J. K. Huysmans
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N. de la T.)
–¡Que afortunada sois, mi querida Liduvina! –exclamó el sacerdote uniendo las manos; ella sonrió, y le contó que tras la ceremonia su ángel había declarado que en casos así, los fieles actuarían con sensatez presentándose ante el altar con un cirio encendido del que colgaría una medalla grabada con una cruz, para proclamar la fe a tra- vés de la cera, la caridad a través de la llama y la morti- ficación a través de la cruz. Otro día, una viuda piadosa que la curaba y no igno- raba que los ángeles se revelaban a su amiga bajo una forma sensible, le suplicó que le mostrara alguno. Liduvina, que estaba agradecida a esa mujer, segura- mente la viuda Catalina Simón, por sus buenos oficios, imploró al Señor y, tras haberse asegurado que su ruego sería satisfecho, le dijo a la viuda: –Arrodillaos, querida mía, el ángel que deseáis cono- cer se acerca. Y el ángel apareció en la habitación bajo la figura de un muchacho cuyo vestido estaba tejido con hilos de fuego blanco. Esta mujer estaba tan encantada que era incapaz de proferir una sola palabra para expresar su alegría. En- tonces, Liduvina, satisfecha de verla tan contenta, rogó: –Hermano, ¿permitiríais a mi hermana contemplar, aun- que fuese solo un minuto, el esplendor de vuestros ojos? Y como el ángel la miraba fijamente, aquella mujer se elevó sobre sí misma y, durante un tiempo, estuvo gi- miendo de amor y llorando sin poder dormir ni comer. 172 Santa Liduvina de Schiedam Liduvina decía algunas veces a sus íntimos: no co- nozco ninguna aflicción, ningún malestar que no disipe la mirada de mi ángel: su mirada actúa sobre el dolor como un rayo de sol sobre el rocío de la mañana al eva- porarlo. Imaginaos, pues, cuáles son las alegrías con las que el Creador inunda a sus elegidos en el cielo si solo con ver a uno de sus ángeles se disipan todos los males y experimentamos un júbilo que supera con creces todos los que podemos esperar aquí abajo. Y añadía: conviene amar y venerar a esos Espíritus puros que, aunque muy superiores a nosotros, consienten empero en protegernos y en servirnos; y ella misma daba ejemplo a sus fieles recitando ante ellos esta oración: «Ángel de Dios y hermano bien amado, yo me confío en beneficio vuestro y os suplico humildemente que in- tercedáis por mí ante mi Esposo, a fin de que me redima de mis pecados, que me consolide en la práctica del Bien, que me ayude mediante su gracia a corregir mis defectos y me conduzca al Paraíso para que pueda gozar la frui- ción de su presencia y de su amor y poseer la vida eterna; así sea.» Este ángel guardián, a quien así rogaba, se complacía en buscarla y llevarla de paseo en espíritu. Gerlac, que vivió a su lado, observa sobre este asunto que cuando el alma emigró por primera vez de su envol- tura carnal, Liduvina sufrió una angustia terrible; se as- fixiaba y creía que estaba a punto de morir; y cuando el alma salió, el cuerpo se quedó frío, insensible, como un cadáver. 173 J. -K. HUYSMANS Pero, paulatinamente, se fue acostumbrando al des- prendimiento provisional de su caparazón y, en lo suce- sivo, se llevó a cabo sin que ella lo sintiera apenas. El itinerario de sus excursiones era generalmente el siguiente: el ángel la paraba primero delante del altar de la Virgen en la iglesia parroquial, luego la guiaba a los jardines en fiesta del Edén, y más a menudo a los espan- tosos dédalos del Purgatorio. Liduvina deseaba visitar a las almas retenidas en las ergástulas de esos tristes lugares; nadie les tenía mayor devoción; quería, a cualquier precio, disminuir sus tor- mentos, acortar su cautividad, trocar su miseria en glo- ria; por eso, aunque cada uno de esos viajes fuese para ella causa de incomparables torturas, seguía de buena gana a su compañero cuando la dirigía hacia esa parada terrible del más allá. Ahí veía almas que se agitaban en el centro de torbe- llinos de fuego y atravesaba esos huracanes de llamas cuando el ángel le indicaba el medio de aliviarlas. Dios exhibía, ante sus ojos, el detalle de las penas infligidas a algunas de esas almas torturadas; y ella las veía, al igual que Francisca Romana, bajo una forma corporal, rustidas en los braseros, machacadas en morteros ardientes, des- garradas con peines de bronce, atravesadas por brochas de metal candente. –¿Qué alma es esa que padece ese espantoso martirio? Preguntó un día, volviéndose consternada hacia su guía. 174 Santa Liduvina de Schiedam –Es la del hermano de esa mujer que os ha reclamado recientemente oraciones por su alma; pedid que sea ali- viada y lo será. Liduvina se apresuró a adherirse a esa propuesta y el alma fue retirada de la prisión particular en la que padecía para ser internada en otra, menos rígida y común a las almas que no tienen que purgar ninguna pena especial. Cuando volvió de ese viaje la hermana del difunto la persiguió para conocer la suerte de su hermano. Lidu- vina, harta, le comentó: Si os cuento lo que sé, perderéis la cabeza. Pero aquella mujer le aseguró que no se tur- baría; entonces la santa le contó el cambio de prisión de su hermano y añadió: para liberarlo completamente te- néis que renunciar a esos manjares tan delicados que tanto os deleitan; os estáis preparando, para vuestro pla- cer, un capón, pues bien, os privaréis de él y se lo daréis a los pobres. La mujer siguió el consejo y, al alba del día siguiente, atisbó una tropa de demonios uno de los cuales, tras haber empuñado el capón, la abofeteó y también a Lidu- vina. Se asustó mucho, pero Dios creyó tener que añadir a esos trances unos dolores tan violentos que la desdi- chada pidió que se apiadaran de ella; entonces Liduvina intercedió ante el Señor, padeció en su lugar el comple- mento de las ofensas y el alma acabó siendo desagra- viada. Otra vez, durante la noche de la conversión de San Pablo, Liduvina vio en sueños a un hombre que le era 175 J. -K. HUYSMANS desconocido y que intentaba escalar una montaña: se caía a cada esfuerzo. De pronto, vio a la santa y le dijo: apia- daos de mí, llevadme a la cima de este monte. Ella le cargó a sus espaldas y trepó con mucho esfuerzo hasta la cumbre; al llegar le preguntó su nombre. Él respondió: Me llamo Balduino del Campo; y se despertó. Al día siguiente, su confesor apareció para preguntar por ella y vio que apenas podía respirar y que estaba muerta de cansancio. Como se preocupó por ella, Lidu- vina acabó contándole la visión que había tenido aquella noche. ¿Balduino del Campo?, preguntó el sacerdote, ese nombre no me es desconocido del todo, ¿pero dónde lo he oído nombrar? Escrutó en vano su memoria. Tres días después, mientras celebraba la misa en Ouderschie, un pueblo situado a unos dos kilómetros de Schiedam, se enteró de que el sacristán se llamaba Balduino del Campo y había muerto la misma noche en que se apare- ció a Liduvina. Ella se consumía de angustia por esas almas, y buscaba por todas partes la forma de conseguir misas para ellas, exclamaba: ¡Señor, castigadme, pero liberadlas! y Jesús la escuchaba y la machacaba con el martillo de sus males. Conviene señalar también que esas almas condenadas de ultratumba la asediaban; el más allá sufriente, la ro- deaba; veía a esas almas a la espera, tanto despierta como dormida, ¡y cuántas avalanchas de tormentos le causa- ron! Sobre todo las de los malos sacerdotes. 176 Santa Liduvina de Schiedam Estos, tras fallecer, fueron sus verdugos más asiduos. Uno de ellos, llamado Pedro, cuya vida había sido una sentina, se había arrepentido, pero murió antes de haber podido expiar aquí abajo sus pecados. Liduvina, por cuyas oraciones él se había convertido, rezaba muy a me- nudo por su alma cuyo fin ignoraba. Ahora bien, doce años después de la muerte de este eclesiástico, como si- guiera implorando la misericordia divina para él, su ángel la llevó al Purgatorio. Ahí oyó una voz lastimera que pedía socorro desde el fondo de un pozo. –Es el alma de ese cura por el que habéis rezado tanto al Salvador, dijo el ángel. Ella se sintió desolada al saber que estaba todavía en la gehena. –¿Queréis sufrir para salvarle?, propuso su compañero. –¡Sí, por supuesto!, contestó Liduvina. Entonces la condujo ante un torrente que caía, tumul- tuosamente en un abismo y le mandó que lo cruzara. Ella retrocedió, ensordecida por el estruendo del agua, espan- tada por la profundidad del abismo; jadeaba, presa de vértigo, se retenía para no derrumbarse; pero su guía la reconfortó; Liduvina se lanzó al vacío, rodó en el torbe- llino de las ondas, agarrándose a los salientes de las rocas y acabó por hundirse, desfallecida de fatiga y de miedo, en la otra orilla; entonces el alma de su protegido saltó del pozo y voló, toda blanca, hacia el cielo. 177 J. -K. HUYSMANS También liberó a ese desgraciado de Angeli a quien se llevó la peste en pocos días, en Schiedam. Como ya contamos, este religioso, tras haberse con- fesado llorando a Liduvina, había salido de su casa con resoluciones muy firmes; pero no tardó en volver a oír los rumores de sus sentidos. Liduvina le rogó que cambiara de existencia, que se separara de aquella mujer que le in- ducía al mal, él lo prometía pero era tan débil que no se podía resistir. Por último, las enérgicas representaciones de la santa consiguieron liberarle de su vicio pero fue in- festado por la peste ocho semanas después. Se arrastró hasta la casa de Liduvina y la preguntó si debía preparase a la muerte con la extremaunción. –Sí, afirmó ella, él dudó y esperó, pero como se sentía muy enfermo y no podía moverse de la cama, le mandó un mensajero que reiteró la pregunta. Esta vez, ella replicó: que trague un poco de cerveza y de pan, si puede con- servarlas durante una hora, no morirá, si no… Él siguió esa prescripción y, durante tres cuartos de hora no sintió ninguna náusea. Ya se creía curado cuando en el mismo momento que se cumplía la hora, empezaron los vómitos. Llamó enseguida a un sacerdote, recibió los últimos sacramentos y falleció, el mismo día de la natividad de la Bienaventurada Virgen. Liduvina, muy inquieta por su alma, rogó, sin des- canso, se infirió torturas muy estudiadas, se las ingenió por todos los medios a su alcance para redimirle. 178 Santa Liduvina de Schiedam Acabó preguntando a su ángel dónde estaba. Por toda respuesta la llevó hasta un lugar espantoso –¿Es el In- fierno? Preguntó ella, temblorosa. –No, es el distrito del Purgatorio más cercano, el Infierno está ahí, ¿tenéis cu- riosidad por visitarlo? –¡Oh, no!, exclamó Liduvina, ate- rrada por los aullidos, los ruidos de los golpes, de las cadenas, el crepitar de los carbones que oía tras unas in- mensas murallas negras, tendidas como cortinas de ho- llín. Su compañero no insistió; siguió paseándola por la zona de las almas que se habían quedado a medio camino. Un pozo, en cuyo brocal estaba sentado un ángel muy triste, la detuvo. ¿Quién es?, preguntó Liduvina –Es el ángel guardián de Juan Angeli; el alma de vuestro anti- guo confesor está encerrada en ese pozo, mirad– y su guía levantó la tapadera. Una espiral furiosa de llamas se escapó y unos gritos. Reconoció la voz de su amigo y le llamó. Angeli surgió, en llamas, proyectando chispas como un hierro candente y con una voz que ya no era voz la llamó, como cuando estaba vivo, mi querida madre Liduvina, y la suplicó que le salvara. Aquella alma en fuego, aquella voz inarticulada, la trastornaron de tal manera que su cinturón de crines, que sin embargo era sólido, estalló y entonces volvió en sí. –¡Ah!, afirmó a las mujeres que la velaban y se asom- braron de verla tan temblorosa y abatida, ¡ah!, ¡créanme, solo el amor de Dios puede hacerme bajar a tales abis- mos, no consentiría de otro modo contemplar nunca tan terribles escenas! 179 J. -K. HUYSMANS Y, otro día, cuando un buen sacerdote decía delante de ella, mostrando un jarro lleno de semillas de mostaza: «a fe mía que me conformaría con no padecer más años de purgatorio que semillas hay en este cuenco», ella re- plicó: ¡Pero qué decís! ¿Acaso no creéis en la misericordia del Mesías? ¡Si sospecharais lo que es ese lugar de tor- mentos, no hablaríais así! Este eclesiástico murió poco tiempo después y varias personas que habían asistido a la conversación, pregun- taron a Liduvina que les informara de su suerte. –Está bien, contestó ella, porque era un sacerdote digno, pero estaría mejor si hubiera tenido una confianza más eficaz en las virtudes de la Pasión de Cristo y si cuando vivía hubiera temido más el purgatorio. Mientras tanto, supo aplicar tan bien los méritos de sus sufrimientos al infortunado Angeli, que consiguió li- berarlo. La consultaban por doquier para conocer el destino de determinados muertos; pero siempre se negaba a res- ponder. –Sois muy reservada y os hacéis la difícil, le dijo una mujer; yo he hablado a menudo, antes de su muerte, con un santo que no hacía tantos melindres para informar a la gente. –Es posible, replicó Liduvina, no me corresponde juz- gar si al obrar así aquel santo tenía o no razón. –Y al 180 Santa Liduvina de Schiedam mismo instante, su ángel le contaba que aquel supuesto elegido sufría en el purgatorio justamente por haberse mezclado en lo que no le concernía. Tenía que estar realmente inspirada por el Señor para que osara inmiscuirse en tales asuntos; tanto peor para los indiscretos si sus consejos en lugar de consolarles los alarmaban. Eso es lo que ocurrió con la condesa de Ho- landa; tras el óbito de su marido Guillermo, corrió la voz de que Liduvina, muerta desde hacía tres días, aca- baba de resucitar y había traído del otro mundo la noticia de que el difunto conde participaba en la alegría sin re- torno de los justos. La condesa envió de inmediato a uno de sus oficiales a Schiedam. –Se imaginará usted, le comentó Liduvina, un poco alucinada por ese mensaje, que si hubiera muerto hace tres días, estaría ahora inhumada en una tumba; en cuanto al alma de vuestro príncipe, permítame conside- rar que si hubiera entrado directamente en el cielo, yo, que estoy enferma desde hace tantos años, habría tenido derecho de sorprenderme y de llorar sobre lo largo de mi exilio; y añado que no me quejo. En otra circunstancia, para desarraigar los malos ins- tintos de un sacerdote deplorable, Liduvina obtuvo del cielo que le hiciera contemplar el infierno. Este eclesiás- tico, Juan Brest o de Berst, que le había hecho algunos pequeños favores, al ocuparse de sus asuntos de familia, frecuentaba a una dama llamada Hasa Goswin; esta 181 J. -K. HUYSMANS mujer recibía en su mesa y atraía de preferencia a los sa- cerdotes libertinos y glotones. Liduvina había exhortado muchas veces a este eclesiástico a que no volviera a poner los pies en aquel antro, pero él nunca oyó sus consejos. Aquella criatura murió; volvió él a ver a la santa y se in- teresó por lo que había ocurrido con ella. –Dios puede concederos la gracia de mirarla, aseguró tristemente Liduvina. Se puso a rezar y unos días después los dos vieron al mismo tiempo a Hasa Goswin en los infiernos, torturada en espantosas fortalezas por los demonios, atada con ca- denas de fuego, destrozada por suplicios inenarrables. Juan de Berst quedó aterrorizado; prometió a Lidu- vina que cambiaría de conducta; luego, se rió de esa vi- sión, se persuadió de que no era más que el resultado de una pesadilla y volvió con fuerzas redobladas a sus des- órdenes. La santa le regañó muy en serio; por último, descorazonada, se expresó así ante un tercero: no puedo desviar la justicia de Dios de ese hombre; él enfermó sú- bitamente y murió. Liduvina, por desgracia, no tuvo a su lado, como la hermana Catalina Emmerich, a un Clemente Brentano para que anotara sus visiones en los escasos momentos en que ella condescendía a hablar. Sin embargo, parece posible reconstruir, con los diferentes detalles precisados por sus biógrafos, el relato de sus viajes al más allá. En el fondo, su concepto del Infierno, del Purgatorio y del Cielo es idéntico al de todos los católicos de su tiempo. 182 Santa Liduvina de Schiedam Dios, en efecto, adapta casi siempre la forma de sus visiones a la manera en que se las las podían imaginar quienes las recibían. Tiene en cuenta generalmente su complexión, su manera de ser, sus costumbres. No re- forma su temperamento para hacerles capaces de consi- derar el espectáculo que juzga necesario mostrarles; al contrario, ajusta dicho espectáculo al temperamento de aquellos a quienes llama a contemplarlo; sin embargo, los santos a los que favorece, ven esos cuadros bajo un aspecto inaccesible a la debilidad de los sentidos, los ven, intensos y luminosos, en una suerte de atmósfera glo- riosa que las palabras no pueden describir, luego, sin poder actuar de otro modo, los empequeñecen, los ma- terializan, intentando articularlos a un lenguaje humano y los reducen a su vez, al alcance de las multitudes. Tal parece haber sido el caso de Liduvina. Su visión del Infierno y del Purgatorio, con sus torres con tragaluces enrejados, sus altas murallas fuliginosas, sus horribles mazmorras, su estruendo de ferralla, sus pozos en llamas, sus gritos de angustia, se diferencia poco del de Francisca Romana y la encontramos igual- mente traducida por toda los imagineros y pintores de su siglo y de los que le rodean. Se exponen en los pórticos del Juicio Final, en los por- ches de las catedrales; aparecen en los paneles que se conservan en los museos, en el del alemán Stephan Loch- ner, en Colonia, por citar el más conocido. Son escenas de torturas en medios parecidos; los con- denados aúllan o gimen, están atados con cadenas y es- 183 J. -K. HUYSMANS posas, golpeados por diablos armados de horcas; arden en castillos cuyas ventanas, selladas por barrotes echan chispas; en esas posturas de fechorías castigadas, los ar- tistas que solo podían recurrir a su imaginación, empie- zan ya, como Lochner, a descubrir sin quererlo, en esas escenas de horror, un lado cómico que desarrollarán más adelante –queriéndolo–, cuando la fe sea menos viva en Flandes, Jerónimo Bosco y los dos Breughel. En cuanto al Paraíso, Liduvina lo percibía a veces según una contribución flamenca que utilizaron los pin- tores del siglo XV, bajo el aspecto de una sala de festín con magníficas bóvedas; las viandas están servidas sobre man- teles de seda verde en fuentes de orfebrería y el vino se sirve en copas de cristal y de oro. Jesús y su madre asisten a esos ágapes, y entre los elegidos sentados a esa mesa, Li- duvina distinguía a los que fueron sacerdotes en vida, ves- tidos con ornamentos sacerdotales y bebiendo en cálices. Un día, relata Brugman, ella reconoció en uno de aquellos cristícolas, a quien se le había caído el cáliz, a uno de sus hermanos muertos, Balduino; había sido des- tinado desde su nacimiento por su madre, Petronila, al sacerdocio; tenía la vocación pero había desertado por- que, aunque hombre muy piadoso, se prendó de una mujer y se casó. Sin embargo, el concepto más habitual que tenía Li- duvina del Edén no era el de un festejo organizado en un palacio; era el de un jardín con el césped siempre fresco, con árboles que mantenían su flor, un jardín maravilloso en cuyas avenidas los Santos cantan la gloria del Señor, en una eterna mañana de una primavera radiante. 184 Santa Liduvina de Schiedam Ella lo recorría a menudo, conducida por su ángel, que conversaba y rezaba con ella y la elevaba por los aires cuando ella no conseguía abrirse paso a través de las matas demasiado altas de rosas o de lirios o entre bos- quecillos demasiado tupidos. La descripción de este jardín, que sus biógrafos solo nos revelan aquí y allá, a retazos, nos es narrada y mos- trada en su conjunto en el cuadro de esos pintores con- temporáneos de la santa, en «La Adoración del Cordero», de los Van Eyck que está hoy en una de las capillas de la iglesia de San Bavón, en Gante. El panel central de esta obra representa el Paraíso, bajo la forma de un vergel y de una pradera, plantada de naranjos con sus frutos, mirtos florecidos, higueras y viñas; y ese recinto se extiende en la lejanía, limitado por un horizonte pálido y fluido, por un cielo apenas azulado, siempre de día, con un cielo de amanecer en el que se yer- guen las atalayas y los campanarios góticos, las agujas y las torres de una Jerusalén celeste, muy flamenca. Delante de nosotros, en primer plano, fluye la fuente de la Vida cuyos chorros, al caer, salpican de burbujas blancas los grandes círculos negros que se extienden sobre el agua tornasolada de los pilones; a cada lado, sobre la hierba sembrada de margaritas, hay un grupo de hombres arrodillados y de pie; a la izquierda, los pa- triarcas, los profetas, los personajes del Antiguo Testa- mento que prefiguraron o enseñaron al pueblo el nacimiento del Hijo, todas ellas personas robustas, en- durecidas por las predicaciones del desierto, exhibiendo 185 J. -K. HUYSMANS su piel curtida por el sol, como cocida por el fuego re- verberante de las arenas; barbudos y envueltos en telas oscuras con largos pliegues, meditando o releyendo los textos, ahora verificados, de las promesas que anuncia- ron; a la derecha, los apóstoles arrodillados, atezados también por todos los climas y lavados por todas las llu- vias, y detrás de ellos, de pie, papas, obispos, abades de monasterio, laicos, monjes, personajes de la Nueva Alianza, vestidos con capas espléndidas, tejidas de púr- pura y briscadas de ramas de oro; los papas, con sus tia- ras resplandecientes en la cabeza, los obispos y los abades, con sus mitras labradas, brillando bajo los fuegos cruzados de las gemas; y estos últimos llevan cruces en- gastadas de cerámicas, incrustadas de cabujones, báculos taraceados de piedras preciosas, y rezan o leen esas pro- fecías que vieron realizadas mientras vivían. Excepto los apóstoles, que son hirsutos, todos están bien rasurados y tienen la tez blanca; y los que no enarbolan la tiara ro- mana o la mitra, van tocados por una corona monástica o adornados con suntuosos gorros de piel, como los que cubrían a los ricos burgueses de Brabante o de Flandes en tiempos en que santa Liduvina sufría. Y en el espacio vacío que hay por encima de ellos, en medio del prado cuajado de margaritas, bordeado a la de- recha por un viñedo, a la izquierda por matojos agladio- lados de lis, un altar sirve de pedestal al Cordero del Apocalipsis, un Cordero que lanza, en un cáliz colocado a sus pies, un chorro de sangre que sale de su pecho, mientras que en una blanca guirnalda, una teoría dise- minada de angelotes portan los instrumentos de la Pa- sión y el incienso. 186 Santa Liduvina de Schiedam Aún más arriba, donde termina la llanura y empiezan los bosquecillos, dos cortejos dispuestos, el uno sobre los personajes de la Biblia, el otro sobre los de los Evange- lios, avanzan lentamente, salen de las breñas de un verde riguroso, casi negro y se detienen detrás del altar, llenos de una especie de emoción deferente y de alegría teme- rosa; a la izquierda, portando las palmas, los mártires pontífices o no, con los pontífices a la cabeza, tocados con bonetes resplandecientes de obispos, vestidos de dalmá- ticas de un azul sordo y suntuoso, embutidos en rígidos brocados de donde parecen colgar, como gotas de agua, perlas; a la derecha, las vírgenes mártires o no y las san- tas mujeres, con los cabellos sueltos y coronadas de rosas, entre las que están, en primera fila, santa Águeda con el cordero y santa Bárbara con la torre, todas vesti- das de ropas con telas de suaves matices, azul exangüe, rosa melocotón, verde moribundo, lila desteñido, amari- llo desfalleciente, y, también ellas, llevan palmas en las manos. Y uno se figura muy bien a Liduvina, mezclada con ellas, en esos vergeles, hablando así como su ángel, a todos esos miembros del Común de los Santos, admitida como una amiga, como una hermana entre esos elegidos que la reconocen como una de los suyos. La vemos arrodillándose junto a ellos y adorando también al Cordero, en ese paisaje de mansedumbre, en ese lugar tranquilo, bajo ese cielo festivo, en medio de ese silencio que se extiende y que está hecho del imper- ceptible susurro de los rezos, surgidos de esas almas, al fin liberadas de sus prisiones terrenales; y también nos 187 J. -K. HUYSMANS imaginamos fácilmente que esas mujeres puras de ros- tros tan cándidos, esos jóvenes monjes con perfiles de muchacha, apiadándose del sufrimiento de su hermana, todavía encerrada en su prisión carnal, se acercan y la reconfortan y la prometen que suplicarán al Señor que abrevie sus días. Y algunos, –contaba ella a su confesor– algunos la de- cían, para animarla a soportar su mal con paciencia: –Considerad nuestra situación ¿Qué nos queda ahora de todos los tormentos que sufrimos en la tierra por el amor del Cristo? Ved las alegrías infinitas que han suce- dido a tan perecederas torturas. Y Liduvina, arrancada del éxtasis, volviéndose a en- contrar en su pobre choza, en su jergón de paja, lloraba de felicidad por haber sido tan bien recibida por los san- tos del Paraíso, pero, por muy resignada que estuviera, no podía impedirse tampoco llorar de pena por haber sido separada del Cordero y alejada de aquellos amigos por esa serie de años que todavía le quedaban por vivir. 188 Santa Liduvina de Schiedam IX Esos viajes a los que la invitaba su ángel no se limi- taban únicamente a las regiones magníficas o repulsivas del más allá; muchas veces, sin sacarla de la tierra, la lle- vaba lejos, a los países santificados por la muerte de Cristo o a Roma, para que visitara las siete iglesias, o simplemente a los conventos de los Países Bajos. Al igual que la hermana Catalina Emmerich, Liduvina seguía en Palestina el itinerario del Redentor, paso a paso, desde el establo de Belén hasta la cumbre del Cal- vario. No había un solo lugar de Judea que no conociera. Un día que su confesor, para quien obtuvo permiso de acompañarla más tarde, manifestaba algunas dudas a propósito de la realidad de esas excursiones, Jesús pre- guntó a Liduvina: –¿Quieres venir conmigo al Gólgota? –¡Oh, Señor!, contestó ella, ¡estoy dispuesta a acom- pañaros a esa montaña y a sufrir y a morir con vos! 189 La cogió con Él, y cuando volvió a su cama que no había abandonado corporalmente, vieron úlceras en sus labios, llagas en sus brazos, desgarrones de espinas en su frente, astillas pinchadas en todos sus miembros que ex- halaban, sobre todo por el pecho, un perfume muy pene- trante de especias. Al llevarla a casa, le dijo su ángel: –El Señor quiere que llevéis con vos, hermana, señales visibles y palpables, para que vuestro director sepa bien que vuestra excursión a Tierra Santa no ha sido solo imaginaria, sino muy real. Durante otra peregrinación, mientras Liduvina tre- paba detrás de su guía por un barranco, se le resbaló un pie y, cuando recuperó el sentido, lo tenía dislocado y le dolió durante mucho tiempo. Había, pues, un aspecto material en esos desplaza- mientos y ella penetraba realmente con su ángel en los claustros, cuando éste la llevaba a ellos. Una vez, el prior del monasterio de Santa Isabel, si- tuado cerca de Brielle, en la Isla de Voorne, fue a verla y ella le hizo una descripción tan exacta y detallada de las celdas, la capilla, la sala capitular, el refectorio, la porte- ría, todas las estancias de la casa, que se quedó boquia- bierto. –¡Pero bueno!, exclamó el prior cuando se recuperó de su estupor, ¡si usted no ha estado nunca con nosotros! 190 Santa Liduvina de Schiedam –Padre, respondió Liduvina sonriendo, he recorrido a menudo, cuando estaba en éxtasis, vuestro convento, y he conocido a todos los ángeles que guardaban a vues- tros frailes. Este poder, que parece extravagante, de duplicarse o desdoblarse, de estar simultáneamente en dos lugares di- ferentes, en una palabra, la facultad de bilocación, que desconcertaba a los contemporáneos de Liduvina, ha sido concedido, antes y después de ella, a muchos santos. Brígida de Irlanda, María de Oignies, san Francisco de Asís, san Antonio de Padua se duplicaron, aparecieron en cuerpos tangibles en lugares donde no estaban; la be- nedictina Isabel de Schonau, asistió a la consagración de una iglesia en Roma, aunque estaba en un burgo, a die- ciséis leguas; la presencia de san Martín de Porres fue comprobada al mismo tiempo en Lima y en Manila; san Pedro Regalado adoraba el Santo Sacramento en una ciu- dad mientras rezaba, a la misma hora, delante de todo el mundo, en otra; san José de Cupertino hablaba con varias personas a la vez, en dos lugares distintos; san Francisco Javier se desdoblaba igualmente en un navío y en una chalupa; María de Ágreda, convertía indios en México mientras vivía en su monasterio de España; la bienaven- turada Passidea estaba a un tiempo en París y en Siena; la madre Águeda de Jesús visitaba, sin moverse de su convento de Langeac, al señor Olier, en París; a la aba- desa benedictina, santa Juana Bonomi, se la vio, durante cuatro días comulgando en Jerusalén cuando no se había movido de su abadía de Bassano; el bienaventurado Ángel de Acri cuidaba a una moribunda en su domicilio 191 J. -K. HUYSMANS y al mismo tiempo predicaba en una iglesia; el don de la ubicuidad fue concedido también a un converso reden- torista, Gerardo Majella; por último, san Alfonso de Ligorio, consolaba al Papa Clemente XIV en sus últimos momentos, en Roma, mientras estaba en carne y hueso en Arinzo. Y esta gracia del Señor no se limitó a los años preté- ritos. Existe claramente en nuestros días. Catalina Em- merich, muerta en 1824, es un ejemplo, y la visitandina Catalina Putigny, una estigmatizada aún más próxima a nosotros, porque murió en 1885, fue vista, desdoblada, en su claustro de Metz. El caso de Liduvina no es un caso aislado; no es más sorprendente que los milagros de otro tipo que abunda- ron en su vida. En resumen, sus relaciones con los ángeles fueron continuas; vivía tanto con ellos como con las personas que la rodeaban. ¿Fueron sus relaciones tan frecuentes con las santas y los santos? Como es lógico, tuvo con ellos estrechas relaciones durante sus viajes al Edén, pero no parece que en la tie- rra, como tantos otros deícolas, haya tenido un comercio continuado con tal o cual santo concreto; al menos sus cronistas no nos advierten de ello. Una vez la encontra- mos contemplando más en particular en el Paraíso a san Pablo, a san Francisco de Asís y a los cuatro preeminen- tes doctores de la iglesia latina: san Agustín, san Jeró- nimo, san Ambrosio y san Gregorio; otra vez la 192 Santa Liduvina de Schiedam sorprendemos recibiendo la visita en su casa de esos cua- tro doctores que la invitan a que avise a Juan Walter que debe convencer a una de sus penitentes de Ouderschie de que vaya junto al obispo o el gran penitenciario de la diócesis para obtener la absolución de un pecado reser- vado del que él no puede redimirla personalmente; y creo que eso es todo. En el fondo, sin menospreciar el culto auxiliar de la dulía 11 , Liduvina estaba sobre todo visitada y poseída por el Esposo quien, por lo demás, cuando no intervenía en persona, más que santos empleaba ángeles para que le sirvieran de trujimanes junto a ella. Esta impaciencia que la atenazaba de reunirse con el Bienamado en el cielo, no la impedía sin embargo ser la mujer más atenta a las cosas de la tierra, la mujer más caritativa con los pobres y los afligidos. Reducida a vivir de limosnas, las distribuía entre los indigentes. Condenada a no poder salir de su cama, en- cargaba a la viuda Catalina Simón y a otras amigas que los repartieran y las recomendaba que compraran pes- cados delicados y los prepararan con apetitosas salsas para alegrar un poco a los miembros sufrientes de Cristo. La viuda Simón, que se ocupaba más en particular de dichos recados y repartos, los cumplía con tanta devo- ción que, tras haber rogado a Jesús que la recompensara, 193 J. -K. HUYSMANS 11 Honor tributado a los santos. ( Download 2.77 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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