J. K. Huysmans
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4 de Borgoña e impide que una flota ataque Schiedam. Como santa Brígida y santa Catalina de Siena, Coleta es llamada a luchar en persona, de forma visible, contra el cisma; interviene con san Vicente Ferrer en el concilio de Constanza y, años más tarde, intenta impedir con sus gestiones y sus consejos, que el concilio de Pisa sustituya a un papa real por un intruso. Liduvina no tomó, huma- namente hablando, parte alguna en las tribulaciones de esta hermana desconocida que luchaba, con tanto de- nuedo, contra los cardenales descarriados y los falsos papas; recluida en el fondo de su pueblo holandés, solo debió conocer las tribulaciones de la Iglesia a través de sus confesores pero tuvo ciertamente revelaciones del Salvador; en todo caso, la suma de sus sufrimientos fue un tesoro de guerra del que, aunque ignorante de quién la había convocado, Coleta bebió, así como santa Fran- cisca Romana. 57 J. -K. HUYSMANS 4 Banda de maleantes que se formaron en Francia (1147) tras la partida de Luis VI a las Cruzadas. (N. de la T.) Esta última fue especialmente escogida para asistirla en la parte de su tarea inherente al cisma. Cuatro años más joven que Coleta y Liduvina, Fran- cisca procedía de una familia ilustre de Roma y se unió a un magnate que contaba entre sus antepasados a un papa y a un santo. Difería de las dos vírgenes, sus hermanas, tanto por su origen como por su situación de fortuna y su condición de mujer casada; pero si se distancia de ellas en ciertos aspectos, en otros se acerca, o mejor dicho, comparte algo de ambas, tomando un rasgo particular de cada una, lo que a veces la convierte en una sustituta de santa Coleta o de santa Liduvina. Se asemeja a la virgen de Corbi, por su existencia ac- tiva, por su vocación de manejadora de almas y funda- dora de una orden, por el papel que asume en la política de su tiempo, los combates que libra con el demonio que también a ella la muele a golpes; a la Virgen de Schie- dam, por su curación milagrosa de la peste, por su con- tacto perpetuo con los ángeles, por sus viajes al Purgatorio en busca de almas que salvar, por su especia- lísima misión reparadora de los crímenes del siglo, figura victimal de la Iglesia doliente. Por vías opuestas y a menudo parecidas, estas tres mujeres, todas ellas estigmatizadas, se midieron con las influencias infernales de su época; ¡qué tarea tan abru- madora! El equilibrio del mundo nunca estuvo tan cerca de romperse; ¡parece también que nunca Dios estuvo más atento en vigilar la balanza de las virtudes y de los vicios, en acumular tormentos de santas en cuanto el platillo de las iniquidades descendía! 58 Santa Liduvina de Schiedam Esta ley para conservar un equilibrio entre el Bien y el Mal es singularmente misteriosa, si se piensa; porque el Todopoderoso, al establecerla, parece haber querido fijar él mismo límites y poner frenos a su Omnipotencia. Para la observancia de esta regla, es preciso que Jesús apele a la ayuda del hombre y que este no se la niegue. Dios, para reparar los desmanes de unos, reclama las mortificaciones y las oraciones de otros; y en eso reside verdaderamente la gloria de la pobre humanidad; nunca Dios, tan respetuoso de la libertad de sus hijos, que se pueden contar aquellos a los que privó del poder de re- sistírsele, nunca Dios fue engañado. Siempre ha encon- trado, a través de los tiempos, santos que han consentido pagar con dolor el rescate de los pecados y de las faltas. Ahora apenas podemos explicarnos esta generosidad. Además de nuestra propia naturaleza, a quien repugna el sufrimiento, está el Maldito que interviene para des- viarla del sacrificio, el Maldito a quien su Maestro ha concedido, en la triste partida que se juega aquí abajo, las dos más formidables bazas, el dinero y la carne. ¡Y cuánto abusa, el susodicho, de la cobardía del hombre, el cual, sin embargo, sabe muy bien que la gracia del Sal- vador bastaría para asegurarle la victoria solo con que intentara defenderse! ¿Acaso no podría decirse que tras la expulsión de Adán del Paraíso, el Señor, a instancias del ángel rebelde, le otorgó desdeñosamente los medios que juzgaba más seguros para vencer a las almas y que la escena del Antiguo Testamento, de Satanás recla- mando a Dios y obteniendo de Él permiso para intentar que, a fuerza de pruebas, el desdichado Job sucumbiera, pudo haberse producido primero a la salida del Edén? 59 J. -K. HUYSMANS Y, desde entonces, el fiel de la balanza oscila; cuando se inclina demasiado hacia el lado del mal, cuando los pueblos se vuelven demasiado innobles y los reyes de- masiado impíos, Dios deja que se desaten las epidemias, los terremotos, las hambrunas, las guerras; pero es tal su misericordia que entonces activa la devoción de sus santos, los asiste, encarece sus méritos, trampea un poco consigo mismo para que se apacigüe su justicia y se res- tablezca el equilibrio. Sin eso el universo estaría en ruinas desde hace mucho tiempo; ahora bien, dados los recursos de que dis- pone el Bajísimo y la debilidad de las almas a las que ase- dia, se comprende la solicitud siempre alerta de la Iglesia, encargada de descargar, en la medida de sus po- sibilidades, el platillo de los pecados, de neutralizar el peso de las ofensas, añadiendo sin cesar en el otro platillo nuevos lastres de oraciones y penitencias; se explica así la razón de ser de esos reductos de súplicas y esas forta- lezas de oficios que la Iglesia levanta a las órdenes del Esposo, lo bien fundado de sus claustros implacables, de sus órdenes duras, como las clarisas, las calvarianas, las carmelitas, las trapenses, y se puede concebir también la suma inaudita de sufrimientos padecidos por los santos, las enfermedades, incluso los disgustos que el Altísimo reparte a cada uno de nosotros para sanearnos y hacer- nos participar un poco en esa obra de compensación que sigue, paso a paso, a la obra del Mal. Así pues, la disipación de la sociedad, a finales del siglo XIV y principios del XV fue, ya lo hemos dicho, es- pantosa. 60 Santa Liduvina de Schiedam El siglo XIII, que a pesar de sus conflictos y taras se nos muestra, con el paso de los años, tan cándido, con su san Luis y su Blanca de Castilla, tan caballeresco y tan piadoso, con esos fieles que dejaban a sus mujeres, a sus hijos, todo, para arrancar el sepulcro de Cristo de manos impías; ese siglo que conoció al papa Inocencio III, que vio a san Francisco de Asís, a santo Domingo de Guz- mán, a santo Tomás de Aquino, a san Buenaventura, a santa Gertrudis y a santa Clara, ese siglo de las grandes catedrales, estaba bien muerto; la fe se debilitaba; se arrastraría durante dos siglos para acabar en esa cloaca exhumada del paganismo que fue el Renacimiento. En resumen, si echamos una mirada sobre el estado de Europa en tiempos de santa Liduvina, solo vemos em- boscadas de notables tratándose de devorarse entre sí, guerras de pueblos a los que la miseria ha hecho feroces y el miedo ha vuelto locos. Los soberanos son unos ca- nallas o unos dementes, como Carlos VI, como Pedro el Cruel, como Pedro el Ceremonioso, como Guillermo V de Holanda, unos perturbados como Jacoba, otros son unos borrachos lujuriosos como Venceslao, el emperador de Alemania, unos fariseos cretinoides como el rey de In- glaterra; los antipapas, por su parte, crucifican al Espí- ritu Santo y verlos causa espanto. ¡Si eso fuera todo! Porque, hay que confesarlo, para rebasar la paciencia de Dios, quienes le estaban consa- grados se mezclaron en todo eso. El cisma, que soplaba tempestuosamente, había desmantelado las barcas de sal- vamento, y los barqueros de Jesús se habían convertido en verdaderos demonios. Para imaginarse el enorme 61 J. -K. HUYSMANS peso que añadieron a la balanza de la Justicia en el plati- llo del Mal, no hay más que leer los sermones de san Vicente Ferrer reprochándoles sus infamias, las imprecaciones de santa Catalina de Siena acusándolos de codiciosos y orgullo- sos, de impuros, gritándoles que subastaban las mercedes del Paráclito. Ante tal suma de sacrilegios y de crímenes, ante se- mejante invasión de las cohortes del Infierno, parece pro- bable que, a pesar de toda su devoción y su bravura, santa Liduvina, santa Coleta, santa Francisca Romana, hubie- ran sucumbido bajo el número, si Dios no hubiera levan- tado ejércitos para socorrerlas. Es muy posible que ellas no conocieran dichos ejérci- tos, como tampoco ellos se conocieron entre sí, porque el Todopoderoso es el único dueño de esa estrategia y solo Él ve el conjunto; entre sus manos los santos son peones a los que coloca en el tablero del mundo a su pla- cer; ellos simplemente se entregan, en cuerpo y alma, a Aquel que los dirige; hacen su voluntad y no piden saber nada más. Y así, solo mucho tiempo después, cuando se exami- nan los recursos de que disponía el Señor y los diversos elementos de los que se servía, se puede entrever vaga- mente la táctica que utilizó para vencer, en tal o cual época, a las hordas seducidas por los ángeles malos. A finales del siglo XIV es muy difícil enumerar las milicias que se levantaron, bajo las órdenes de Cristo, para asistir a Liduvina y a las dos otras santas. Algunas 62 Santa Liduvina de Schiedam las conocemos, otras probablemente seguirán ignoradas para siempre; otras parecen haber estado más especial- mente ocupadas en hacer operaciones de diversión en el campo de batalla del más allá. Sin embargo, sin temor a equivocarnos, se pueden se- ñalar las tropas colocadas en primera línea que avanza- ban, protegidas por las plegarias de los reductos contemplativos, las fortalezas místicas defendidas, en Francia, por las clarisas de santa Coleta; en Italia, por las clarisas de santa Catalina de Bolonia y las terciarias fran- ciscanas de clausura de la bienaventurada Angelina de Marsciano; por las dominicas reformadas, con ayuda de María Mancini de Pisa, por la bienaventurada Clara de Gamba- corta; por las terciarias de Santo Domingo que adoptaron la clausura, bajo la autoridad de Margarita de Saboya; por las cistercienses que el papa Benedicto XII recondujo a la estricta observancia; por las hermanas cartujas aún exaltadas por el recuerdo de santa Rosalina. Las tropas de vanguardia estaban formadas por bata- llones de franciscanos y hermanos predicadores, los pri- meros bajo las órdenes de san Bernardino de Siena, que nació el mismo año que Liduvina y cumplió una misión análoga a la de santa Coleta, enderezando las reglas tor- cidas de san Francisco; por su discípulo san Juan de Ca- pistrano que, más en particular, le sostuvo en esa tarea y combate, así como el bienaventurado Tomás Bellacio de Linaris, las herejías de los fraticelos y los husitas; por san Jaime de la Marche, que se le unió para predicar contra los infieles; por san Mateo de Agrigento, que restauró los usos regulares en las casas de España; por el bien- 63 J. -K. HUYSMANS aventurado Alberto de Sarteano que fue, más en parti- cular, encargado de guerrear contra los cismas; los segundos, conducidos por san Vicente Ferrer, el tauma- turgo, que sobre todo evangelizó a los impíos; por san Antonio de Florencia que luchó contra la magia; por el bienaventurado Marcelino cuyas rodillas, a fuerza de arrastrarse por el suelo, eran como esas protuberancias rugosas de los árboles viejos; por el bienaventurado Rai- mundo de Capua, confesor de santa Catalina de Siena que, con Juan Dominici y Lorenzo de Ripafratta, esti- muló la piedad dormida y renovó las relajadas costum- bres de la orden; por el bienaventurado Álvarez de Córdoba que trabajó en la extinción del cisma y, como san Vicente Ferrer, convertía a los idólatras. Y esas columnas, destinadas por la naturaleza misma de su vocación al apostolado, acostumbradas a hacer de exploradoras y a los enfrentamientos de vanguardia, se extendían en un interminable frente de batalla, a la ca- beza del inmenso ejército del Señor, cuyas dos alas se desplegaban: la una, compuesta por los expertos regi- mientos de los carmelitas, capitaneados por su prior ge- neral, Juan Soreth, quien reanimó el decaído fervor de los suyos y creó el instituto de los carmelitas; por san Antonio de Offen y el bienaventurado Estanislao de Po- lonia, que perecieron martirizados, uno y otro, por la causa de Cristo; por Juan Arundino, prior de la casa de Brujas; Ángel de Mezzinghi, que contribuyó a implantar la reforma de la regla en la Toscana; por Bradley, pro- movido obispo de Dromory, en Irlanda, famoso por su austeridad; la otra, por las masas compactas de los agus- tinos, escindidos en múltiples observancias, y también 64 Santa Liduvina de Schiedam reunidos y reformados en Italia por Ptolomeo de Vene- cia, Simón de Cremona, Agustín de Roma; en España, por Juan de Alarcón, que introdujo los conventos de la estricta observancia en la vieja Castilla; las agustinas, en cuya orden tercera acababa de crecer una flor de la pa- sión, la bienaventurada Catalina Visconti. Y esas masas, recién estrenadas, encuadraban los des- tacamentos más débiles e insuficientemente armados de los camaldulenses que, en el desorden de sus filas, con- taban sin embargo con un sabio religioso, Ambrosio Tra- versari y dos santos: Jerónimo de Bohemia, el apóstol de Lituania, y el oblato Daniel; birgittinas y birgittinos, ape- nas nacidos a la vida religiosa y mal preparados para el servicio de campaña; servitas cuya disciplina fue refor- zada entonces por Antonio de Siena y cuya abanderada era una terciaria, la bienaventurada Isabel Pizenardi; pre- monstratenses cuyos claustros, así como los conventos de Fontevrault, que María de Bretaña reestructuraría pronto, estaban tan relajados que sus efectivos de soco- rro fueron casi nulos. Por último, entre esas dos alas, tras la línea avanzada de los hijos de san Francisco y de santo Domingo, se movía la parte resistente, el grueso del ejército, el centro denso y compacto de la orden más densa de la Edad Media, la orden de San Benito con sus grandes divisio- nes: los benedictinos, propiamente dichos, dirigidos en Alemania por el abad de Castels, Otón, que retoma la parte íntegra de la regla, y el abad Juan de Meden que cambió las disolutas costumbres de ciento cuarenta y siete abadías; en Italia, por Luis Barbo, abate de Santa 65 J. -K. HUYSMANS Justina de Padua, que sujetó a las severas leyes de su claustro a numerosos monasterios, entre ellos, el de Montecasino, cuna de la orden; en Francia, por el abad de Cluny, Odón de la Periêre, el cillerero 5 Esteban Ber- nadotte, el prior dom Toussaint, sobrino de santa Coleta, que debido a sus virtudes fue comparado a Pedro el Ve- nerable; por Guillermo de Auvernia, citado en las crónicas como habiendo sido un verdadero santo, por el bienaven- turado Juan de Gante, prior de San Claudio, que se inter- puso entre el rey de Inglaterra y el rey de Francia para intentar convencerlos de concluir la paz; los cistercienses, por el bienaventurado Eustaquio, primer abad del Jardi- net, por los venerables Martín de Vargas y Martín de Lo- groño, que reorganizan a los bernardinos que quedan en España; los celestinos, que delegan a uno de sus monjes más santo, Juan Bassand, para ser el confesor de santa Co- leta, pero cuyas escuadras, numerosas y muy afamadas en Francia, no dejan por ello de estar mal entrenadas y ser poco sólidas; los olivetanos, más aguerridos y conducidos al asalto por el venerable Hipólito de Milán, abate del Monte-Olivete, por el hermano Lorenzo Sernicolai de Pe- rusa, el converso Jerónimo de Córcega que murió en olor de santidad, en el convento de San Miniato, en Florencia, por el venerable Jerónimo Mirabelli de Nápoles, por el bienaventurado Bernardo de Vercul que fundó dos con- ventos de la observancia en Hungría; los humillados, entre cuyos claustros figura una oblata, la bienaventurada Aldobrandesca, ilustre en Siena por sus milagros. En el contingente de este ejército, también se puede contar con una legión escogida, la de las reclusas, esas 66 Santa Liduvina de Schiedam 5 Mayordomo de un monasterio. (N. de la T.) mujeres que vivieron la vida eremítica, tal y como la practicó la propia santa Coleta durante cuatro años en Corbi, mujeres anacoretas, sepultadas en las soledades de Occidente, o emparedadas voluntariamente en las ciu- dades, a quienes se les pasaba por un tragaluz algo de pan y un cántaro de agua. Conocemos algunos de los nombres de estas salvajes celestiales, Alicia de Bour- gotte, encerrada en una celda en París; la bienaventurada Inés de Moncada, que al escuchar a san Vicente Ferrer se fue a una gruta a llorar, como la Magdalena, los peca- dos del mundo; la bienaventurada Dorotea, la patrona de Prusia, que se secuestró a sí misma cerca de la iglesia de Quidzini, en Polonia; la bienaventurada Julia Della Rena que se encerró en Certaldo, en Toscana; Perrona Hergolds, una estigmatizada, terciara de San Francisco, que se retiró a un eremitorio de Flandes; Juana Bourdine, emparedada en la Rochela; Catalina Van Borsbecke, una carmelita que se encerró en una especie de celda conti- gua a un santuario, cerca de Lovaina; otra hija del Car- melo, llamada Inés, a quien, unos años después de la muerte de Liduvina, encontraron aún encerrada en un reducto situado cerca de la capilla de los carmelitas, en Lieja. Por último, la flor de las siervas de Jesús, la guardia de honor de Cristo, de cuyas filas salieron –hay que des- tacarlo– santa Catalina de Siena, santa Liduvina, santa Coleta, santa Francisca Romana, la bienaventurada Juana de Maillé, las víctimas especialmente queridas por Dios, las efigies vivientes de su Pasión, sus abanderadas, sus estigmatizadas. 67 J. -K. HUYSMANS En Alemania, una terciaria franciscana, la bienaven- turada Isabel, la niñera de Waldsee, y la clarisa Magda- lena Beüttler; en Italia, una terciaria de san Francisco, Lucía de Norcie; una clarisa, María de Massa; una viuda, la bienaventurada Juliana de Bolonia; una agustina, santa Rita de Cassia; la estática Cristina, cuyo nombre conser- vamos, pero sin más datos, gracias a Dionisio, el cartujo; en Holanda, la dominica Brígida y la beguina Gertrudis de Oosten; ¡y cuántas otras, perdidas en los antiguos ana- les, caídas en un olvido total! A estas tropas activas se pueden añadir también los soldados que no se incorporaron a ningún regimiento e hicieron guerra de partisanos, solos, por su cuenta, como el bienaventurado Pedro, obispo de Metz y carde- nal de Luxemburgo, san Lorenzo Justiniano, obispo de Venecia, que se infirieron maceraciones incomparables para expiar los pecados de su época; como san Juan de Kenty, el apóstol de la caridad en Polonia, san Juan Ne- pomuceno, el mártir de Bohemia; como la bienaventu- rada Margarita de Baviera, amiga de santa Coleta, y el cuerpo de reserva reclutado entre las voluntarias laicas o sacerdotes, religiosas o frailes que las razzias diabóli- cas no se llevaron. Así se puede resumir el balance del ejército que entra en campaña a finales del siglo XIV y a principios del XV, bajo las banderas de Cristo. A primera vista parece imponente y resuelto, pero si se examina de cerca se puede ver que aunque los jefes que lo dirigieron, según el plan de Jesús, fueron admira- bles, las tropas colocadas bajo su mando no tuvieron co- 68 Santa Liduvina de Schiedam hesión, fueron irresolutas y débiles; el grueso del con- tingente estaba formado por los cuerpos de los monas- terios de hombres y mujeres y, acabamos de verlo, los desórdenes y las intrigas perturbaban los claustros; las reglas agonizaban y la mayor parte de sus estatutos es- taban muertos; las falanges monásticas no tenían una piedad sólida y apenas estaban entrenadas en las sendas de la vía mística. Fue preciso, antes que nada, rehacer los cuadros, conducir a los religiosos y a las monjas al olvi- dado manejo de sus armas, equiparles de nuevo con ofi- cios, volverles a enseñar la práctica de las mortificaciones, reaprenderles el desatendido manejo de la culpa. En medio de esa relajación general solo los carmelitas constituían una excepción. En el momento del cisma es- taban divididos en dos campos, pero la disciplina se con- servaba intacta en sus filas. Entre ellos había hábiles estrategas y santos poderosos: Dionisio de Ryckel, lla- mado el cartujo, uno de los grandes místicos de la época, Enrique de Calcar, prior de la cartuja de «Belén María», en Ruremondo, el maestro de Gerardo Groot, uno de los escritores a quienes se les ha atribuido la paternidad de la Imitación de Cristo; Esteban Maconi, el discípulo bien amado de santa Catalina de Siena; el bienaventurado Ni- colás Albergati, que fue cardenal tras haber sido prior del cenobio de Florencia; Adolfo de Essen, el apóstol del rosario, que fue director de la bienaventurada Margarita de Baviera, y muchos más. Las compañías cartujanas formaron un núcleo de vie- jos soldados curtidos en el fuego de las batallas inferna- les y sirvieron de retaguardia; ampararon entre los 69 J. -K. HUYSMANS muros de sus oraciones la marcha del ejército, llenaron los cuarteles de pupilas, de jóvenes reclutas recién reu- nidas, dándoles así tiempo a fortalecerse y prepararse para la lucha; entre esas reclutas que integraban los ba- tallones de refuerzo, hay que consignar el puñado de oblatas de san Benito, fundado por santa Francisca Ro- mana y, sobre todo, el grupo de nuevas carmelitas adies- tradas en el servicio de las plazas místicas por santas como Ángela de Bohemia, enclaustrada en el monasterio de Praga, la venerable Inés Correyts, fundadora del Car- melo de Sión, en Brujas; la venerable Juana de l’Erneur, que creó el monasterio de Nuestra Señora de la Conso- lación en Vilvorde y fue una de las primeras hijas espiri- tuales de Juan Soreth; la bienaventurada Arcángela Girlani, priora de la casa de Mantua, cuyo cadáver inco- rrupto tenía la particularidad de curar a las mujeres con chancros en la cara y en la garganta que lo tocaban. En cuanto a Liduvina, ella no levantó ningún ejército, no formó parte de ningún cuerpo ni ayudó a los impíos, con el apoyo de ningún claustro; combatió en solitario, como una niña perdida, en una cama; pero el peso de los ataques que soportó fue el más enorme que se haya oído hablar jamás; ella sola valía por todo un ejército, un ejér- cito que tenía que enfrentarse al enemigo en todos los frentes. Liduvina, como tantos santos de su siglo, expió por las almas del Purgatorio, por las abominaciones del cisma, por las francachelas de clérigos y monjes, por las perversiones de pueblos y reyes; pero sobre esta obliga- ción, que aceptó, de reparar las faltas cometidas de un 70 Santa Liduvina de Schiedam lado a otro del universo, tuvo además la carga de ser el chivo expiatorio de su país. Como señalan sus biógrafos, cada vez que Dios quería castigar a Holanda, era a ella a quien se dirigía y era ella quién recibía los primeros golpes. ¿Fue la única, en la región bátava 6 que soportó la res- ponsabilidad de los fechorias castigadas? ¿No la ayuda- ron otros santos, en los Países Bajos, en esa misión especial, como sí hicieron con su misión de expiadora del mundo? Esto parece casi seguro. Hacía tiempo que las estigmatizadas que hemos nom- brado, Gertrudis de Osten y Brígida, ya no existían cuando Liduvina empezó a sufrir por delegación, la pri- mera había muerto en 1358 y la segunda en 1390; no in- tervinieron, pues, en la obra propiciatoria que emprendió; la empezaron sin saber quién la terminaría y Liduvina fue simplemente designada legataria doliente de sus bienes. Adoptó su sucesión como ya había adoptado la de una santa que vivió en el siglo anterior, una compensa- dora, cuya existencia presenta singulares analogías con la suya, santa Fina de Toscana; esta pasó su vida en una cama, cubierta de úlceras cuyo pus exhalaba exquisitos perfumes. Es imposible enumerar las personas cuyos méritos aliviaron la tarea de Liduvina en la propia Holanda; todo 71 J. -K. HUYSMANS 6 Batavia o Republica bátava (los Países Bajos). ( Download 2.77 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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