J. K. Huysmans
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N. de la T.)
mente en todas las partes de su cuerpo, se extendió hasta muy lejos. Aunque ese renombre le trajo algunos empí- ricos que a veces agravaron su estado con sus dudosas panaceas, le valió, en cambio, una nueva visita de aquel bondadoso Godofredo de Haya que la cuidó después de su accidente. Llegó a Schiedam, acompañado de la condesa Marga- rita de Holanda, de quien era médico, que quería verificar por sí misma el caso de aquella extraordinaria enferma de la que oía hablar con frecuencia a los nobles de su Corte. Al ver el aspecto inhumano de Liduvina, lloró de compasión. Godofredo, que tiempo atrás había pronosticado el origen divino de aquellos males, no pudo sino comprobar la impotencia de su arte para curarlos; creyendo, sin em- bargo, que tal vez conseguiría aliviar a la paciente, le sacó del vientre los intestinos y los depositó en una pa- langana; hizo una selección y, después de limpiarlos, vol- vió a colocar en su sitio los que no estaban inservibles. Su diagnóstico fue que padecía una putrefacción de la medula que atribuyó estrafalariamente al hecho de que Liduvina nunca ponía sal a sus alimentos; al retirarse añadió que en breve se produciría una nueva enfermedad, la hidropesía y sus previsiones se realizaron; la hidrope- sía se declaró en cuanto se cerraron las úlceras curadas por las soluciones y las compresas del médico de Colonia. Cuando dejaron de supurar, la desventurada se hinchó y lamentó haber cambiado su mal por otro peor. 94 Santa Liduvina de Schiedam Treinta y ocho años estuvo padeciendo Liduvina esa increíble acometida de calamidades físicas; durante ese tiempo, no tuvo un instante de descanso, ni una hora buena. Conviene destacar que entre los infortunios que su- frió, dos pertenecían a las tres plagas procedentes de Oriente que desolaron a Europa durante la Edad Media: El mal ardiente, una especie de ergotismo gangrenoso, que abrasaba como un fuego oculto las carnes de los miembros y erosionaba los huesos, hasta que la muerte ponía fin al suplicio; la peste negra, que según observaba un médico de la época «se presentaba con fiebre conti- nua, apostemas y carbúnculos en las partes externas, en particular en las axilas y las ingles, y mataba en cinco días». Queda el tercer azote, que también causó la desespe- ración de aquellos siglos, la lepra. Esta afección, faltó a las sufridas por la pobre mucha- cha. Dios, que en las Escrituras y en las vidas de los san- tos parece interesarse de manera particular en el «mesel» o leproso al que cura, o cuya repugnante figura adopta, para poner a prueba la caridad de los suyos, Dios no quiso imponer a su desventurada sierva esta última prueba, y el motivo de esta excepción, que extraña a pri- mera vista, se comprende a poco que se piense. La lepra hubiera obstaculizado los designios del Señor y anulado la difusión de la santidad de Liduvina. 95 J. -K. HUYSMANS Conviene recordar que durante la Edad Media los le- prosos eran considerados incurables, porque ni toda la farmacopea de los doctores, el eléboro, los baños de azu- fre, la carne de víbora, usados desde la antigüedad, ni el arsénico ensayado por Paracelso habían logrado curar un solo leproso. Por miedo al contagio fueron encerrados en hospicios especiales o aislados en casas pequeñas, en alquerías que les estaba vedado franquear, bajo amenaza de durísimas penas. Hasta tuvieron que llevar un traje distintivo, una especie de manto gris o esclavina, y agi- tar, con una mano siempre envuelta, una carraca para impedir que las gentes se les acercaran. El leproso era un paria, muerto civilmente, separado para siempre del mundo, y cuando moría lo enterraban en un sitio aparte. La liturgia era terrible para el leproso; antes de se- cuestrarlo, la Iglesia celebraba, en su presencia, una misa del Espíritu Santo con la oración pro infirmis, después lo llevaba en procesión a la cabaña que debía habitar o a la leprosería, si existía en la comarca; le leían las espantosas prohibiciones que le cercenaban de entre los vivos, arro- jaban tres paletadas de tierra, traídas del cementerio, sobre su techo, plantaban una cruz delante de su puerta y se acabó el apestado. En algunas regiones de Francia, el ritual era todavía más siniestro. El desventurado herido por la enfermedad del «señor San Lázaro» solo entraba en la iglesia el día fijado para su internamiento, tendido sobre una camilla y cubierto con un paño negro, como un muerto. El clero entonaba el libera y hacía el levantamiento del cuerpo. El 96 Santa Liduvina de Schiedam leproso no se levantaba hasta que llegaba al lazareto, o a la choza que debía cobijarle, y allí, con la cabeza baja, escuchaba la lectura del decreto que le intimaba a no poner un pie fuera, ni tocar nada, fuese lo que fuese, lle- gando hasta prohibirle que rozara el aire por el que pa- saban las personas sanas que pudieran, por azar, cruzarse con él. Los reglamentos relativos a la lepra han sido más o menos iguales en todas partes. El libro de costumbres del condado de Hainaut, que en el siglo XIV fue una de las provincias que componían los Países Bajos, contiene una serie de ordenanzas de este tipo. Por tanto, si Lidu- vina hubiese sido atacada por la lepra, la habrían sacado de su casa y enterrado viva, por así decirlo; su padre y su madre no habrían podido ayudarla ni tampoco, tras la muerte de estos, sus sobrinos, a quienes habrían apartado de ella por temor a la difusión del mal; sin nadie que la pudiera visitar habría permanecido desconocida y los ejemplos para los que Dios quería que sirviera, hubieran sido ignorados para siempre. También es necesario destacar que esta cuestión de los cuidados que le daban parece haber sido enfocada de un modo muy especial por Nuestro Señor. La abrumó con tormentos, la desfiguró, cambiando el encanto de su claro rostro por el horror de un semblante abotargado, una especie de hocico leonino, surcado por regueros de lágrimas y de sangre; la convirtió en un esqueleto y sobre aquella deplorable delgadez le plantó la ridícula bóveda de un vientre lleno de agua; la convirtió, para los que solo ven las apariencias, en algo inmundo; pero, aun- 97 J. -K. HUYSMANS que acumuló sobre ella todas las desgracias de la forma, hizo que el olor de descomposición que forzosamente de- bían exhalar sus llagas, no asqueara a quienes la cuidaban y curaban ni se hartaran de sus caritativas tareas. Mediante un milagro constante convirtió dichas he- ridas en pebeteros de perfumes; los emplastos que la quitaban, en los que proliferaban los gusanos, embalsa- maban el aire; el pus olía bien, los vómitos despedían de- licados aromas; y de aquel cuerpo despedazado, al que dispensaba de las tristes exigencias que avergüenzan a los pobres encamados, Dios quiso que emanase siempre un exquisito relente de cáscaras y de especias de Le- vante, una fragancia a la vez fuerte y delicada, algo así como una muy bíblica bocanada de cinamomo y una muy holandesa bocanada de canela. 98 Santa Liduvina de Schiedam IV Un religioso alemán, el P. Schmoeger, al hablar ca- sualmente de Liduvina en su biografía de la admirable hermana Catalina Emmerich que fue, en el siglo XIX, una de las herederas directas de la santa de Schiedam, se esfuerza en relacionar cada uno de sus sufrimientos con los que padecía entonces la Iglesia y llega, por ejemplo, a asimilar sus úlceras a las heridas de la cristiandad la- cerada por los desórdenes del cisma, a pretender que los dolorosos cálculos que padecía simbolizaban el concubi- nato en que vivían por entonces numerosos sacerdotes, que las pústulas de su garganta significaban los niños «privados de la leche de la santa doctrina», etc. La ver- dad es que estas analogías están singularmente traídas por los pelos y hasta son un poquitín atrevidas y parece más exacto y más sencillo no especificar nada y atenerse a la indicación general, que ya hemos avanzado, de que Liduvina expió, con sus enfermedades, los pecados de los demás. ¿Permaneció su alma, firme desde el principio, dentro de aquella envoltura rota, con aquel ropaje agujereado y 99 comido por los gusanos? ¿Fue lo bastante fervorosa, lo bastante robusta como para soportar, sin quejarse, el des- mesurado peso de sus males? ¿Fue Liduvina una santa nada más dejarla postrada las enfermedades? En absoluto; los pocos datos que nos han llegado demuestran lo contrario; no se pareció en nada a esos de- ícolas que, supuestamente, poseyeron de entrada todas las virtudes sin tan siquiera haberse molestado en adqui- rirlas; sus biógrafos, tan vagos en algunos puntos, no nos han engañado, como tantos compañeros suyos cuyas his- torias nos presentan a mujeres que no lo son, heroínas impecables pero falsas, seres que no están nada vivos, en una palabra, que no tienen nada de humano. Liduvina se resistió duramente al dolor y quiso huir; cuando se vio cautiva en un lecho, lloró desconso- lada y estuvo a punto de caer en la desesperación. ¿Cómo podía ser de otro modo? Ella no estaba preparada para atravesar en tan terribles etapas la cuesta del Calvario. Hasta el día en que se fracturó una costilla, la vida había sido para ella laboriosa y fácil; su infancia no fue dife- rente a la de muchas niñas del pueblo a quienes la miseria madura antes de tiempo, porque en cuanto escapan del colegio tienen que ayudar a su madre a criar a los otros niños; no obstante, Liduvina fue más feliz que sus com- pañeras de escuela y sus vecinas, porque fue mimada como ninguna por la Virgen quien, para complacerla, condescendió a animar su estatua y sonreírla; pero Lidu- vina, que no sabía lo que eran las vías místicas, no podía creer que aquellas atenciones sólo fueran el preludio de terribles tormentos; ingenuamente pensó que esos 100 Santa Liduvina de Schiedam mimos durarían y pasó con ella lo que con todos aquellos de cuya alma se apodera Jesús para derretirla en la forja del Amor y verterla, cuando entra en fusión, en el molde nupcial de su cruz: iba a experimentar que el enlace del alma no suele consumarse hasta que el cuerpo se desmo- rona, reducido a polvo. Cesaron de pronto, para ella, las alegrías del comienzo; cuando la Madona dejó de ama- mantarle el alma, la bajó de sus brazos y la puso en el suelo y ella tuvo que aprender a buscarse la comida y a caminar sola, sin andadores; antes de entrar por los sen- deros extraordinarios, tuvo que seguir la ruta común. Durante los cuatro primeros años de enfermedad pudo creerse condenada de verdad: se le había negado todo consuelo. Después de abrumarla a golpes, Dios le dio la espalda, pareció que ni siquiera la conocía. Su si- tuación fue entonces igual a la de todos aquellos a quie- nes sus enfermedades obligan a guardar cama. Pasadas esas primicias de sufrimiento que estimulan la oración, que hacen suplicar, con la esperanza, si no de una curación inmediata, al menos de una tregua en la agudeza del mal, surge el descorazonamiento al ver que no se cumplen ninguno de sus anhelos y las plegarias se debilitan a medida que las miserias aumentan; el recogi- miento queda excluido, nuestra lamentable suerte lo ab- sorbe todo: solo podemos pensar en nosotros mismos y el tiempo pasa en deplorar nuestro infortunio. Esos rezos, que seguimos haciendo por costumbre, por secreta incitación del cielo, esas plegarias que consideramos de- bían ser mejor escuchadas por ser más meritorias, ya que cuestan tanto, acaban, en un momento de intenso dolor, 101 J. -K. HUYSMANS exasperándose, levantándose contra Dios, como una in- timación, un requerimiento a que él mantenga las pro- mesas de sus Evangelios; uno se repite amargamente aquello de «pedid y se os dará» y los rezos acaban en hartazgo y asco; aquello de ¿para qué? se insinúa, poco a poco, al cabo de tantos esfuerzos y, cuando en un ins- tante de fervor transitorio, en un minuto de remisión de las crisis, se quiere volver a rezar, parece que uno ya no sabe hacerlo. Apenas desbordadas del corazón, las invo- caciones se desploman y nos parece sentir que Cristo no se inclina para recogerlas; la tentación de la desespera- ción comienza; y, mientras atiza el brasero de los tor- mentos, el Espíritu maligno se vuelve patético y lastimero: insiste en la fatiga de las súplicas rechazadas, en la ineficacia de las oraciones y el enfermo, al límite de sus fuerzas, se derrumba. El horizonte es negro, y las distancias se cierran. Dios, cuyo recuerdo domina sin embargo, solo se nos aparece como un inexorable taumaturgo que podría curarnos con una señal pero no quiere hacerla. Ya no es solo indife- rente, es un enemigo: ¡seríamos más misericordiosos que Él, si estuviéramos en su lugar! ¿Dejaríamos sufrir así a personas a las que tan fácilmente podríamos aliviar? Dios parece un mal samaritano, un juez incomprensible. Por mucho que en un atisbo de sentido común nos digamos que hemos pecado, que expiamos nuestras ofensas, dedu- cimos que la suma de las transgresiones cometidas no bastan para legitimar tal lluvia de desgracias y acusamos a Nuestro Señor de injusticia, pretendemos demostrarle a Él que los delitos y el castigo son desproporcionados; en nuestra desgracia, intentamos consolarnos enterne- 102 Santa Liduvina de Schiedam ciéndonos solo con nosotros mismos, quejándonos de ser víctimas de un rigor desigual; cuanto más gemimos, más nos amamos, y el alma, desviada de su camino por las que- jumbrosas adulaciones de sus adentros, yerra, harta de sí misma, y acaba tirada, en un agujero, casi volviendo la es- palda a Dios, sin querer hablar más con Él, deseando tan solo sufrir en paz, oculta en un rincón, como un animal herido. Pero este desamparo tiene sus altibajos. La imposibi- lidad de elevarse reorienta a la pobre alma, que no puede quedarse quieta, hacia su Maestro. Nos reprochamos en- tonces nuestros abusos y nuestras censuras; imploramos su perdón y este acercamiento nos dulcifica; poco a poco se nos van inculcando las ideas de resignarnos a la vo- luntad del Salvador y echando raíces, si el Diablo, siempre al acecho, no se entromete para extirparlas, si una visita motivada por la caridad y la esperanza de reconfortarnos no frusta tajantemente sus objetivos, suscitándonos de nuevo sentimientos de reproches y de envidia; porque esta es otra de las miserias de los enfermos graves, la so- ledad les pesa, pero el mundo les abruma. Si nadie apa- rece, se considera desamparado, abandonado por aquellos de cuya amistad se sentía seguro, y si aparece alguien, se repliega en sí mismo, al comprobar la buena salud de los visitantes, y esta comparación le aflige sobremanera; hay que haber ya avanzado mucho en el camino de la perfec- ción para, en tales circunstancias, poder olvidarse de uno mismo. Liduvina, a quien la obsesión por sus desdichas la incitaba a frecuentarse a sí misma, a pensar sobre todo en sí misma, debió conocer esas alternativas del alma des- garrada, sus dolorosos asedios. 103 J. -K. HUYSMANS En cualquier caso, lo que sí sabemos es que cuando oía las risas de sus amigas que jugaban en la calle, rompía a llorar y preguntaba al Señor por qué, apartada de los demás, la trataba a ella con tanta dureza. Sin embargo, es preciso creer que ya estaba preparada para soportar las calamidades más aterradoras, porque Dios hizo caso omiso de sus llantos y, en lugar de ali- viarla, aumentó su carga. A estas torturas corporales, a estos tormentos del alma, nacidos del pensamiento que siempre volvía a su propio designio, no tardó en unirse el horror de las tinie- blas místicas. Mientras trataba de reaccionar contra el desaliento, Liduvina entraba en el laminadero de la vida purgativa y se reducía; a la obsesión de su impotencia se añadió la aridez de todo su ser; fue la ataxia espiritual que hace vacilar al alma; incapaz de caminar en línea recta, claudica cuando camina, hasta que todas las facultades se paralizan. Como señala San Juan de la Cruz, Dios su- merge el entendimiento en la noche oscura, la voluntad en la sequedad, la memoria en el vacío, el corazón en la amargura. Y ese estado de desistimiento interior, injer- tado y como confundido con el obstinado desconsuelo de las enfermedades, lo sufrió Liduvina durante años; se creyó maldecida por el Esposo y pudo unir a sus angus- tias la aprensión de que tal estado duraría siempre. Ninguna criatura humana habría podido resistir tales envites de no haber estado vigilada por lo divino y sos- tenida con ardor; pero Dios ocultó a Liduvina su ayuda durante este periodo de depuración; le suprimió los con- 104 Santa Liduvina de Schiedam suelos sensibles; ni siquiera le prestó el apoyo de un sa- cerdote, porque no era seguramente aquel cura de Schie- dam, el hombre de los capones, la persona capaz de socorrerla en su desvalimiento. Tampoco parece que el bálsamo de los afligidos, el soberano magisterio del alma, la comunión, le fuera administrada con frecuencia, por- que Gerlac y Brugman hacen notar que cuando aún podía arrastrarse, sus padres la llevaban, en el día de Pas- cua, a la iglesia en la que, mejor que peor, Liduvina se arrodillaba ante las gradas del altar. Más tarde, cuando quedó inmovilizada en su lecho, estos autores también señalan que la angina que padecía la impedía a veces consumir las Sagradas Formas; por último, Kempis, más preciso, declara formalmente que, cuando estaba sana, Liduvina solo comulgaba en la fiesta de la Resurrección; luego, añade, cuando ya no pudo salir de su habitación, logró recibir el cuerpo de Nuestro Señor una vez más; y, por último, mucho tiempo después de estar completamente encamada, se le administraba la Eucaristía seis veces al año. En aquella época, como puede verse, el Sacramento se distribuía a largos y esca- sos intervalos, pero tal vez se pueda atribuir la anemia espiritual que la abrumaba a la privación del único Cor- dial lo bastante poderoso como para reanimarla. En resumen, jamás mujer alguna pareció más aban- donada por Aquel cuyas imploradas caricias se traducían en ásperas decepciones y bruscos rechazos: su caso puede parecer casi único. Otros santos y santas conocieron, evi- dentemente, angustias similares; pasaron, como ella, por las pruebas de la vía purgativa pero pocos la padecieron 105 J. -K. HUYSMANS al mismo tiempo que el infierno de los tormentos físicos: el alma sangraba, pero el cuerpo era válido y sostenía como mejor podía a su compañera, al menos lo paseaba como a un niño enfermo a quien se mece en los brazos; lo llevaba a las iglesias, trataba de engañar sus angustias sacándolo; o, por el contrario, el organismo desfallecía, pero el alma estaba dispuesta y, a fuerza de energía, le- vantaba a su acólito. Por desgracia, en Liduvina el alma y su envoltura coincidían; ambas estaban destrozadas y eran incapaces de sostenerse; estaba a punto de derrum- barse cuando, de pronto, el Señor, al que ella creía tan distante, le confirmó, magníficamente, mediante el mila- gro del hombre invisible, que Él velaba allí, a su lado, que por fin se ocupaba de ella. Juzgando que las tinieblas de la pobre muchacha ha- bían durado bastante, las desgarró con aquel relámpago de gracia, y después confió a un intermediario humano, a un sacerdote llamado Juan Pot, el cuidado de explicarle su vocación y de consolarla. ¿Quién era este Juan Pot que fue su confesor al mismo tiempo que dom Andrés, el cura de Schiedam? Gerlac y de Kempis le designan como el eclesiástico que iba a dar a Liduvina la comunión cuando ella obtuvo el permiso de consumir el «Manjar de Dios» dos veces al año. No parece que Pot tuviera al cura en muy alta estima, porque él fue el quien anunció a Liduvina –con alegría, afirma Gerlac– que los gatos habían devorado los capones. ¿De dónde venía? ¿Cuál era su situación en la ciudad? ¿Cómo conoció a la santa? Son otras tantas preguntas que si- guen sin tener una respuesta clara. 106 Santa Liduvina de Schiedam Sin embargo, si se comparan los dos pasajes, uno de Gerlac y otro de Brugman, relativos ambos a la tentativa de suicidio de un regidor de Schiedam, del que hablare- mos más adelante, tal vez se podría admitir que Juan Pot fue el vicario de la parroquia. Lo que sí se puede atesti- guar es que fue realmente delegado por Dios para definir a Liduvina su misión y dirigirla. Un día, después de repetirle esos lugares comunes que se suelen recitar a los enfermos, Pot concluyó sencilla- mente: –Hija mía, habéis descuidado demasiado hasta ahora la meditación sobre la Pasión de Cristo. Hacedlo desde este momento y veréis cómo se dulcifica el yugo de los amorosos dolores de Dios. Acompañadle al huerto de los Olivos, donde Pilato, al Gólgota y pensad que, cuando la muerte le prohiba sufrir más, aún no habrá terminado todo, que en adelante tendréis que cumplir, como una viuda fiel, las últimas voluntades del Esposo y suplir con vuestros sufrimientos lo que les falta a los suyos. Liduvina lo escuchó sin comprender del todo el sig- nificado de aquellas palabras. Le agradeció que se hu- biera mostrado tan caritativo con ella y cuando se marchó, quiso aprovechar su consejo y reflexionó; pero en vano trató de representarse las escenas del Calvario; se distraía y sus tormentos le interesaban más que los de Jesús; intentó olvidarse de sí misma, y siguiendo un método que Juan Pot le había indicado brevemente para facilitar la práctica de dicho ejercicio, se esforzó en reunir sus pensamientos, y, después de agruparlos, lanzarlos 107 J. -K. HUYSMANS tras la pista del Salvador; pero los pensamientos se die- ron la vuelta y retornaron al galope hacia ella; entonces perdió por completo la cabeza. Cuando se recuperó un poco, reunió toda su voluntad para ponerse anteojeras en el espíritu y no mirar a un lado y a otro, obligándose así a seguir un solo camino, pero este proceder no tuvo ningún éxito; el alma se atascó y rehusó avanzar. En re- sumen, esta meditación impuesta la agotó y la hartó mortalmente, y así lo confesó con toda franqueza al sa- cerdote cuando volvió a visitarla. –Padre mío, dijo Liduvina, he querido obedeceros; pero no comprendo nada de la meditación; cuando in- tento examinar los tormentos de Cristo, pienso en los míos; el yugo del Salvador no se ha aligerado, como me asegurabais. ¡Ah, si supierais cuánto pesa! A Juan Pot no le sorprendió esta respuesta. Alabó a Liduvina su esfuerzo y le explicó con paciencia que su estado de sequedad, su escaso entusiasmo, esos desvíos de la imaginación, incapaz de centrarse en un solo obje- tivo, eran mercedes, a pesar de todo. Le reveló que la ora- ción recitada por obligación es quizá la que más agrada a Dios, porque es la única costosa; le dijo, con santa Ger- trudis, que si el Señor concediera siempre consuelos in- teriores, serían perjudiciales, porque reblandecerían las almas y disminuirían el peso de sus méritos; y podemos creer que después de este preámbulo desgarró brusca- mente el velo que ocultaba el porvenir, le reveló su mi- sión de víctima en la tierra y le precisó el sentido de esta frase de san Pablo: «completar la Pasión de Cristo». 108 Santa Liduvina de Schiedam Le enseñó que la humanidad está regida por leyes que su dejadez ignora, ley de solidaridad con el Mal y de re- versibilidad en el Bien, solidaridad con Adán, reversibi- lidad en Nuestro Señor, dicho de otro modo, que cada uno de nosotros, es, hasta cierto punto, responsable de las faltas de los demás y que, hasta cierto punto, debe asimismo expiarlas; y que cada cual puede también, si Dios quiere, atribuir en cierto modo los méritos que posee o que adquiere a quienes no tienen ninguno o no quieren conseguirlos. El Omnipotente ha promulgado estas leyes y ha sido el primero en cumplirlas, aplicándolas a la Persona de su Hijo. El Padre ha consentido que el Verbo cargara con el rescate de los demás y lo pagara; ha querido que sus satisfacciones, que a Él no podían servirle, puesto que era inocente y perfecto, aprovechasen a los descre- ídos, a los culpables, a todos los pecadores a los que venía a redimir; ha querido ser el primero en presentar el ejemplo de la sustitución mística, de la suplantación de Aquel que no debe nada al que lo debe todo; y Jesús, a su vez, quiere que algunas almas hereden la sucesión de su sacrificio. El Salvador no puede ya sufrir por sí mismo, desde que subió junto a su Padre al azulado alborozo de los cie- los; su labor redentora se ha agotado con su sangre, sus tormentos han terminado con su muerte. Si aún quiere padecer, aquí abajo, solo lo puede hacer a través de su Iglesia, entre los miembros de su cuerpo místico. Estas almas reparadoras que reanudan los horrores del Calvario, que se clavan en el vacío que dejó Jesús en 109 J. -K. HUYSMANS la cruz, son, en cierto modo, unos sosias del Hijo; repro- ducen, en un ensangrentado espejo, su pobre Faz. Aún hacen más: ellas solas dan a ese Dios todopoderoso algo que sin embargo le falta, la posibilidad de seguir su- friendo por nosotros; satisfacen ese deseo que ha sobre- vivido a su tránsito, porque Él es infinito como el amor que lo engendra; dan a ese maravilloso Indigente una li- mosna de lágrimas; lo reintegran en la alegría de los ho- locaustos a la que Él se había negado. Añadid a esto, Liduvina, que si no existiesen estas almas que aceptan como su Creador ser castigadas por crímenes que no les afectan, al universo le ocurriría lo mismo que a nuestro país sin el amparo de sus diques. Sería tragado por la cre- cida de los pecados, como Holanda por el flujo de las olas. ¡Estas almas son, a un tiempo, las benefactoras del Cielo y las benefactoras de la tierra! Pero entonces, hija mía, cuando un alma ha llegado a este punto, su modo de sufrir cambia. Dios junta, en cierto modo, las dos sensaciones extremas de la beatitud y del dolor y se amalgaman. ¿Dónde están y que queda de la una y de la otra?, nadie lo sabe; es la incomprensible fusión de un exceso y de un abatimiento; y el alma esta- llaría bajo esta presión si no interviniera el martirio del cuerpo y la permitiera recuperar el aliento para mayor regocijo; en suma, a la dicha se sube por los peldaños del sufrimiento. En el momento actual, vuestras moradas espirituales están en carne viva; mas, comprendedlo, sufrís porque no queréis sufrir; tal es el secreto de vuestra zozobra. 110 Santa Liduvina de Schiedam ¡Acoged y ofreced a Dios ese dolor que os desespera y él lo aliviará! Él lo compensará con consuelos tales que lle- gará un momento en que exclamaréis: ¡pero si le estoy engañando!, ha contraído conmigo un trato falaz; me he ofrecido para expiar, mediante los más terribles castigos, las perversidades del mundo y Él me embarga de una fe- licidad inconmensurable, de una dicha desmedida; me hace expatriarme, desposeerme, desprenderme de mí misma, porque es Él quien ríe y llora, es Él quien vive en mí. Cuando lleguemos a esto, os repetiré como ahora, hija mía, que no os inquietéis, Nuestro Señor sabe demasiado bien que se ha prestado a un trato falaz, ¡son los únicos que le gustan! Vuestra misión es clara; consiste en sacrificaros por los demás, en reparar las ofensas que no habéis cometido, en practicar la caridad en lo que tiene de sublime y de verdaderamente divino. Decid a Jesús: quiero ponerme yo misma en vuestra cruz y quiero que seáis Vos quien hunda los clavos. Él aceptará este papel de verdugo y los Ángeles serán sus ayudantes; ¡sí, vuestro Salvador os tomará la palabra!, le traerán las espinas, los taladros, las cuerdas, la esponja, la hiel, la lanza; pero cuando os vea descuartizada en la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra como Él lo es- tuvo en el madero, sin poderos levantar todavía hacia el firmamento, pero sin tocar ya el suelo, su corazón se des- hará de piedad y no esperará a que esté cumplida su Jus- ticia para bajaros. Como a Nicodemo y a José de 111 J. -K. HUYSMANS Arimatea, sujetará vuestra cabeza mientras la Virgen os recostará sobre sus rodillas, pero no habrá más llantos. ¡María sonreirá; Magdalena dejará de llorar y os abra- zará, con alegría, como una hermana mayor! Los ojos de Liduvina se abrieron. Empezaba a com- prender las causas de sus increíbles enfermedades y se sometía, admitía de antemano esta misión que el Reden- tor la llamaba a cumplir; ¿pero cómo proceder? Cumpliendo las prescripciones que os he enumerado, respondió el sacerdote, meditando sin cesar en la Pasión de Cristo. Es preciso que no desesperéis y porque no acertéis a la primera, salgáis de vos misma, ni renunciéis a un ejercicio que os llevará certeramente, cuando os ha- yáis acostumbrado a él, a perder vuestra propia huella para seguir la del Esposo. No penséis tampoco que vuestro suplicio es más largo, más agudo que el de la cruz, que fue relativamente corto, ni que, en definitiva, muchos mártires han pade- cido sufrimientos más bárbaros y prolongados que Nues- tro Señor, cuando les apalearon, quemaron y descuartizaron con peines de hierro, cuando les pusieron cascos candentes en la cabeza, los frieron en aceite, los aserraron por la mitad, los trituraron lentamente, porque será completamente falso: ningún tormento puede com- pararse al de Jesús. Pensad en el preludio de la Pasión, en el huerto de Getsemaní, en aquel inexpresable momento en que, al no poder impedir que lo torturaran en cuerpo y alma, el 112 Santa Liduvina de Schiedam Verbo se detuvo, dejó, en cierto modo, en suspenso su di- vinidad, se despojó lealmente de su facultad de ser in- sensible, para rebajarse mejor al nivel de su criatura y a su manera de sufrir. En una palabra, durante el drama del Calvario, prevaleció la humanidad en el Hombre- Dios, y eso fue terrible. Cuando se sintió de pronto tan débil y entrevió el horrible fardo de iniquidades que tenía que sobrellevar, tembló y cayó de bruces. Las tinieblas de la noche se abrían, envolvían en sus enormes mantos, como un marco de sombra, unos cua- dros iluminados por fulgores ignotos. Sobre un fondo de claridades amenazadoras, desfilaban los siglos, uno por uno, llevando por delante las idolatrías y los incestos, los sacrilegios y los crímenes, todos los antiguos desmanes perpetrados desde la caída del primer hombre, ¡y eran saludados, aclamados al pasar por los hurras de los án- geles malvados! Jesús, anonadado, bajó los ojos, cuando los volvió a levantar, los fantasmas de las generaciones desaparecidas se habían desvanecido, pero las deprava- ciones de esa Judea que él evangelizaba bullían exaspe- radas ante Él. Vio a Judas, vio a Caifás, vio a Pilato, vio… a San Pedro; vio a los horrendos brutos que iban a escu- pirle en la cara y a ceñir su frente con puntadas de san- gre. La cruz se alzaba, pavorosa, sobre los cielos trastornados y se oían los gemidos de los Limbos. Jesús se puso en pie; pero, mareado, vaciló y buscó un brazo sobre el que sostenerse, un apoyo. Estaba solo. Entonces se arrastró hasta sus discípulos que dor- mían en la noche apacible, a lo lejos, y los despertó. Ellos lo miraron, alucinados y temerosos, preguntándose si 113 J. -K. HUYSMANS aquel hombre, de gestos incoherentes y atemorizados ojos, era el mismo Jesús que se había transfigurado ante ellos en el Tabor, con un rostro encendido y ropajes de nieve. El Señor debió sonreír de lástima; solo les repro- chó que no hubieran podido velar, y, después de haber vuelto dos veces junto a ellos, se retiró para agonizar, sin nadie, en su pobre rincón. Se arrodilló para rezar, pero ahora, ya no se trataba del pasado ni del presente, se trataba del porvenir que avanzaba, aún más temible; los siglos futuros se sucedían, mostrando territorios cambiantes, ciudades que se trans- formaban en otras; incluso los mares se habían defor- mado y los continentes ya no se parecían. Solo, bajo distintas vestiduras, los hombres permanecían idénticos, seguían robando y asesinando, persistían en crucificar a su Salvador para satisfacer sus deseos de lujuria y su pa- sión de lucro; en los variados decorados de las edades el Becerro de Oro se erguía, inmutable, y reinaba. Enton- ces, ebrio de dolor, Jesús sudó sangre y gritó: Padre, si es posible, apartad de mí este cáliz; luego, añadió, resig- nado, ¡pero cúmplase vuestra voluntad y no la mía! Ya veis, hija mía, que estos tormentos preliminares sobrepasan todo lo que vuestra imaginación pueda con- cebir; fueron tan intensos que la naturaleza humana de Cristo se hubiera roto y no habría llegado vivo al Gól- gota si los ángeles no le hubieran consolado, y, sin em- bargo, no había alcanzado el paroxismo de sus sufrimientos; solo se produjo en la cruz; su suplicio físico fue sin duda horroroso, ¡pero cuán indoloro parece si se le compara con el otro! porque en la cruz, lo asediaron 114 Santa Liduvina de Schiedam todas las inmundicias juntas de los tiempos: las gemo- nías 9 del pasado, del presente, del porvenir se fundieron y se concentraron en una especie de esencia corrosiva e innoble, y lo inundaron; fue algo así como un albañal de los corazones, una peste de las almas que cayeron sobre el madero para infectarlo. ¡Ah, ese cáliz que había con- sentido apurar, emponzoñaba el aire! Los ángeles, que habían asistido al Señor en el huerto de las Olivos, ya no intervenían; lloraban, aterrados, ante esa muerte abomi- nable de un Dios; el sol había huido, la tierra crujía de espanto, las rocas aterradas estaban a punto de abrirse. Entonces Jesús lanzó un grito desgarrador: Padre, ¿por qué me has abandonado? Y murió. Pensad en todo esto, Liduvina, y convenceos de que vuestros sufrimientos son débiles frente a aquellos; re- cordad las inolvidables escenas del huerto de los Olivos y del Gólgota, mirad la faz devastada por las bofetadas, mirad la cabeza enmarañada de espinas del Esposo, poned vuestros pasos sobre las huellas de los suyos y, a medida que le sigáis, las etapas se harán más sosegadas, las marchas forzadas más apacibles. Y el buen hombre la dejó, tras prometerle que volve- ría. Liduvina fue generosa; se entregó de todo corazón, como un alma de carga, para llevar el peso de las faltas; pera esta oblación no amortiguó ninguna de sus penas 115 J. -K. HUYSMANS 9 Lugar donde, en Roma, exponían a los cadáveres para ser llorados. ( Download 2.77 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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