J. K. Huysmans
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N.de la T.)
De Artevelde fue reconocido entre los muertos, feliz- mente para él, porque inmediatamente después de la vic- toria, los bajos instintos se desataron; saquearon los campos, trituraron a los niños y a las mujeres; el rescate de las plazas que no quisieron ser destruidas se pagó a precio de oro; fue la bolsa o la vida; aquella nobleza, que había temblado ante esa tropa de harapientos, se mostró inexorable; los ganteses, exasperados, recurrieron a los ingleses que desembarcaron, pero recogieron sobre todo el botín que no se habían llevado los franceses; ese des- dichado país fue presa entonces de sus atacantes y de sus defensores; pero ni las depredaciones ni las torturas debi- litaron su increíble energía. Ackermann sucede a De Ar- tevelde y, sostenido por un regimiento del otro lado de la Mancha, asedia Ypres. Carlos VI le desaloja y se apo- dera de Bergues donde no tolera a un ser vivo, luego, harto de esas orgías de crímenes, concluye por darse una tregua. Mientras tanto, Luis de Mâle muere y Felipe de Borgoña hereda de su mujer esa terrible sucesión de Flan- des. Reanuda las interrumpidas hostilidades y las matan- zas y los incendios se suceden. La Plaza de Dam queda reducida a cenizas; la región llamada de los Cuatro Ofi- cios no es ya sino un montón de ruinas; y como si esos horrores no fueran suficientes, las contiendas religiosas se suman a ese interminable conflicto. Dos papas han sido elegidos al mismo tiempo y se bombardean a golpe de bulas. El duque de Borgoña apoya a uno de los pontí- fices y entiende que sus súbditos aceptan su obediencia; estos la rechazan y Felipe se irrita, decapita a los diri- gentes del partido que se resisten; pero, una vez más, los flamencos se rebelan; las iglesias se cierran, los oficios religiosos cesan, Flandes parece maldita y el duque, ex- 39 J. -K. HUYSMANS cedido por las disputas, acaba dejando tranquilo a ese pueblo del que no puede sacar partido. A cambio de su libertad de conciencia, se conforma con extirparle el di- nero. Tal es la situación de Flandes; si pasamos a la propia Holanda, la vemos también trastornada por incesantes combates. Cuando nace Liduvina, el duque Alberto, en calidad de Ruwaard o vicerregente, gobierna Hainaut, Holanda, Zelanda, Frisia, las provincias reunidas bajo el título de condado del País-Llano. Sustituye al verdadero soberano, su hermano, Guillermo V, que tras luchas impías con Margarita de Baviera, su madre, se ha vuelto loco; y mientras lo internan, el país, en carne viva, se levanta; una batalla feroz se libra entre los boinas rojos o Hoecks y los boinas grises o Kabelljauws, ambos partidos, los güelfos y los gibelinos de los Países Bajos, se habían for- mado a raíz de la guerra emprendida por Guillermo con- tra la princesa Margarita, unos a favor del hijo y otros a favor de la madre; pero los odios sobrevivieron a las cau- sas que los engendraron porque los seguimos encon- trando, aún vivos, en el siglo XVI. En cuanto fue nombrado vicerregente, el duque Al- berto pone sitio a Delft, donde acaba con la sedición en diez semanas; después hubo un levantamiento armado contra el duque de Gueldre y el obispo de Utrecht; por último, el escandaloso litigio entre un padre y un hijo, similares en cierto modo a la rivalidad entre madre e hijo del reinado anterior. 40 Santa Liduvina de Schiedam Guillermo V muere y el duque Alberto es proclamado gobernador de las provincias; el país, extenuado por esas diferencias, se apresta a respirar un poco, pero el duque Alberto está dominado por su querida, Adelaida de Poel- geest, y bajo su influencia traiciona al partido de los Ho- ecks que hasta entonces le había protegido. Empujado por estos, su hijo Guillermo manda asesinar a Adelaida en el castillo de La Haya, después, temiendo la venganza de su padre, se escapa a Francia. Pero Frisia se subleva y esa rebelión acerca a padre e hijo. Convencido de que es el único capaz de mandar las tropas, el duque Alberto perdona al asesino y lo llama. Guillermo desembarca en Kuinder y empiezan las sangrías. Frisia chorrea sangre pero no se da por vencida; al año siguiente se rebela nue- vamente, es reducida y vuelve a rebelarse, rompe esta vez los ejércitos del duque y lo fuerza a suscribir un tra- tado de paz. Se diría una Gante holandesa, ruda y tenaz. Nada más terminarse esta guerra estalla otra; un vasallo, el señor de Arkel, se declara independiente en cuanto muere el duque Alberto. Guillermo VI, que sucede a su padre, avanza contra el rebelde, conquista sus castillos y le obliga a someterse. Pero el duque de Gueldre se amo- tina a su vez y los frisones vuelven a levantarse. Gui- llermo, al cabo de sus recursos y enfermo, firma con ellos un armisticio después de que capturaran la ciudad de Utrech y muere, dejando, junto a numerosos hijos natu- rales, una hija legítima, Jacoba. Jacoba ocupa el lugar de su padre y el desorden au- menta. La vida de esta singular princesa parece una no- vela de aventuras. Su padre la casa a los dieciséis años con Juan, duque de Torena, delfín de Francia, que muere 41 J. -K. HUYSMANS poco después, envenenado. Jacoba vuelve a casarse inme- diatamente con su primo hermano, Juan IV, duque de Brabante, una especie de desquiciado y de necio, que la desprecia y vive públicamente con otra mujer. Jacoba lo deja y huye a Inglaterra junto a Humpbrey, duque de Gloucester, de quien se ha enamoriscado; obtiene del an- tipapa, Pedro de Luna, un breve que pronuncia el divor- cio entre ella y el duque de Brabante y se casa con el duque de Gloucester. Apenas están juntos cuando tienen que volver precipitadamente a Holanda para expulsar a Juan de Baviera, obispo de Lieja, tío de Jacoba, que ha aprovechado la ausencia de su sobrina para invadir sus Estados; este prelado es vencido y se retira. Gloucester, que no parece estar muy enamorado de Jacoba, la instala en Mons y vuelve a Inglaterra. Entonces la desgraciada se debate entre una madeja de intrigas; su tío, el duque de Borgoña, maneja los hilos; se siente rodeada por todas partes, todos están contra ella, su otro tío, el obispo de Lieja, al que ha vencido, su segundo marido, Juan de Bra- bante, que ocupa Hainaut, que ella no puede socorrer, y el duque de Borgoña que, resuelto a tomar Holanda, im- pone en las ciudades su soldadesca de la Picardía y de Artois. Jacoba, que contaba al menos con la fidelidad de sus súbditos de Mons, es entregada por ellos al duque de Borgoña; este la encierra en su palacio de Gante, donde permanece tres meses, pero aprovecha un momento en que los soldados encargados de vigilarla se emborrachan, para huir, disfrazada de hombre, a rienda suelta, se dirige a Anvers y llega a Gouda. Ahí, se cree segura y pide ayuda a su marido, pero Gloucester ha olvidado que era 42 Santa Liduvina de Schiedam su mujer y se ha casado con otra. Se niega a intervenir. Entonces Jacoba decide defenderse sola. Fortifica Gouda, asediada por las tropas de Borgoña, revienta el dique de Yssel e inunda el territorio para proteger un lado la ciu- dad; luego se va al otro lado, frente al enemigo y lo des- troza; pero su triunfo dura poco porque al año siguiente intenta en vano asaltar Harlem y sus partidarios son dis- persados, mientras que, a instancias del duque de Bor- goña, el verdadero papa declara que su matrimonio con el duque de Gloucester es nulo y que, a pesar del breve del antipapa, es un adulterio. Entonces todos le dan la espalda; abandonada por sus fieles, para salvaguardar su libertad decide pedir gracia al duque de Borgoña y concluye con él, en Delft, un tra- tado en cuyas cláusulas le reconoce como heredero, le cede, en vida, sus provincias y además, se compromete, pues su segundo marido acaba de morir, a no volverse a casar sin su consentimiento, pero apenas queda libre, Ja- coba olvida sus promesas porque se enamora de Frank de Borselen, estatúder de Holanda y se casa con él en se- creto. Felipe de Borgoña, que la tiene rodeada de espías, se entera de esta unión y no dice nada; pero tiende una emboscada a De Borselen y le encierra en Rupelmonde, en Flandes; luego comunica a Jacoba que le colgará de manera expeditiva si no renuncia, de una vez por todas y sin condiciones, a sus derechos sobre los distritos de los Países Bajos. Para salvar a su marido, Jacoba abdica de todos sus poderes en manos del duque y se retira a Teylingen con De Borselen, el único hombre que parece haberla amado realmente. Ahí, en aquel torreón, los cro- nistas la presentan enferma y triste, incapaz de conso- 43 J. -K. HUYSMANS larse de su decadencia, entreteniéndose en modelar pe- queños cántaros de arcilla y extinguiéndose por consun- ción, a la edad de treinta y seis años, tres años después de la muerte de Liduvina, sin dejar hijo alguno de sus cuatro maridos. Esta es, en pocas líneas, su historia ¿Quién fue exac- tamente esta extraña Jacoba? Unos la presentan como una aventurera y una desvergonzada, otros como una mujer tierna y caballeresca, víctima de la ambición de los suyos; parece haber sido sobre todo una impulsiva, inca- paz de resistirse a las emociones de sus sentidos. Un re- trato más o menos exacto de ella, inserto en La Columna de Fuego de los Países Bajos, nos la pinta con los rasgos de una robusta holandesa, agraciada y vulgar, una virago enérgica y brusca; y en efecto uno se la figura muy bien así, imperativa y versátil, intrépida y locoide, pero en el fondo una buena mujer. Mientras tanto, esa Holanda a la que ella gobernaba debía soportar las consecuencias de sus flechazos amoro- sos, y el país, saqueado por las tropas de los borgoñones, lacerado por las bandas de güelfos y gibelinos, perdía su sangre; las inundaciones que anegaron pueblos enteros acabaron de desesperarle y, para coronarlo todo, vino la peste. ¿Y el resto de Europa? ¿Tuvo mejor trato y fue más feliz? No parece que así fuera. En Alemania reina una crápula fastuosa: el emperador Venceslao; nunca está sobrio; trafica con los cargos mien- 44 Santa Liduvina de Schiedam tras sus vasallos se matan entre sí y, para conseguir la paz, hay que echarlo junto a sus concubinas. En Bohemia y en Hungría, tenemos la lucha desespe- rada de los eslavos contra los turcomanos; después las matanzas en masa de los husitas; el valle del Danubio es un inmenso matadero sobre el que planea la peste. En España, los indígenas y los moros se diezman entre sí y hay un odio despiadado entre las provincias. En Cas- tilla, Pedro el Cruel, una especie de loco furioso, mata a sus hermanos, a su primo, a su mujer, Blanca de Borbón, e inventa espantosos suplicios para torturar a sus prisio- neros. En Aragón, Pedro el Ceremonioso roba los bienes de su familia e impone sevicias horrendas a sus enemigos. El dueño de Navarra es un envenenador, Carlos el Malo. En Portugal, otro Pedro el Cruel, aficionado a las fan- farrias y a los suplicios, arranca el corazón a quienes, tras haber sido martirizados, todavía respiran y, atacado de vampirismo agudo, desentierra a su amante muerta, y ves- tida con ornamentos reales y coronada con una diadema, la sienta en un trono y obliga a todos los señores de la corte a desfilar delante del cadáver y besarle la mano. En realidad, la península es una casa de locos y la demencia casi bonachona de un Carlos VI parece razo- nable si se la compara con las aberraciones de esos po- sesos. En Italia, además de la guerra civil, está la peste, y en medio de esa avalancha de plagas, los rufianes se insul- 45 J. -K. HUYSMANS tan; la gente se pelea en las calles de Roma, los Colonna y sus secuaces se rebelan contra el papa y, so pretexto de restablecer el orden, el rey de Nápoles, Ladislao, se apo- dera de la ciudad y después de saquearla se marcha y vuelve para saquearla de nuevo. Entre Génova y Venecia, la colisión causa represalias feroces; en Nápoles raptan a la reina Juana y la ahogan con dos colchones en el cas- tillo de Basilicate; en Milán tenemos las atrocidades de las facciones enfrentadas, pero lo peor de todo fue el des- tino de la Iglesia, súbitamente bicéfala. Si los miembros de su pobre cuerpo, si las regiones católicas languide- cían, enfermas y desangradas, sus dos cabezas, una en Aviñón y la otra en Roma, no ansiaban más que devo- rarse entre sí. Estaba, en efecto, dominada por unos pontífices espantosos: era la época del gran cisma de Oc- cidente. Esta era la situación de la Santa Sede: el rey de Francia, Felipe el Hermoso había sentado anteriormente en la cátedra de San Pedro a una de sus criaturas, Bel- trán de Got, arzobispo de Burdeos. Tras haber sido con- sagrado en Lyon, este soberano, en vez de establecerse en Roma, se instaló en el principado de Aviñón; con él empezó ese período que los escritores llaman el exilio de Babilonia; los papas se sucedieron, murieron sin ha- berse podido decidir a volver a sus Estados; por último, en 1376, Gregorio XI tomó posesión de la ciudad eterna y murió cuando, asqueado de Italia, se disponía a volver a Francia. Muere y hay una sucesión de pontífices elegidos y re- chazados. Roma nombra uno y Aviñón otro. Europa se divide en dos campos. Urbano VI, el papa de Roma más honesto, pero el más imprudente y sanguinario de los 46 Santa Liduvina de Schiedam dos, es reconocido por Germania, Inglaterra, Hungría, Bohemia, Navarra, Flandes y los Países Bajos; el otro, Clemente VII, el papa de Aviñón, de costumbres más suaves pero desprovisto de escrúpulos, practica la simó- nía, vende indulgencias, trapichea con los beneficios, malvende mercedes. Es aceptado por Francia, Escocia, Sicilia, España. Ambos pontífices combaten a golpe de prohibiciones, rivalizan en amenazas e injurias. Mueren; les sustituyen y sus sucesores se excomulgan a más y mejor, mientras que por su parte, un tercer papa, elegido por el concilio de Pisa los cubre de anatemas. El Espíritu Santo se pasea por Europa al azar y ya no se sabe a cuál de esos pastores hay que obedecer; es tal la confusión que incluso el entendimiento de los santos se nubla. Santa Catalina de Siena sostiene a Urbano VI y el bienaventurado Pedro de Luxemburgo a Clemente VII. San Vicente Ferrer y santa Coleta se someten, por unos momentos, a la obediencia del antipapa Pedro de Luna, luego acaban por seguir a otra tiara; es el más ab- soluto de los desconciertos. Jamás se vio cristiandad en semejante caos. Dios acepta que se demuestre el origen divino de la Iglesia mediante el desorden y la infamia de los suyos; no hay institución humana que haya podido resistir a tales choques. Parece que Satanás hubiera mo- vilizado a sus legiones y se hubieran vaciado las zahúr- das de los infiernos; la tierra pertenece al Espíritu del Mal y bloquea a la Iglesia, la asedia sin reposo, reúne todas sus fuerzas para derribarla y ni siquiera se siente sacudida. Espera pacientemente a que la liberen los san- tos que Dios la envíe; tiene traidores en su sede, papas espantosos, pero esos pontífices pecadores, esos seres tan 47 J. -K. HUYSMANS miserables, cuando se dejan seducir por la ambición, por el odio, por el lucro, por todas esas pasiones que atiza el Diablo, se vuelven infalibles en cuanto el enemigo intenta destruir el dogma; el Espíritu Santo, que parecía perdido, vuelve y les asiste; cuando se trata de defender las ense- ñanzas de Cristo, ningún papa, por muy vil que sea, des- fallece. No por ello los desdichados creyentes que vivieron en el horror de esos extravagantes años, dejaron de creer que todo iba a desmoronarse; y, en efecto, a dondequiera que miren, solo ven matanzas. Al sur, en el Oriente cristiano, los griegos, los mon- goles y los turcos se exterminan; al norte, los rusos y los tártaros se degüellan, como los suecos y los dane- ses; y si, mirando aún más lejos, rebasan de una ojeada los territorios devastados de Europa, si van hasta la línea de sus fronteras, lo que perciben es el fin del mundo, las amenazas del Apocalipsis, a punto de cum- plirse. Los límites del universo cristiano se dibujan con tra- zos de fuego sobre un cielo tembloroso, cruzado por el látigo de los rayos; las aldeas situadas en los confines de los países idólatras arden; la zona de los demonios se ilu- mina, Atila ha resucitado y vuelve a empezar la invasión de los bárbaros; en un torbellino de jenízaros, el emir de los otomanos, Bajaceto, pasa, arrasando como un hura- cán los campos y barriendo las ciudades; se precipita en Nicópolis contra las fuerzas católicas reunidas para im- pedirle el paso; las tritura, se dispone a arrancar de cuajo 48 Santa Liduvina de Schiedam la cátedra de San Pedro y se habría acabado el occidente de los cristianos, cuando otro conquistador, el mongol Tamerlán, célebre por la pirámide de 90.000 cráneos que ha levantado en las ruinas de Bagdad, llega a todo tren de las estepas de Asia, se precipita sobre Bajaceto y triunfa, tras haber machacado, en atroz combate, a sus hordas. Y, aterrorizada, Europa asiste al encuentro de esas dos trombas que chocan y explotan, inundándola con una lluvia de sangre. Es fácil imaginar el terror de la gente sencilla. ¡De aquellos que se libraron de los desastres de esas descon- certantes épocas, cuántos vivirían con el alma desqui- ciada y el cuerpo agotado por las hambrunas y el pánico! Si las danzas macabras, las convulsiones, los bailes de San Vito y una enfermedad que los antiguos cronistas llamaban «rabia de cabeza» y que parece ser la meningi- tis, no los mataban, los volvían prácticamente locos. Junto a todo eso, en los países faltan los víveres y las epi- demias son endémicas; la peste negra recorre Occidente y ninguna región queda indemne; infecta tanto a Italia como a Francia, a Inglaterra como a Alemania, a Holanda como a Bohemia y a España; es la más temible de las pla- gas de aquellos siglos, la que las reservas infernales de Levante vierten sin descanso sobre la pobre Europa. Pronto, Satanás se inmiscuye en esos organismos de- bilitados y en esas almas mal contenidas, desmanteladas por el miedo, y en lo más profundo de los bosques se con- solida la inmundicia de los aquelarres. Se cometen los 49 J. -K. HUYSMANS desmanes y los sacrilegios más execrables; se celebran misas negras y se fortalece la magia. Gilles de Rais tro- cea niños pequeños y sus brujos hurgan en sus entrañas, buscan, en esos tristes despojos, el secreto de la alquimia, el poder de transmutar los metales sin valor en oro. El pueblo yace espantado de lo que se entera y de lo que ve; clama justicia, implora consuelo a tantos males y todo calla. Se vuelve hacia la Iglesia y no la halla. Su fe vacila; en su ingenuidad, piensa que el Representante de Cristo en la tierra no tiene ya nada de divino pues no puede sal- varle. Llega incluso a dudar de la misión de los sucesores de san Pedro; no consigue concebirlos tan humanos y tan débiles, porque recuerda ese espectáculo desconcertante del emperador de Alemania Venceslao, siempre ebrio, vi- sitando al delirante rey de Francia, Carlos VI, para de- poner entre los dos a un papa. ¡El Espíritu Santo juzgado por un borracho y un demente! No es pues sorprendente que, en medio de tal desban- dada, por encima incluso de las prácticas de la magia negra y de los aquelarres, se impongan las más empeci- nadas herejías que pululan de un lado a otro del mundo. En Inglaterra, Juan Wiclef, miembro de la Universi- dad de Oxford y cura de Lutterworth, niega la transus- tanciación y la sustituye por la doctrina de la remanencia, dicho de otro modo, del pan y del vino que siguen intac- tos una vez consagrados; ataca el culto de los santos, re- chaza la confesión, suprime el purgatorio; menosprecia el poder admitido de los papas. Su enseñanza, que tiene un éxito inmenso, reúne a una multitud de perturbados contra la Iglesia y, en vano, dos carmelitas, Esteban Pa- trington y Juan Kinningham, luchan denodadamente 50 Santa Liduvina de Schiedam para rechazarlos. Wiclef muere, pero sus discípulos, los lolardos, siguen propagando sus errores. Dichos errores penetraron hasta en Bohemia con Juan Huss y Jerónimo de Praga. Ellos aceptan el dogma de la Eucaristía, pero a condición de que el sacramento sea ad- ministrado a los laicos bajo las dos especies; sin embargo declaran que las indulgencias no existen, que el papado es un invento de los hombres, que la Iglesia es la sina- goga de Satanás. Juan Huss, y su alumno Jerónimo de Praga, fueron quemados, pero sus partidarios, incremen- tados por los desórdenes de la Santa Sede, incendiaron las capillas y los claustros, degollaron a los sacerdotes y a los frailes; se intentó reducirlos sin éxito; se defendie- ron con tanta bravura que el rey Segismundo tuvo que tratar con ellos para acabar con la lucha. Entonces, se di- vidieron en sectas de varios tipos: los taboritas, que ele- varon la venganza al estado de virtud y exaltaron los efectos beneficiosos del crimen; los orebitas, aún más fe- roces, que desmembraban a los fieles entre espantosos tormentos; los adamitas, procedentes de Picardía, que se paseaban desnudos para imitar al primer hombre; por úl- timo, en sectas menos fanáticas, más sociables, los calix- tinos, es decir, fieles a los que se permite beber en el cáliz y los hermanos bohemios, que tras haber negado la Pre- sencia real, se separaron completamente de la Iglesia. En Italia proliferan los partidos derivados de las vie- jas herejías albigenses; los restos de aquellos fraticelos, que medraron con tanta fuerza a finales del siglo XIII, renuevan las ignominias de los adamitas y de los gnós- ticos; todos pretenden haber alcanzado el grado de la im- 51 J. -K. HUYSMANS pecabilidad y sostienen que, en adelante, el adulterio y el incesto están admitidos; todos se niegan a trabajar para tener asegurada la pobreza. En vano se les destruyó mediante el fuego, aparecieron de nuevo. San Juan de Ca- pistrano los combatió sin descanso, pero sus esfuerzos fueron inútiles; se extendieron por Alemania y la depra- varon; y en el siglo XV, los encontramos en Inglaterra, mezclados a los lolardos, entregados a una rabiosa pro- paganda, reactivada por los suplicios. Y mientras los papas los abruman con excomuniones, en Alemania se organizan cofradías de flagelantes que se extienden por Alsacia y Lorena, por la Champaña, pene- tran hasta el sur de Francia, en Aviñón; estos destierran la virtud de los sacramentos, manifiestan que la sangre de los latigazos es materia válida de bautismo y predican por todas partes que el poder del Vicario de Cristo sobre la tierra es nulo. En la región de Flandes, donde nació la serie de erro- res conocida bajo el nombre de ese Gualterio Lollard que las sembró, las extravagancias se multiplican. Una be- guina, Margarita Porrette, reaviva las abominaciones de la gnosis, enseñando que a la criatura ensimismada en la contemplación de su Creador, se le puede permitir todo. Esta mujer concedía audiencias, sentada en un trono de plata y pretendía que cuando se acercaba a la Santa Mesa la escoltaban dos serafines. Acabó abrasada viva en París, adonde había ido a hacer prosélitos; pereció en 1310, es decir muchos antes de que naciera Liduvina, pero en la época de esta santa los discípulos de Margarita envene- naban la región de Brabante. Otra posesa, Blombardina 52 Santa Liduvina de Schiedam o Bloemardina, muerta en Bruselas en 1336, se había puesto al frente de la secta y levantaba el sur y el norte de Flandes en contra de la Iglesia. Ruysbroeck el Admirable, el eremita del valle verde, el mayor de los místicos flamencos, la combatió, pero el virus de la antigua gnosis no cesó de infiltrarse en Bél- gica y los Países Bajos. En 1410, cuando se le creía ago- tado, vuelve a desarrollarse de golpe y la herejía reaparece, transportada por personas que se llaman a sí mismas «hombres de inteligencia». Un carmelita secu- larizado, Guillermo de Hildernissen, y un laico de Picar- día, Egidio Cantoris, la dirigen. Son condenados, abjuraran de sus creencias, pero en 1428 encontramos sus errores más vivos que nunca; serpentean por Alema- nia y Holanda, acaban por fundirse con los escombros siempre activos de los fraticelos y los lolardos, que llegan a proclamar que el reino de Lucifer ha sido injustamente expulsado del Paraíso y que ellos tienen que expulsar a su vez del Edén a san Miguel y a los ángeles. Y nada pudo exterminar las raíces de esas impiedades; los dominicos y los franciscanos sucumbieron en esta tarea; los discípulos de Ruysbroeck, su hijo espiritual Po- merio, Gerardo Groot, Pedro de Herenthals intentaron extirparlas, pero las cepas que arrancaban se volvían sa- tánicamente fecundas y resurgían como esas vegetacio- nes esponjosas, esa flora tiñosa que medra en las cloacas, lejos de la luz. Incluso fuera de ese culto al demonio, más o menos oculto, también hay que señalar, en los Países Bajos, la 53 J. -K. HUYSMANS influencia de doctrinas que fueron para ese país lo que los errores de Wiclef y de Juan Huss para Inglaterra y Bohemia; ya apuntan las teorías de los partidarios de la Reforma, con Juan Pupper de Goch, fundador de un con- vento de mujeres en Malinas, que solo admite la autori- dad de las Escrituras, niega la de los concilios y la de los papas, se burla del mérito de los votos y desacre- dita los principios de la vida monástica; con Juan Ruch- rat de Vesel que deshonra los sacramentos, desprecia la Extremaunción y repudia los mandamientos de la Igle- sia; con Juan Vessel, de Groninga, de cuyas obras Lutero tomará prestados, más adelante, sus argumentos para objetar el valor de las indulgencias. Y fue entonces, mientras la Iglesia estaba minada por las herejías, descuartizada por unos papas peligrosos, mientras la cristiandad parecía perdida, cuando Dios propició a algunas santas para que entorpecieran el avance del Maligno y salvaran la Santa Sede. Ya antes de que estallara el cisma de Occidente, Nues- tro Señor había concedido a dos de ellas la misión de avi- sar a sus vicarios para que abandonaran Aviñón y volvieran a Roma. Santa Brígida es enviada desde Suecia para que el Pontífice regrese a Italia. Mientras ella se dedica a con- vencerle, el Papa muere; le sustituye otro al que Brígida inviste, y también muere; por último, el tercero, Urbano V, la escucha; vuelve a Roma, luego se cansa de esa ciudad y vuelve a Aviñón donde fallece. Brígida insta a su suce- sor, Gregorio XI a que huya de Francia, pero mientras 54 Santa Liduvina de Schiedam él duda, ella misma desaparece y solo a instancias de otra santa, Catalina de Siena, el papa se decide a atravesar los Alpes. Santa Catalina prosigue la obra de santa Brígida, y se entremete para reconciliar al papa con la Iglesia, pero Gregorio XI muere. Y se produce el cisma entre los dos papas elegidos, uno en Aviñón, y otro en Roma; la pobre santa intenta en vano conjurar el mal pero Dios la llama a su seno en 1380 y deja este mundo, desconsolada por el porvenir tormentoso que se prepara. De inmediato, Dios ordena en una visión a una pia- dosa muchacha, Úrsula de Parma, que se dirija a Aviñón junto a Clemente VII y le invite a abdicar; ella parte, y ese papa, sacudido por sus requerimientos, va a ceder, pero los cardenales que lo han elegido se oponen; encar- celan a Úrsula por bruja y solo se libra por un temblor de tierra que dispersa a sus verdugos en el momento en que iban a aplicar el tormento. Dios saca a Úrsula del mal paso en el que se ha metido, pero su empresa fracasa. A la espera de que otras deícolas la sustituyan en esa misión de aventurera divina y que las santas que se pre- paran tengan la edad suficiente para suceder a Catalina de Siena, una terciaria de San Francisco, la bienaventu- rada Juana de Maille, que ya ha intentado liberar a Fran- cia, hablando, en nombre del Señor, a la reina Isabel y al rey Carlos VI, asedia a su vez el cielo con súplicas y manda celebrar rogativas públicas, en forma de sufragios 55 J. -K. HUYSMANS y organiza procesiones en las colegiatas y los claustros para frenar la creciente descomposición de los papados enfrentados. Juana llena, en cierto modo, un período intermedio porque no se inmiscuye directamente en el conflicto; pa- rece más abocada, en particular, a las obras de misericor- dia, al cuidado de los apestados y los leprosos y las visitas a los cautivos; la verdadera sucesión de Catalina recae, llegado el momento, en tres santas: santa Liduvina de Schiedam, santa Coleta de Corbi y santa Francisca de Roma, una holandesa, una francesa y una italiana. Santa Liduvina y santa Coleta nacen en 1380, es decir el mismo año en que santa Catalina de Siena se extingue; y ambas se esfuerzan por salvar a la Iglesia, sufriendo muerte y pasión por ella; la una activa, la otra pasiva. Aunque con existencias absolutamente diferentes, presentan algunas similitudes; ambas nacieron de padres pobres, de guapas se convierten, por deseo propio, en feas; las dos, cuando mueren, recuperan la belleza de su juventud y sus cadáveres son aromáticos. En vida fueron devoradas por una sed similar de tormentos; solo Coleta permaneció, a pesar de todo, válida porque tuvo que re- correr Francia de un lado a otro, mientras que Liduvina viaja, inmóvil, al más allá, desde una cama; y ambas ma- nifiestan aún esta similitud: que son una salvaguardia para su patria. Santa Coleta, es, en suma, una ayudante de Juana de Arco para expulsar a los ingleses; la asiste con el re- fuerzo sobrehumano de sus lágrimas. Mientras que 56 Santa Liduvina de Schiedam Juana se encarga de la parte material, combatiendo al frente de las tropas, Coleta manda en la parte espiritual; reforma los monasterios de las Clarisas, las convierte en baluartes de mortificaciones y de plegarias, implica las penitencias de sus hijas en la reyerta, se cuelga de las fal- das de la Virgen hasta obtener la derrota de los Bedford y los Talbot y mandar a los enemigos a su isla. Por su parte, Liduvina, con la fuerza de sus oraciones y de sus tormentos, protege a la Holanda invadida por los Download 2.77 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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