voluntad, que dominan la voz y desempeñan con- cienzudamente su tarea, dispuestas a cantar bien para honrar al Señor. ¡Esta capillita de santa Liduvina, en las horas tristes, surge de mis recuerdos, tan lenitiva, tan familiarmente enternecedora! Y cómo no recordar también la cordial y delicada acogida de su piadoso y sabio cura, el padre Po- elhekke, que una mañana celebró para nosotros la misa en su altar sobre el que quiso exponer, como en un día festivo, la urna de las reliquias. Excepto esas osamentas y su memoria que resplan- dece en la ciudad, nada, ¡ay!, nada, queda aquí de Lidu- vina, sino su lápida sepulcral; ha sido quitada de la antigua iglesia en desuso, convertida en templo protes- tante, y transferida a la capillita de las hermanas domi- nicas que regentan un orfelinato y dan clase a los niños del pueblo. La piedra está esculpida con una figura de edad y un poco adusta de mujer, dormida, las manos uni- das sobre el vientre y envuelta, de pies a cabeza, por una 339 J. -K. HUYSMANS mortaja; arriba, dos angelotes bajan para ceñirle la ca- beza con una corona y en las cuatro esquinas, los cuatro animales evangélicos están grabados en un círculo. Esta piedra está muy bien conservada; según una nota de los bolandistas, los calvinistas la habrían sacado, no para preservarla, sino para impedir que los católicos se arrodillaran delante de ella; según otra tradición, por el contrario, los protestantes por deferencia a la santa, daban un rodeo dentro de la iglesia para no pisarla y es- tropearla. No sé cúal de las dos versiones es la verdadera; yo las cuento tal cual. En cuanto al edificio que ocupa es objeto de numero- sas discusiones que vamos a resumir en pocas líneas: Según algunos, su casa estuvo situada en un sendero llamado Bogaarstraat; según otros, en una callejuela lla- mada Kortekerstraat. Antaño hubo en aquel callejón un pozo que curaba a los fiebrosos y al ganado enfermo; según antiguos documentos, en esa señal se podría reco- nocer la morada de la santa; se han hecho búsquedas en este sentido pero el pozo no ha sido descubierto aún; por último hay una tercera opinión que parece la más acre- ditada, que atribuye su residencia en Leliendaal, donde todavía se levanta un orfelinato protestante, un edificio del siglo XVIII, flanqueado por un hombrecillo y una mujeruca esculpidos y pintados, a cada lado, encima de la puerta. Esta es la historia de la morada de Liduvina. 340 Santa Liduvina de Schiedam Después de su muerte, el hijo del doctor Godofredo de Haya compró su casa que se convirtió en lo que se lla- maba «una casa del Espíritu Santo», es decir, un refugio para mujeres pobres; luego, en 1461, el día de la festividad de santa Gertrudis, esta casa, que encerraba una capilla fue cedida, con el consentimiento de regidores y conseje- ros de Schiedam, por el colegio del Espíritu Santo, a una comunidad de clarisas o de hermanas grises de San Fran- cisco, procedentes de Harlem. En ese convento, según Molanus, había un altar dedicado a santa Liduvina, eri- gido justo en el lugar donde estaba su cama; y todos los años, el día de su festividad, se repartía un pan blanco a todas las personas, ricas o pobres, que se presentaran. En 1572, la canalla, tras haber devastado la iglesia de San Juan Bautista, demolió la capilla de Leliendaal y sa- queó el claustro. En 1605 se convirtió en un orfelinato que fue arrasado en 1779 porque se caía en ruinas y re- construido en el mismo lugar, es decir, en el lugar de la morada de Liduvina. Pero este último punto no es admitido sin reservas por todos. No voy a participar en este debate que solo concierne a los habitantes de Schiedam; tengo que aña- dir, sin embargo, que me fue expresada una cuarta opi- nión en Amsterdam; esta tendría la ventaja de poner a todo el mundo de acuerdo; es la siguiente: Liduvina tuvo varios domicilios y tras la muerte de su padre y de su madre fue trasladada a la casa de su hermano. No sé cuál es la validez de este alegato del que no en- cuentro rastro alguno entre los historiadores; me sugiere no obstante una observación: 341 J. -K. HUYSMANS Brugman nos cuenta que la casa del padre de Lidu- vina era baja y húmeda, más semejante a una tumba que a un chamizo; ahora bien, me pregunto cómo una casu- cha tan exigua, pudo albergar a tanta gente: Tras la muerte de su padre residieron en ella, su hijo, su mujer, sus dos hijos, un primo llamado Nicolás, el agustino Ger- lac y por último la viuda Catalina Simón. Es muy posible que no hayan convivido todos juntos al mismo tiempo, pero sigue siendo dudoso que ese reducto haya podido ser lo suficientemente grande para albergar a tantos huéspedes. Se podría entonces creer que la casa en la que murió Liduvina no fue la misma en la que nació y vivió sus primeros años de sufrimientos. El emplazamiento del canal sobre cuyo hielo se rom- pió una costilla ha generado menos debates; los arqueó- logos parecen estar de acuerdo para designar una calle que sigue conservando su nombre de «camino de los cojos», «Kreupelstraat», esta calle era un canal hasta hace poco, porque yo adquirí en el mismo Schiedam una fotografía tomada del natural que lo reproduce; carece de carácter y es difícil imaginarse el lugar exacto donde sucedió la escena relatada por los biógrafos y pintada en uno de los cuadros de la iglesia. De la época de Liduvina solo existe, en resumen, la antigua iglesia de San Juan Bautista, convertida en tem- plo reformado; pero la santa no ha rezado ahí, al menos físicamente, porque ese santuario, quemado en 1428, fue reconstruido mientras vivió, y entonces ella estaba en- camada y no podía salir. 342 Santa Liduvina de Schiedam Esta iglesia, la única antigua de Schiedam, es un edi- ficio de ladrillo, rematado por una torre alta, coronada por un sombrerito añadido y emperifollada con un muy pueril carrillón; su interior, con ojivas, está sostenido por siete pilares con capiteles esculpidos de follaje y techado con vigas; su nave está dividida en dos por un tablero de madera. Dentro, hay estrados para la distribución de pre- mios o para ferias, bancos labrados, montones de biblias. ¡Qué tristeza la de este santuario mancillado, sin altar y sin misas! Más que en esta basílica, más que en estas calles que acabo de citar, el recuerdo de Liduvina nos persigue cuando se deambula por los barrios viejos de Schiedam, menos reparados y menos renovados; cuántas veces la hemos evocado, a lo largo de esos canales sombreados de árboles y cuyos puentes se levantan para dejar pasar a los barcos, mientras los grandes molinos de viento ben- dicen la ciudad con la cruz de sus alas. Esas alas dibuja- ban el círculo de una cruz griega y me recordaban el memorial de esa pasión que la santa acabó meditando con tanto ardor. Y mientras esas cruces silenciosas per- signaban el horizonte, a lo lejos, un guardia urbano, de aspecto bonachón, a pesar de su casco puntiagudo y su espadita de caza, vigilaba a los estibadores vestidos de lana roja y pantalones cortos que desembarcaban los to- neles en el muelle, a los descargadores que, delante de las destilerías, bombeaban los residuos calientes que co- rrían como arroyos de café con leche en las barcas; y yo pensaba en el padre de Liduvina, el bondadoso Pedro, que había sido guardia urbano en su época, en Schiedam. 343 J. -K. HUYSMANS Delante de nosotros, a nuestro paso, se prolongaban las calles de agua, plantadas de molinos del siglo XVIII, espléndidos, con sus ladrillos ennegrecidos, sus collaro- nes de madera, sus ventanucas pintadas de verde Vero- nese; sus alas a veces sin velas, simulaban entonces láminas de navajas dispuestas a cortar el aire; y esos mo- linos parecían gigantes al lado de los que construyen ahora, tan pequeñitos, revestidos como de una borla de peluche gris, vestidos como con pieles aterciopeladas de ratones. Y esta minúscula ciudad se adorna con rincones en- cantadores; en los barrios viejos, atravesados por el río al que debe su nombre, el Schie, no hay más que redes de callejas bordeadas por edificios ahumados de ladrillos que dibujan divertidas curvas en el agua donde se reflejan; an- tiguas masías caladas como secaderos de curtidores o pre- cedidas por altas fachadas cubiertas de grandes tejados que rozan las gaviotas y donde hileras de estorninos can- tan, colgados en sus aristas como sobre palos. Súbitamente, a la vuelta de una de esas sendas, inmen- sas extensiones de campo huyen, llanuras todavía corta- das por canales que dan la impresión de irse con las nubes a las que reverberan. Muy a lo lejos, los mástiles de unos barcos que no se ven parecen clavados en tierra; una vela se desplaza y, detrás de ella, surge el brazo del molino al que ocultaba; vacas blancas tintadas, ovejas, puercos ne- gros y rosas se perciben hasta el horizonte, bajo la infini- tud de un cielo al que nada detiene; y, al mirar esas vegetaciones, tan frescas y tan verdes, que comparándo- las, las praderas mejor regadas de Francia son amarillas 344 Santa Liduvina de Schiedam y secas; al contemplar ese firmamento de un azul pálido, casi polar en el que pululan nubes de plata que se van do- rando, te embarga una dulcísima melancolía. Esos lugares plácidos, esas extensiones taciturnas, esos paisajes graves tienen algo personal, un no sé qué afectuoso y tranquilo; el encanto de esa naturaleza tan especial se debe, me parece, a la bondad que desprende, una bondad que sonríe, algo triste, y se recoge. En contraste con esas llanuras y esas callejuelas que se enmarañan entre los estrechos canales, en el extremo opuesto de la ciudad, se expande un río inmenso, el Mosa; ahí se lanza al mar. Al fondo, Rotterdam emerge del agua con sus monumentos erguidos en el cielo que se hace ilimitado; los pequeños vapores que aseguran el servicio de las costas humean en el horizonte, mientras el soplo de una formidable fábrica de velas domina todos los ruidos; el muelle está erizado de grúas de vapor y re- pleto de toneles. Esta referencia a la vida moderna, en el país de Liduvina, desconcierta y añora uno la época en que unos torpes pescadores incendiaron Schiedam, la víspera del día en que se embarcarían en esas playas, en- tonces vacías, para ir a pescar arenques. Y a propósito de incendios, no deja de ser notable que la santa, que padeció tres mientras vivió, esté aquí con- siderada, incluso por los protestantes, como una protec- tora de los estragos del fuego; en efecto no hay datos de que, cuando una fábrica de alcohol arde, las que están a su lado ardan; Liduvina, y esto es natural, también es in- vocada para la curación de los enfermos; se presta a la 345 J. -K. HUYSMANS curia un pequeño relicario de plata que contiene algunos de sus restos, para que los toquen los dolientes y todos los lunes, a las siete de la tarde, ruegan a Liduvina, antes de la adoración del Santísimo, para que aparte las plagas de la ciudad. Ella vive, lo vemos, en Schiedam, donde los católicos la veneran y donde conviene decir, en justicia, que los re- formados no le son en modo alguno hostiles; cuenta con amigos en Harlem, pero más lejos, el recuerdo se borra. Hace ya casi doce días que vivimos en esta pequeña ciudad y, además de su aspecto exterior, empezamos a conocer sus antecedentes y a penetrar en su vida íntima. Schiedam nunca fue una gran ciudad, pero antaño fue un burgo próspero. Ahora está en declive; las antiguas familias ricas se han ido; su industria particular, la de la ginebra, la Schiedam, de la que ha tomado el nombre, está en decadencia desde que ciudades como Amberes se han puesto a fabricar aguardiente de granos. En el pa- sado poseía trescientas destilerías y apenas cuenta en la hora actual ciento veinte. ¿Dónde están los barcos que llegaban antaño de Noruega con su carga de granos azu- les? No he descubierto ninguno y dudo un poco que el fruto del enebro entre ya en la confección de este mag- nánimo licor. Parece preparado con trigo, maíz y cebada, como el whisky de Irlanda y la ginebra de Escocia; y en las calles, cerca de los canales, no huele a cerilla como los verdaderos enebros, sino al aroma de la harina de lino caliente y de los residuos de la cebada machacada. A la salida de las fábricas los vacían en cisternas, en los mue- 346 Santa Liduvina de Schiedam lles y, ahí, unos hombres las bombean y las vierten en barcas para utilizarlos como alimento para animales. La población de la ciudad puede tener unos 13.000 re- formados, 10.000 católicos, 60 o 70 jansenistas y 200 ju- díos. Los católicos están, pues, en minoría, como en la mayor parte de las ciudades de los Países Bajos; y sin duda por eso van codo con codo y forman una colonia, modelo de personas piadosas. Un católico solo de nom- bre y no practicante es raro aquí; no hay nada compara- ble a haber sido perseguido a causa de su religión para que la quieras; si el calvinismo ha decimado las ovejas del Señor, hay que confesar que ha virilizado singular- mente a las que se le resistieron; el catolicismo neerlan- dés, tal como lo veo yo aquí, no tiene nada de ese lado afeminado que se consolida cada vez más entre las razas latinas. Adora a un Cristo de cuerpo indivisible en la cruz, al que no relega, como ocurre muy a menudo entre nosotros, detrás de sus santos. En una palabra, es un catolicismo sencillo, un catoli- cismo masculino; conviene declarar también que en Ho- landa el clero es excelente; dispensado de la educación subalterna de nuestros seminarios, alimentado por fuer- tes estudios, no está sometido a esos prejuicios que hacen de nuestros eclesiásticos una clase del mundo aparte; el sacerdote holandés es un hombre como cualquier otro, mezclado, como todos, a la vida común; es más indepen- diente que los nuestros, pero su existencia transcurre a la luz del día y precisamente porque no tiene nada de os- 347 J. -K. HUYSMANS curo, nada de oculto, porque impone respeto, incluso entre los cultos disidentes, por la dignidad de su vida, por el fervor indiscutibles de su fe, por la honestidad re- conocida de su sacerdocio. Su tarea no es de las más fáciles. Tiene que velar por la seguridad de un rebaño cercado en medio de un campo de infieles y acrecentarlo, si es posible; pero ahí tropieza con terribles obstáculos, porque el País llano vuelve muy lentamente a sus primeras creencias; hay un motivo para eso; la defensa encarnecida del templo, la cuarentena que los protestantes imponen a los conversos; son necesarios casos excepcionales para que alguien extraviado vuelva al redil; es preciso que pueda prescindir de la ayuda de sus antiguos correligionarios que, con los jansenistas, son lo que tienen dinero. Porque la riqueza está en esas sectas, entre los janse- nistas sobre todo; la cuenta de la lechera ha hecho adeptos; estos distribuyen para convencerles eficaces prebendas a los que se casan en sus iglesias. Al hablar de jansenista, no hay que figurarse una religión prolongada de Port Royal, cristianos ascéticos pecando por exceso de escrú- pulos. Los discípulos de Port Royal, que fueron muy inte- resantes, en suma, ya no existen; sus sucesores son unos heterodoxos vergonzosos, protestantes turbios; si pecan, no es por exceso de rigorismo, más bien lo contrario; Jan- senio se ha casado y también Quesnel; se han convertido en unos Hyacinthe Loyson 19 ; ¡su herejía es una herejía de caja fuerte y de olla! 348 Santa Liduvina de Schiedam 19 Predicador francés (1827-1912), dominico, emprendió una reforma del catolicismo y rompió con la Iglesia. (N. de la T.) Esta Holanda que, con su arzopisbado jansenista de Utrech, es el último refugio de ese cisma, esta Holanda que es sobre todo una incontestable fortaleza de heréti- cos –porque, si hay que fiarse del anuario del clero, sobre una población aproximada de 4.800.000 habitantes, con- taría con 1.700.000 católicos, o sea un poco menos del 35 por ciento– ha sido una tierra santificada, un vivero en el que la cultura monástica fue intensa. Los benedictinos, los cistercienses, los premonstratenses, los dominicos, los agustinos, los franciscanos, los cruceros, los alejianos o lolardos, los cartujos, los antonitas, han construido aquí sus más florecientes claustros. Frisia tenía 90 mo- nasterios y abadías y, según dom Pitra, solo en la pro- vincia de Utrech se han encontrado 198 fundaciones de órdenes. Todo ha desaparecido en la tormenta. En este país de san Eloy, san Vilibordo, san Vere- frindo, san Vilehad, san Bonifacio, san Odulfo, santa Li- duvina, a pesar de las persecuciones, que fueron terribles, el culto católico se ha mantenido; aun ahogado en la masa de esa religión reformada según la confesión de Calvino, se extiende. En 1897, un periódico holandés, el Katholicke Werkm- nan, enumeraba así las instituciones católicas de los Países Bajos: 96 casas de religiosos de las que dependen 66 pa- rroquias y que enseñan en los liceos a 725 alumnos; 44 casas de hermanos que cuidan a enfermos, alienados, huér- fanos, sordomudos, ancianos, y enseñan a 1.035 pensiona- rios y a 12.120 alumnos; 22 casas de moniales dedicadas a la vida contemplativa; 430 casas de hermanas hospitalarias que cuidan a 12.000 huérfanos, a incurables y a ciegos. Se registraban en aquella época 592 conventos en Holanda. 349 J. -K. HUYSMANS Según otra estadística aparecida en 1900 en el Resi- dentiebode de La Haya, Holanda contaba: En 1784: 350 parroquias y 400 sacerdotes; en 1815: 673 parroquias y 975 sacerdotes; en 1860: 918 parro- quias y 1.800 sacerdotes; en 1877: 985 parroquias y 2.093 sacerdotes; y, en 1900: 1.014 parroquias y 2.310 sacerdotes. La progresión es lenta pero sensible; la Iglesia vuelve a ocupar, poco a poco, ese suelo que fue suyo; las antiguas simientes, ocultas en esa tierra que la Reforma secó, se abren; en la región de los Trópicos se oyen crecer deter- minadas cañas; parece que si se escuchara bien, en los Países Bajos se oirían removerse los viejos huesos y el polvo de sus antiquísimos santos. Ligugé. Fiesta de santa Escolástica, 11 de febrero de 1901. 350 Santa Liduvina de Schiedam APÉNDICE 20 Me ha parecido interesante buscar cuál fue antes y cuál es ahora la situación de santa Liduvina desde el punto de vista litúrgico. Estos son los datos que he podido reunir: En sus Natales sanctorum Belgii, Joannes Molanus nos dice que con fecha de 14 de abril se adornaba la capilla y la tumba de Liduvina, no ese día sino el cuarto después de Pascua y que se celebraba, con rito solemne, en su honor, el oficio de la Trinidad. Por su parte, los bolandistas nos han conservado la secuencia De alma virgine Lydwina, que se cantaba antaño en el tiempo Pascual, en Holanda y Flandes. A continuación ofrecemos el texto del Cardenal dom Pitra, con una traducción incompleta al francés de algu- nas estrofas. 351 20 Se entiende que las traducciones al francés a las que se refiere Huysmans en este Apéndice, han sido vertidas al español en esta edición. (N. de la T.) En resumen, desde el año 1616, a partir del cual fue autorizado el culto de Liduvina, hasta el año 1892, no hubo oficio particular para la bienaventurada en el misal y en el breviario católico de los Países Bajos; pero lo que es más singular es que existió un oficio propio en el an- tiguo breviario jansenista de Utrecht y de Harlem. He podido acceder a ese libro; extraigo, como curio- sidad, el texto relativo a la santa y lo acompaño de una traducción al francés. Por último, tras la canonización de Liduvina, la sa- grada Congregación de los Ritos le concedió un oficio especial; empezó a celebrarse a partir del año 1892. Este apéndice contiene el texto en latín y en francés. La misa es la misa Dilexisti del Común de las Vírgenes no mártires, con la oración propia del oficio y el Evan- gelio según San Mateo, Videns Jesus turbas, que es el Evangelio de Todos los Santos. 352 Santa Liduvina de Schiedam |
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