J. K. Huysmans
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in situ; las herejías
estaban desatadas; Europa se disolvía, no había razón al- guna para que Holanda, regida primero por un príncipe culpable de un asesinato, y después por la heroica come- dianta que fue su hija, la condesa Jacoba, se viera más libre que otros países del Demonio; los desarreglos del alma de sus regulares y de sus seculares no tienen pues nada que deba sorprendernos. Se puede añadir que Liduvina estaba singularmente hecha a los ultrajes y aclimatada a las penas; parecía do- tada del funesto privilegio de atraer junto a ella a los ca- nallas y a los locos; algunos iban a visitarla sin motivo, la miraban con insolencia y se iban tras haberla rociado 141 de insultos; una vez, una energúmena que la había gri- tado, se asustó de su silencio y su calma y la escupió en la cara; a esa hubo que echarla a la calle y Liduvina la envió un pequeño presente, diciendo a la persona que iba a hacer el recado: –Esa querida hermana me ha hecho un gran servicio, por- que me ha ayudado a purificarme; es menos un regalo que el pago de una deuda lo que os agradecería que la llevarais. Su humildad y su paciencia no se vieron nunca des- mentidas; ella toleraba las groserías de su cuñada y las sevicias de los intrusos sin chistar; en esos momentos pensaba en Nuestro Señor, cubierto de escupitajos y mo- lido a golpes, y la agradecía que le dejara recoger las migas de su suplicio. Tendida, como Job en su muladar, Liduvina no discutía como el patriarca, pero salía de sí misma y se iba a rondar por el camino del Calvario. Le gustaban las humillaciones tanto como a otros los hono- res; el revulsivo de las vejaciones ya no funcionaba; era necesario que padeciera abominaciones aún más graves que las que había padecido para ponerse de nuevo a sufrir de verdad. Fue dom Andrés quien se encargó de ello. Liduvina, lo hemos dicho ya, solo se acercaba a los Sa- cramentos de vez en cuando durante la primera época de sus enfermedades; pero cuando estas aumentaron sintió la necesidad de recibir el cuerpo del Salvador más a me- nudo y pidió permiso para comulgar en las principales fiestas del año. 142 Santa Liduvina de Schiedam El cura de Schiedam, que era entonces un eclesiástico o un fraile cuyo nombre ignoramos, consintió, pero desapa- reció pronto –la historia no nos cuenta cómo– y fue el llamado dom Andrés quien le sucedió. En cuanto hubo tomado posesión de la parroquia, Li- duvina le rogó que la tratara como su predecesor, pero la desairó. Ella volvió a la carga, le hizo notar que su situación era excepcional, que estaba inmolada por delegación de otro, que privarla de la Eucaristía era privarla de todo consuelo y de todo socorro. Él persistió con más bruta- lidad aún en su rechazo; entonces Liduvina pudo sabo- rear la amargura de esa verdad que formuló, para las almas reparadoras, mucho después que ella, su última descendiente, una de las estigmatizadas del siglo XIX, la visitandina María Putigny, de Metz: «¡desear la comu- nión es atraer sobre sí el sufrimiento!» Esta negativa la crucificó y derramó abundantes lá- grimas, sin llegar a conmover a ese hombre. Acabó por callar su pena, pero –sus cuidadores lo observaron– cuando una campana de la iglesia anunciaba el momento de la elevación o una campanilla sonaba para avisar que pasaba el Viático por la calle, Liduvina se erguía, ar- diendo, en su camastro, luego, caía y parecía pronta a ex- pirar. Unos amigos intercedieron, a raíz de una fiesta so- lemne, pero no obtuvieron ningún éxito; el cura ni si- quiera se dignó a darles ninguna explicación; la verdad 143 J. -K. HUYSMANS es que se empecinaba, se volvía más hostil por días; como tenía que buscarse a sí mismo excusas para su conducta, intentaba persuadirse de que Liduvina era una agente del Demonio. So pretexto de desenmascarar sus fraudes y, sin duda también, movido por el pensamiento orgu- lloso de que iba a ser más perspicaz que sus colegas, re- solvió emplear un subterfugio que confundiría a Liduvina, probando que ella estaba desprovista de ese don de videncia de las cosas ocultas que las personas, un poco al corriente de su vida, le atribuían. En consecuencia, pareció que dom Andrés se suavi- zaba y, la víspera de la Natividad de Nuestra Señora, con- fesó a la santa y prometió que le traería las santas Especies al día siguiente. Ella se quedó triste porque un ángel le dijo acto se- guido: «se prepara una nueva tormenta; ese cura te dará un pan no consagrado; Dios quiere que te avise para que no te engañen». Llegó el día, y ante cierto número de amigos de Li- duvina, el cura elevó la hostia de la custodia y la hizo, sacrílegamente, adorar; luego dio a comulgar a la en- ferma que, aquejada de una náusea, rechazó la oblea. Dom Andrés fingió indignarse y gritó: ¡Cómo osáis vomitar el cuerpo de Nuestro Señor, loca miserable! –Puedo distinguir el cuerpo de Jesús de un simple ázimo, respondió Liduvina. Si esta hostia hubiera estado consagrada la habría tragado sin la menor dificultad, 144 Santa Liduvina de Schiedam pero la hostia que me dais no lo está; toda mi naturaleza se opone a que la consuma y, lo quiera o no, tengo que vomitarla. El cura palideció, pero él duplicó su audacia, juró que el Redentor estaba bien oculto bajo esas Apariencias y, para imponerse a los presentes, quiso retransferir solem- nemente la hostia a su iglesia. Tras esta aventura, Liduvina vivió consternada. ¿Dónde estaba el docto y piadoso Juan Pot? ¿Se había ido de Shiedam, por sus enfrentamientos con ese cura? ¿Ocupaba un puesto de limosnero o de vicario en otra ciudad?, ¿había muerto? Los biógrafos callan, pero el caso es que ese sacerdote, que hubiera podido ayudar a la enferma e incluso darle la comunión, no estaba ahí. Había servido de puente entre la santa y Dios, su misión había terminado y, si todavía estaba en este mundo, el Señor le empleaba probablemente en otras tareas; pero la pobre Liduvina, privada de su ayuda, lloró noche y día. Se retenía para no hundirse en la desesperación cuando, de pronto, Jesús intervino. Un día en el que rumiaba sus infortunios y gemía, ex- cedida, en su cama, se le apareció un ángel y le dijo: –No lloréis más, hermana, vuestras penas van a ser consoladas; el Bien Amado se acerca, lo veréis con vues- tros propios ojos. Se creyó obligada a avisar a dom Andrés para que no imputara a una maniobra demoniaca el favor que se dis- 145 J. -K. HUYSMANS ponía a recibir, rezando. Él levantó los hombros y se echó a reír en su cara. Cuando cayó la tarde, una luz tan grande iluminó su habitación que sus padres, que departían en otro cuarto, se precipitaron en el de Liduvina pensando que había un incendio. –Tranquilos, dijo ella, no hay ningún fuego aquí y, por tanto, ningún peligro de incendio, déjadme sola y haced el favor de cerrar la puerta. Eran entre las ocho y las nueve; en cuanto salieron sus padres, su alma fue invocada, se concentró en el fondo de sí misma y Dios la impregnó hasta en sus fibras más secretas; sus sufrimientos la abandonaron, sus desgracias ya no existían; su alma se arrodilló en su camastro y ten- dió apasionadamente los brazos al Esposo; pero los ojos, que Liduvina había cerrado, se abrieron; una estrella cen- telleó encima de su cama y junto a ella su ángel resplan- decía en su túnica de pálidos fuegos. El ángel la tocó ligeramente y, por unos instantes, sus llagas desaparecieron; recuperó su cuerpo y los colores de la salud; una Liduvina olvidada, una Liduvina perdida, una Liduvina sana y fresca, jovencísima, salió de esa cri- sálida verdosa, llena de surcos de sangre, tendida en la paja podrida. Y entraron los ángeles. Sostenían los instrumentos de la Pasión, la cruz, los clavos, el martillo, la lanza, la columna, las espinas y el látigo; uno por uno, fueron co- 146 Santa Liduvina de Schiedam locándose en semicírculo en la habitación, dejando un es- pacio libre en torno a la cama. Resplandecían, revestidos de ropajes de llamas bor- dadas de oro en ignición y las chispas de fabulosas gemas corrían sobre el fuego movedizo de los ropajes; y, de pronto, todos se inclinaron; la Virgen avanzaba, acom- pañada de un magnífico séquito de santos, aureolados con nimbos de oro fundido, envueltos en telas fluidas de nieve y púrpura. María, vestida sencillamente de llamas blancas, llevaba en las trenzas incandescentes de sus ca- bellos piedras preciosas cuyas brasas, desconocidas entre las joyas de la tierra, ardían con fulgores deslumbrantes. Otra que no fuera Liduvina no hubiera podido soportar ese brillo devorador. Y la Virgen sonreía, mientras que el Niño Jesús llegaba a su vez y se sentaba al borde de la cama y hablaba con ternura a Liduvina. De golpe, atropellada por el exceso de felicidad, el alma de la santa se disolvió; pero el Niño tendió el brazo y se transformó en hombre; el rostro se apagó y se des- carnó; las mejillas se hundieron con surcos lívidos y los ojos ensangrentados huyeron; la corona de espinas se erizó en la frente y perlas rojas descendieron de las pun- tas; los pies y las manos se agujerearon; un halo azulenco rodeó la marca enfebrecida de las heridas y, junto al co- razón, los labios de una obertura en vivo latieron; el Cal- vario sucedía sin transición al establo de Belén, Jesús crucificado sustituía de pronto al Niño Jesús. Liduvina suspiraba, encantada y consternada; encan- tada de verse al fin en presencia del bien Amado, cons- 147 J. -K. HUYSMANS ternada de verle torturado de esa manera; reía y lloraba al mismo tiempo, cuando las heridas de Cristo lanzaron sobre ella unos rayos luminosos que la atravesaron los pies, las manos y el corazón. Al ver los estigmas, Liduvina gimió, pensando que los hombres concebirían una idea mejor de ella y le demos- trarían más deferencia, gritó: «¡Señor, Dios Mío, os lo suplico, quitadme estas señales, que esto quede entre vos y yo, me basta con vuestra gracia!». «Cosa maravillosa, dijo Miguel de Esne, el obispo de Tournay, de inmediato, un poco de piel cubrió las plagas, pero el dolor y la magulladura de color plomizo persis- tieron». Y, en efecto, según su deseo, el sufrimiento de sus improntas divinas subsistió hasta el final de su vida. Entonces, la Virgen tomó respetuosamente de las manos de los ángeles los instrumentos de la Pasión y se los hizo besar uno tras otro, y a medida que los tocaba su boca, desaparecían; luego Jesús volvió a cambiar, se hizo niño de nuevo, pero seguía clavado en una cruz cuyo tamaño había disminuido con el suyo. Liduvina desfalle- cía de dolor, pero el Niño, descuartizado, sonreía; trans- portada, ella exclamó: ¡os agradezco, Salvador mío, que os hayáis dignado visitar a vuestra pobre sierva! Su padre, que escuchaba en la otra habitación, sintió curiosidad por saber a quién hablaba y se acercó sigilo- samente a la puerta. Entonces, la Liduvina, joven y guapa se replegó en su horrenda crisálida; los cuerpos gloriosos de la Virgen y los ángeles se desvanecieron, Jesús se 148 Santa Liduvina de Schiedam elevó y empezaba a hacerse invisible, cuando, afligida por su partida, la santa exclamó: ¡Señor, si realmente sois Aquel que yo creo, antes de dejarme, probadme, que no soy presa de ninguna ilusión; no me abandonéis sin dejarme una señal cierta de que sois Vos y no otro quién estáis aquí! Ante estas palabras, Jesús revistió otra forma y Lidu- vina percibió, flotando sobre su cabeza, una hostia, mien- tras que al mismo tiempo un mantel blanco descendía sobre su catre; la hostia se colocó con suavidad sobre él. Sin embargo, el viejo Pedro, que seguía escuchado de- trás de la puerta sin comprender nada de lo que pasaba, acabó entrando y se sentó al borde de la cama. –Arrodillaos, padre, dijo ella, porque mi Señor Jesu- cristo crucificado está aquí. El padre, estupefacto, se arrodilló y vio la hostia. Co- rrió a buscar a sus hijos y a Margarita, Agata y Wivina, mujeres honradas, vecinas suyas, que se quedaron sor- prendidos y aterrados al considerar que el cuerpo de Cristo había caído así del cielo. Todos percibieron una oblea parecida, un poco más pequeña que la que utiliza el sacerdote y algo mayor que las que se reservan para los fieles. Todos reconocían que su superficie estaba or- lada con rayas luminosos y que en el centro se dibujaba la imagen de un niño crucificado que tenía cerca del co- razón una gota de sangre del tamaño de un guisante y llagas sanguinolentas en pies y manos; pero algunos de- 149 J. -K. HUYSMANS talles solo eran perceptibles para unos pocos; por ejem- plo, el viejo Pedro y su hijo Guillermo distinguían cinco heridas y sus vecinas solo cuatro. Una de ellas, Catalina Simón, notaba –y sus compañeras no– que la sangre fluía por el agujero del costado y del pie derecho, mientras que estaba coagulada en otros puntos; por último, para la santa, la celestial oblea flotaba un poco en el aire, mientras que para los demás presentes estaba colocada directamente sobre el mantel de la cama. Aunque la noche estaba ya avanzada, Guillermo fue a despertar al cura para que pudiera examinar con sus pro- pios ojos esa maravilla. Llegó con las manos sucias, dijo Gerlac, y con tono arrogante se dirigió a Liduvina: –¿Por qué me molesta usted a estas horas? –¿Pero no ve usted ese milagro?, respondió ella, mos- trándole la hostia. – Solo veo la impostura del diablo, replicó el sacerdote. Ella le aseguró que era lo contrario. El cura miró el aspecto de ese pan muy de cerca y al sorprender, como los demás, un cuerpo ensangrentado, se quedó pasmado; luego recuperó su presencia de ánimo y mandó a todos que salieran, cerró la puerta y ator- mentó a Liduvina, suplicando, en nombre de Dios, que no hablara nunca de ese prodigio. La presionó para arrancarle ese juramento; ella se negó pero hasta el día en que fue interrogada por el Or- dinario, calló. 150 Santa Liduvina de Schiedam El rechazo de la santa lo exasperó. –¿Qué pretendéis hacer con esta hostia, a fin de cuen- tas?, exclamó. Esta pregunta puso en un aprieto a Liduvina. Si se la doy, pensó, es capaz de hacer mal uso; si me la quedo Jesús se la llevará sin duda; reflexionaba cuando una sú- bita inspiración la decidió a hablar. –Os ruego que me la deis en comunión, dijo. –¡Cómo! ¡Pedís comulgar con el Diablo! –No, respondió ella con dulzura; no es Satanás, sino mi Señor Jesús quien está oculto bajo el aspecto de este pan que os suplico me deis. –Si insistís en recibir el Sacramento, iré a buscar una hostia al tabernáculo de la iglesia, porque ignoro de donde viene esta, y una vez más, os aconsejo que no os fieis. Al final, comprendiendo que Liduvina no cedería, se la metió en la boca, murmurando: aceptad pues este fraude del Demonio y no otra cosa, pero que obre en vos según vuestra fe. Liduvina la tragó sin esfuerzo y como le ocurría con las otras obleas consagradas, se infundió en su alma y la incendió. 151 J. -K. HUYSMANS Dom Andrés la dejó, perdida en el éxtasis, y se volvió, irritado e inquieto a su casa. Al día siguiente, víspera de la fiesta de Santo Tomás, deliberó consigo mismo sobre aquella aventura y, te- miendo que se difundiera por la ciudad, decidió adelan- tarse; cuando los fieles estuvieron reunidos en la iglesia subió al púlpito y dijo: –Queridísimos hermanos, Liduvina, la hija de Pedro, cuya inteligencia está debilitada por las enfermedades, ha sido engañada esta última noche por el Maligno; la tentación de la que ha sido víctima es, a la vez, sabia y peligrosa; os pido roguéis por ella y recéis en particular, por sus intenciones, un Páter nóster. Luego sacó del tabernáculo el Copón, bendijo a su re- baño y salió para dar la comunión a Liduvina, seguido por esa multitud cuya curiosidad había despertado de forma tan necia. Cuando entraba en la casa de la santa, se volvió hacia los presentes, cuyo número había aumentado por el ca- mino. –Sabed, afirmó, que el Espíritu del Mal se ha insi- nuado en esta morada. Asegurándole que contenía el cuerpo del Salvador, ha depositado en casa de Liduvina, un ázimo vacío, una simple rodaja de pasta de trigo; eso es lo que os puedo asegurar y que me quemen vivo si miento; pero esta hostia es una ficción, la que le traigo no lo es. Jesucristo está presente en ella porque ha sido 152 Santa Liduvina de Schiedam transubstanciada por el magisterio del sacerdote. Si al- guno de vosotros habla de lo que ha ocurrido esta noche en esta casa, que atribuya dichos actos a la malicia del Caído quien, para engañar mejor, se transforma a veces en ángel luminoso; para fortificar a esta desgraciada y ponerla en condiciones de resistir esas ilusiones, la con- cedo ahora la Santa Eucaristía; rogad pues, caritativa- mente por ella. Dicho esto, saludó a los fieles y se metió con la cabeza bien alta donde la enferma. Liduvina lo había oído todo; recibió a dom Andrés con su dulzura habitual, pero le dijo: –Padre, no habéis contado los hechos con exactitud; no he sido seducida por una trampa del Maligno y vos lo sabéis mejor que nadie porque os había avisado de an- temano que Dios me preparaba esa merced. ¿No os dis- téis cuenta que he tragado esa hostia sin dificultad alguna, cuando el menor trozo de pan me hubiera asfi- xiado? En fin, ¿no sois vos mi confesor, para quien no tengo secretos?, ¿me consideráis una hija de perdición? Dicho esto, Liduvina calló, luego siguió: –Invocaré al Señor para que no os tenga en cuenta esta conducta. El cura palideció de rabia. ¡Pero que es esto!, gritó, ¿Tengo que daros la comunión, sí o no? 153 J. -K. HUYSMANS Ella respondió: haced según vuestra voluntad. Y él le dio la comunión. Pero mientras que este extraño sacerdote se envanecía de haber salido de un mal paso, al convencer a sus parro- quianos que había actuado misericordiosamente soco- rriendo a una posesa, los amigos de Liduvina no dudaron en contar, a quienes quisieron oírles, el milagro del que habían sido testigos. Eran personas razonables y piadosas y las juzgaban incapaces de mentir; se produjo en Schie- dam un tumulto general contra ese cura cuya falta de honradez era de sobra conocida; y este, temblando ante la multitud sublevada ante su puerta, se refugió en la igle- sia; ahí, se sentía protegido por la inmunidad eclesiástica; los magistrados, asustados por ese movimiento popular, fueron a reunirse con él corriendo. –Veamos, dijeron, sea franco, confiésenos la verdad, para que podamos calmar la cólera contra usted. –Pero, replicó él, esa verdad ya la he proclamado esta mañana cuando anuncié a los fieles que el supuesto favor del que se jactaba Liduvina era solo una mentira y una execrable tentación: no tengo nada más que añadir. –Bien, ¿dónde está la hostia?, preguntó uno de los re- gidores. El sacerdote no se atrevió a decir que, creyén- dola maldita, se la había administrado a la santa y respondió: Ya no la tengo. –¿Y qué habéis hecho con ella? 154 Santa Liduvina de Schiedam Mintió una vez más declarando que la había que- mado. –¿Dónde? ¿En qué lugar? Enséñenos las cenizas para que las examinemos. Dom Andrés se negó; y como no podían sacarle nada más, los regidores se retiraron. Sin embargo, como el tumulto iba en aumento y el furor del pueblo se hacía cada vez más amenazador, vol- vieron por segunda vez a la iglesia y reanudaron su in- terrogatorio. El cura, desconcertado, se cortó; asediado a pregun- tas, respondió que se había desembarazado de la oblea endiablada ahogándola. Le apretaron más, quisieron saber el lugar y el recipiente en que la había sumergido. Y, enloquecido, con la cabeza perdida, balbuceó: la he metido en una cloaca para impedir que el pueblo come- tiera el crimen de idolatría por culpa de ella. Cuando la multitud se enteró de que había enterrado en una cloaca una hostia que personas dignas de fe su- ponían milagrosa, se desbordó y quisieron despedazar a ese mal sacerdote en cuanto saliera de su refugio. Los regidores, cada vez más inquietos por el giro de los acontecimientos, volvieron por tercera vez junto al cura y le conminaron a que no siguiera estafándoles con mentiras. 155 J. -K. HUYSMANS –Reflexionad, le decían, y pensad que la indignación contra usted es tal que si os apartarais de este asilo no sabríamos garantizar vuestra vida. Dom Andrés bajó la cabeza, pero fue imposible sacarle una palabra. Entonces, los magistrados, tras ponerse de acuerdo, decidieron recurrir al obispo y le enviaron un mensajero para incitarle a venir a Schiedam y así restablecer el orden. Por su parte el cielo había avisado mediante un sueño a Monseñor Matías, obispo de Utrecht, de quien dependía la parroquia de Schiedam que su presencia era allí necesaria. Partió a toda prisa acompañado de sus grandes vicarios y jueces del Oficial. El cura lo supo y perdió la poca seguridad que le quedaba. Como temía salir de la iglesia, envió a un amigo a Liduvina para con- minarla a que se apiadara de él. –Reconozco mis errores, admitió dom Andrés, pero me tranquiliza vuestra caridad; os ruego que no me acu- séis ante el tribunal mas, al contario, que atenuéis cuanto podáis la importancia de los agravios que se me imputan; no os lo oculto, sin vos estoy perdido. La bondadosa Liduvina prometió, a condición por su- puesto de no alterar la verdad, aliviar el peso de las acu- saciones y, en todo caso, pedir al prelado que no lo castigara severamente. El obispo y su séquito llegaron a casa de la santa, lle- vando con ellos al cura, que lloraba; el milagro fue objeto 156 Santa Liduvina de Schiedam de un examen canónico; luego los testigos de cargo de dom Andrés fueron oídos; cuando le llegó el turno a Li- duvina ella manifestó el deseo de que, por respeto al ca- rácter sacerdotal de que estaba revestido el imputado, dieran la orden de que se retiraran los laicos. Accedieron a su petición; pero antes de responder a las preguntas precisas que le hicieron, Liduvina dijo: –Señor obispo, imploro de Su Grandeza dos gracias. –Hablad, hija mía, respondió Monseñor Matías, ha- blad con confianza, os concederé todo lo que no lastime el espíritu de justicia. –Solicito pues, primero, dijo ella, la libertad de expre- sarme; mi pastor me ha ligado a mi pesar por una pro- mesa que no creo poder romper sin vuestro permiso; os suplico después que seáis indulgente con él, no tocando ni a su persona, ni a sus bienes. El obispo la liberó de un juramento que en realidad no había prestado y le prometió que tendría en cuenta su segunda recomendación. Entonces ella relató por lo menudo el milagro del Sa- cramento; la visión de la hostia, descendida sobre mi cama, hizo nacer en mí, dijo ella, la necesidad de consu- mirla; por ello pedí a dom Andrés que me la diera en co- munión. Él consintió, pero si pecó de complacencia fue por mi culpa; soy la única culpable; y le conjuro, Monse- ñor, muy equitativamente, por el amor de Dios, que lo perdone. 157 J. -K. HUYSMANS ¿Cuál fue, la sentencia del Oficial? Los biógrafos nos cuentan que no la hubo pero que el obispo consagró para el servicio del altar el mantel sobre el que se había posado la hostia; y terminaron esta historia con apóstrofes lau- datorias de felicitación a Liduvina por haberse portado tan honorablemente con un religioso al que calificaron de hombre más duro que Nabal y más cruel que Lamia. Lo que es cierto, por ejemplo, es que ese triste fraile no fue devuelto a su convento; permaneció en Schiedam y a partir de ese momento le dio la Eucaristía a Liduvina sin protestar demasiado; pero lo hizo sin duda mucho más por temor a suscitar nuevos problemas que por deber, porque no se corrigió en nada y no se volvió por ello ni menos glotón, ni más caritativo con los pobres que antes. Además, acabó muy mal. Cuando la peste estalló en Schiedam, Liduvina que, como ya dijimos anteriormente resultó contagiada, rogó al cura que le trajera el Viático. Dom Andrés fue tem- blando, porque temía la muerte, y por miedo a conta- giarse cerraba la boca y se tapaba la nariz. Liduvina se dio cuenta y le dijo: –Quedad tranquilo, padre, mi mal no es de los que se pegan por el olfato o el gusto, además no es de origen humano. Dom Andrés, confundido, se calló, pero fingiendo un valor que no tenía, exclamó: ¡quiera el cielo, Liduvina, que viva yo lo suficiente para asistir a vuestra muerte! 158 Santa Liduvina de Schiedam –No asistiréis, replicó gravemente la santa; seré yo quien vea la vuestra porque es lo que va a ocurrir, escu- chadme: poned lo más deprisa posible vuestros asuntos en orden, preparaos para aparecer ante Dios. Él frunció el ceño y, siguiendo su costumbre, se burló de ella; pero unos días después cayó enfermo y recordó la predicción de su penitente. Horrorizado, mandó a al- guien a su lado para pedirle perdón por sus burlas. –Lo perdono de todo corazón, respondió Liduvina, pero que no se haga ilusiones, está condenado; decidle que se confiese y devuelva sin tardar los bienes ajenos de los que se ha apropiado porque la muerte le pisa los talones. Cuando le hablaron de devolución dom Andrés tuvo un ataque de rabia y mandó decir a la santa que no tenía nada que reprocharse, dado que nunca había robado nada. Liduvina quedó espantada por la maldad y la ceguera de ese sacerdote; no obstante quiso intentar de nuevo salvarlo; llamó a una persona de confianza, la especificó los objetos robados en el pasado por ese hombre y la mandó junto a él para invitarle a que se desprendiera de ellos; pero esta advertencia no hizo más que exasperarle y murió, rabiando, en medio de un ataque de cólera con- tra la santa. 159 J. -K. HUYSMANS VIII El sucesor de dom Andrés en el curato de Schiedam fue otro premonstratense, procedente del mismo monas- terio de la Isla de Santa María, Juan Angeli, de Dor- drecht, Juan hijo de Angeli, dice De Kempis. El susodicho era un libertino, no menos ignorante que su predecesor, de los fenómenos de la ascesis mística, pero tenía buen corazón, era complaciente y caritativo. Empezó por no entender nada del caso de Liduvina. Entre sus penitentes figuraba una muchacha muy entre- gada a la santa. Hablaban a menudo de ella y él siempre se preguntaba qué placer podía encontrar esa joven en estar durante horas junto a una enferma grave cuyo as- pecto a él le había desagradado personalmente. Un día quiso aclarar ese asunto y se lo preguntó. Como ella era muy tímida, al principio no se atrevió a contestarle y por último, harta de sus demandas, no pudo evitar exclamar: ¡si alguien tiene que asombrarse, esa soy 161 yo, padre, porque vos sois su confesor! ¿Cómo no habéis sentido lo que yo siento cada vez que estoy a su lado? –¡Bah!, exclamó Juan Angeli, ¿qué eso tan extraordi- nario que sentís cuando estáis en su presencia? –No sé, es indefinible, junto a ella, se deja de estar aquí abajo. No soy capaz de expresarme, pero lo que sí puedo aseguraros es que si conocierais ese alma, la visi- taríais más a menudo. –Que me ahorquen si comprendo una palabra de lo que me decís. –Pues bien, padre, id mañana a su casa para confe- sarla, mirad su mano y entonces lo entenderéis. El cura fue al día siguiente a la casa de Liduvina: lo primero que hizo fue intentar ver la mano de la santa, pero la tenía debajo de las mantas, porque no la había cu- bierto con un guante, como acostumbraba. La verdad es que si alguien hubiera examinado de cerca la palma ha- bría descubierto la plomiza señal de los estigmas; pero ella no había hablado a nadie de esos dolorosos sellos. Solo una mujer, la viuda Catalina Simón, los había visto, y apremió a Liduvina con preguntas; pero esta se defendía tanto de confesar la verdad como de mentir, y guardaba silencio. Sin embargo, en un momento dado, llevada al extremo, exclamó apretando alegremente la mano de su amiga: ¡ay! ¡cabezota, cabezota!, lo que quería decir, según Brugman, ¡callaos, es mi secreto! 162 Santa Liduvina de Schiedam El caso es que ocultaba lo mejor que podía esa mano izquierda, la única válida, pero lo que no conseguía disi- mular, era el aroma persistente de especias que despedía. Según Gerlac, era perceptible al gusto, y una vez res- pirado, uno había degustado en cierto modo las celestes golosinas cuyo sabor recordaba, algo así como algunos caldos valiosos que recuerdan vinos peleones, la febril fragancia del clavo, el resquemor pimentado del jengibre, el callado candor del cinamomo, la canela sobre todo. Decidido a no marcharse sin haber satisfecho su cu- riosidad, dom Angeli dijo: –Mi muy querida madre Liduvina, dadme vuestra mano. Ella se la tendió por obediencia y la habitación quedó perfumada de inmediato. –¡Ah!, dijo él, ¿por qué nunca me habéis revelado que disponéis de los aromas perdidos del Edén? ¿Y cómo no me he dado cuenta yo mismo, cuando os confesaba, que sois una de esas almas a las que Jesús se complace en col- mar de gracias? –Recordad nuestras entrevistas, padre, replicó Lidu- vina; os he insinuado a menudo que mis desdichas no eran sino la contrapartida de mis dichas; si no habéis adi- vinado mejor el sentido de mis alusiones, sin duda es por- que Dios deseaba que así fuera. 163 J. -K. HUYSMANS Él exclamó: ¡vuestras palabras han sido para mí como rosas ofrecidas a un cerdo! Y al tratarse así obraba de buena fe, porque ese olor que fluía de los dedos de la enferma no solo actuaba sobre su olfato y su gusto, también penetraba hasta el fondo de su conciencia de la que hacía surgir el remordimiento de es- pantosos pecados. No aguantó más y suspiró, rompiendo a llorar: –Escuchadme, siento que el Señor me ordena que me con- fíe a vos; he cometido vilezas sin nombre, faltas horribles. Cayó de rodillas, pero avergonzado, asustado por la inmundicia de revelaciones desoladoras, no se atrevió a arrastrarse hasta el cabo de sus acusaciones y calló. Al principio Liduvina se quedó atónita ante esta es- cena pero pronto se dio cuenta que ella era la única que podía tener la suficiente influencia sobre ese desgraciado para salvarle; acudió pues a su ayuda, le fracturó el alma y sacó un pecado que ocultaba. –Veamos, apuntó ella, ¿cometéis con frecuencia ese pecado de adulterio? Temblando de vergüenza lo negó, juró que no. La santa pareció creerle y no insistió. Se marchó, molesto por su mentira, y volvió. 164 Santa Liduvina de Schiedam –¿Por qué, le señaló ella de repente, me habéis men- tido? Después de nuestra entrevista, se os ha visto tal día, a tal hora, en tal lugar, frente a frente con esa mujer. ¿Es verdad? Confundido, el cura exclamó: ¿quién ha podido reve- laros mis fechorías? Y como lo ahogaban las lágrimas, salió de la habitación y se refugió en el jardincillo pegado a la casa para llorar ahí a gusto. Cuando se hubo calmado, entró y prometió a la santa que se enmendaría. A partir de entonces quiso realmente a Liduvina y ella no fue, lo veremos, ingrata. Este Juan Angeli, que no ocupó por mucho tiempo el curato de Schiedam, parece no haber tenido más que un lugar interino, y haber sido solo un transeúnte ocasional en la vida de Liduvina. Otro sacerdote, un santo varón, Juan Walter, de Leyde, fue el designado especialmente por la Providencia para exhortarla. ¿Quién era este Walter que tuvo tres hermanas, ami- gas y cuidadoras de la santa? ¿Era vicario, o un sacerdote habitual, o limosnero de uno de los conventos de la ciu- dad? ¿Pertenecía a esa orden de los Hijos de San Nor- berto que en aquella época administraba la parroquia? Por último, ¿fue, promovido a cura tras la muerte del ti- tular? Lo ignoro; los historiadores nos relatan la muerte de dom Angeli acaecida en 1426, pero no mencionan a su sucesor, como si no hubiera existido. 165 J. -K. HUYSMANS ¿Ejerció Walter con Liduvina, en la época de Juan An- geli, la misma función que Juan Pot en la época de dom Andrés? Sí, Gerlac lo afirma expresamente. Liduvina murió en 1433 y se puede añadir que Walter empezó a ejercer su ministerio con ella en 1425, porque Burgman asegura que fue su confesor durante los últimos ocho años de su vida. La dirigieron juntos durante un año so- lamente, puesto que Juan Angeli murió, como se acaba de decir, en 1426. Lo que se puede asegurar, en cualquier caso, es que aquel odio sacerdotal que tanto había atormentado a Li- duvina, se acabó con el fallecimiento de dom Andrés. Pudo recibir el bálsamo del altar tantas veces como ne- cesitaba su alma. Juan Angeli y Juan Walter llegaron in- cluso a dárselo, en cierto momento, cada dos días, pero algunas veces la inflamación de garganta que padecía y las fiebres que la consumían le secaban la boca y le con- traían la garganta hasta el punto que había que echarle agua en los labios para que pudiera tragar la hostia; y el esfuerzo que tenía que hacer para deglutir era tan dolo- roso que a veces casi se ahogaba. Dios la libró de ser atormentada por los malos sacer- dotes; muchos seguían presionándola todavía, pero no tenían ninguna autoridad sobre su persona, no tenían de- recho a hacerle daño ni darle órdenes. Liduvina tenía ya suficientes torturas como para que al menos se le ahorrara esta, porque sus males iban en aumento. 166 Santa Liduvina de Schiedam Ninguna parte de su cuerpo estaba ya sana; la cabeza, el cuello, el pecho, el vientre, la espalda y las piernas, en su descomposición, le hacían gritar día y noche; solo los pies y las manos permanecían indemnes y ahora estaban devorados por el fuego sordo de los estigmas; el ojo, que no tenía totalmente muerto, pero que ya no toleraba luz alguna, se sensibilizó más y sangró incluso en la penum- bra; tuvo que encerrarse tras las cortinas, gemir, inmóvil, con las llagas abiertas, en cuanto intentaban moverla para cambiarle las sábanas, debido a las barbas erizadas de la paja. Se acabó la época en que podía mirar por la estrecha ventana, que había frente a la cama, un pedacito de esos cielos encantadores de los Países Bajos, esos cielos de un azul asombrosamente suave que desprende vahos de plata y vapores de oro; las siluetas de los paseantes, las cimas de los árboles movidas por el viento, los mástiles de los barcos que pasaban por los canales aledaños, todos esos visos de vida que circulaban detrás de su ventanal y que tal vez consiguieran distraerla, habían desapare- cido para esa mujer prácticamente ciega. Incluso en invierno, cuando el firmamento cargado de nieve bajaba hasta la cima de los tejados y el agua turbia confundía el contorno de los edificios y los caminos, le quedaba esa alegría íntima de las cosas, tan particular en Holanda, en los interiores de los más pobres; Liduvina, en sus momentos de calma, había tenido el lado compla- ciente de la gran chimenea, reavivada con el frío y tan despierta y alegre, con su cremallera en cuyos dientes siempre oscila, en una espiral de humo azul, la cantarina 167 J. -K. HUYSMANS marmita. Y en la chapa del fondo, tapizada de hollín, cre- pitaban las chispas, suspiraban los sarmientos, volaban los blancos peluches, mientras bajo la campana que avan- zaba hacia la habitación, cerca de los tizones que caen sobre el hogar, unas grandes cadenas de hierro sujetaban, sobre su cabeza redondeada en forma de cesta, los platos puestos a calentar; y de los vaivenes del fuego saltaban cenizas, que pegaban pajitas en el cobre de los calderos, salpicaban de puntos dorados la panza de las cazuelas, alumbraban con una luz violenta los utensilios colgados en la pared: cucharas, largos tenedores de dos dientes para picar la carne en los cuencos, sartenes y espumade- ras, graseras, parrillas y ralladores, todos los instrumen- tos que figuran en las más humildes cocinas de la época. Esta diversión familiar de las brasas, ese juego del es- condite de unas estrellas que, ora se encienden, ora se apagan en el costado abombado de las jarras; esas nubes que parecen encerradas en una jaula y que sin embargo corren tras las rejillas emplomadas de los cristales, todas esas miserables naderías que ocupan a un enfermo, que le entretienen durante unos segundos, le estaban nega- das en adelante; al salir de la divina ebriedad, era la ne- grura, era el vacío; la vista de un carbón en consunción le hubiera traspasado el ojo como una punta de metal candente; tuvieron que preparar las comidas de la casa en otra pieza; para ella fue como el abandono personifi- cado de las cosas. Esa habitación baja y húmeda en la que yacía, eternamente a oscuras, habría sido para otra que ella una estancia suicida; ya estaba enterrada en una tumba y en cambio no tenía la ventaja de la soledad, porque los curiosos seguían acudiendo. 168 Santa Liduvina de Schiedam Injuriosas o simplemente inútiles, esas visitas la cru- cificaban porque la privaban de la de los ángeles. Ella vivía con ellos como una hermana. ¿En qué momento entabló tan estrechas relaciones con esos Espíritus puros? Es imposible decirlo; los cro- nistas dicen que Liduvina no contaba sus secretos ni a las personas más íntimas; por eso no podemos seguir paso a paso, como se ha hecho con otros elegidos, su an- dadura por las vías místicas; la cronología de las gracias que le fueron impartidas no existe; lo único que se puede atestiguar es que cuando sufría mucho, Dios la enviaba a sus ángeles para que la consolaran. Ella les hablaba como a sus hermanos mayores, y cuando para ponerla a prueba Jesús se alejaba, ella les llamaba, les gritaba, des- consolada: ¿Dónde está Él? Cómo puede afligirme y no apiadarse de mí, Él, que me ha recomendado tanto que sea misericordiosa con el prójimo; estoy segura que yo no actuaría con mis semejantes como él actúa conmigo. ¡Ah! ¡Si yo tuviera sobre Él el poder de abducción que él tiene sobre mí, lo atraería a mis brazos, le haría penetrar hasta el fondo de mi corazón o, más bien no, soy yo quien penetraría en el suyo y me sumergiría por entero! Y Liduvina les suplicaba que fueran a buscarle, que le trajeran a toda costa, acababa llorando entre suspiros: ¡me estoy volviendo loca, no sé lo que digo! Y los ángeles la reconfortaban y la traían sonriendo al Esposo. 169 J. -K. HUYSMANS Mientras que su contemporánea, santa Francisca Ro- mana, los contemplaba sobre todo bajo el aspecto de niños de cabello dorado, Liduvina los veía bajo la forma humana de adolescentes, con la frente marcada por una cruz resplandeciente, para poderlos distinguir de los de- monios a quienes está prohibido lucir esa señal cuando se disfrazan de ángeles de luz. Pero su ángel era menos estricto que el de la santa italiana que la abofeteaba en público cuando cometía la menor falta; el ángel de Lidu- vina simplemente se iba y no volvía hasta que ella se hu- biera confesado, haciéndola comprender que era imposible hablar con hombres o mujeres, incluso movido de las mejores intenciones, sin caer en alguna imperfec- ción, sin que se escapara al menos una palabra indiscreta; por eso, afirmaba ella, aunque las conversaciones a veces tienen cosas buenas, el silencio es siempre mejor. Esta defección de sus celestes confidentes, cuando la encontraban acompañada, le causaba una pena espantosa. Un día festivo, a mediodía tras la misa, rogó a su con- fesor y a uno de sus parientes llamado Nicolás, que había ido a cenar a su casa, que se marcharan para que pudiera quedarse sola durante tres horas. Nicolás se fue a pasear, pero el confesor –cuyo nombre omiten los tres biógra- fos– volvió en secreto a la casa y se apostó tras la puerta de la habitación de Liduvina. El ángel guardián, al que la santa esperaba, apareció, pero se limitó a flotar en torno al lecho sin acercarse. Ella le preguntó, apenada, si había cometido algún pecado. –No, respondió el ángel marchándose, si me voy es porque hay alguien que te espía detrás de la puerta. 170 Santa Liduvina de Schiedam Liduvina se puso a sollozar. Intrigado por el ruido de aquellos gemidos, el sacer- dote salió de su escondrijo y confesó su falta; pero cuando ella vio que era su confesor quien había disgus- tado de ese modo a su ángel bueno, lloró aún más amar- gamente. –¡Ay, padre!, se lamentó ella, ¿por qué me hacéis esto? ¿Acaso dudáis de mi sinceridad ya que habéis querido comprobar en persona lo que os digo? Estas relaciones con los Espíritus puros, que quiso mantener ocultas, se supieron; algunos hechos no tarda- rían en ser conocidos; sobre todo los que habían tenido testigos. Todos los años, el miércoles tras el domingo de la Quincuagésima 10 , Juan Walter le traía las cenizas. Pero un año no pudo llegar a su casa a la hora convenida; Li- duvina, inquieta, se preguntaba si estaría indispuesto o si la habría olvidado, cuando se le apareció un ángel en su lugar y la signó. Walter llegó por fin –Ya está hecho, le explicó ella, mi hermano ángel os ha precedido– Wal- ter abrió desmesuradamente los ojos pensando que su penitente había enloquecido, pero al inclinarse sobre ella distinguió una cruz de polvo trazada muy claramente en su frente y acercó su frente a la suya para que esa ceniza de boj bendito, consumida en el Edén, también lo bendi- jera a él. 171 J. -K. HUYSMANS 10 Miércoles de Ceniza. ( Download 2.77 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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