J. K. Huysmans
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N. de la T.)
ni la libró de ellas. Cuando quiso detenerse, meditando, en las paradas de las estaciones, vaciló, como esas per- sonas a quienes se les ha vendado los ojos, y que nada más quitarles la venda no pueden andar recto. Liduvina volvía a abandonar la ruta del Calvario para extraviarse por pequeños senderos que acababan llevándola insensi- blemente a su punto de partida, a sus males. Dios, silen- cioso, la contemplaba, y no se movía. Naturalmente se sintió trastornada, creyó que Juan Pot la había impuesto una tarea inasequible, y se ablandó y volvió a llorar. Es- taba a punto de hundirse en la desesperación, cuando flo- reció la Pascua en el ciclo litúrgico del año. Entonces el buen Pot llevó consigo a Nuestro Señor bajo las especies del Sacramento y le dijo: –Querida hija, hasta hoy os he hablado del martirio de Jesús; ya solo me resta callar, porque Él mismo es quien va a llamar a la puerta de vuestro corazón y a ha- blaros. Y le dio la comunión. Inmediatamente su alma estalló y surgió el amor como una explosión, se propagó en un haz de fuegos que nimbaron la muy adorable Faz a la que contemplaba, en lo más profundo de sus adentros, en la fuente misma de su persona; y loca de dolor y de alegría, ni siquiera sabía lo que le pasaba a su desdichado cuerpo; los gemidos que le arrancaban sus tormentos desaparecían entre el ho- sanna de sus gritos. Ebria, con ebriedad divina, divagaba, acordándose de sí misma justo para pensar en reunir de prisa un ramo con sus sufrimientos y ofrecerlos como sa- 116 Santa Liduvina de Schiedam ludo de bienvenida al Huésped. Luego lloró durante dos semanas; fue una lluvia de amor que humedeció, al fin, aquel suelo árido y casi muerto. El celestial Jardinero lanzaba al vuelo sus semillas y en seguida brotaron las flores de la Pasión. Aquellas meditaciones sobre la muerte del Redentor, que tanto la habían fatigado, ya no la cansaban; la visión del Esposo atormentado la arrojaba fuera de sí, por delante de Él. Lo que ahora envidiaba no era la jubilosa salud de sus compañeras, era la taciturna ternura de aquella Verónica que había sido lo suficiente- mente afortunada como para enjugar el rostro ensan- grentado de Cristo. ¡Ah! Ser Magdalena, ser ese Cirineo, aquel hombre a quien le fue reservado el privilegio único, la gloria única, de la que incluso los grandes apóstoles fueron privados, de ayudar al Desamparado a cargar con los pecados del mundo, con su cruz, de acudir, él, simple pecador, en auxilio de un Dios. Liduvina hubiera querido estar entre ellos, tras ellos, servir para algo, pasando a las santas mujeres el agua, las hierbas, la jofaina, la esponja para lavar las heridas; hubiera querido ser su sirvienta, prestarles los más hu- mildes servicios sin tan siquiera ser vista; le parecía a ella que ahora ponía sus pies sobre los pasos del Hijo, que, al sufrir, se apoderaba de parte de sus dolores y los disminuía en consonancia; y ambicionaba quitárselo todo, le reprochaba que se quedara con demasiado; ¡se quejaba de la indolencia de sus tormentos, de la lentitud de sus males! Y deambuló sin cesar, como avezada peregrina, por el camino del Calvario. Para imitar al Salmista, que oraba 117 J. -K. HUYSMANS siete veces al día, creó para su uso privado, horas canó- nicas; dividió la jornada en siete partes y el drama de la Pasión en otras tantas, y le parecía tener un reloj en el espíritu, tal era su exactitud al meditar sobre el asunto correspondiente a la hora fijada, sin que hubiera nunca un minuto de adelanto ni un segundo de retraso. Sin embargo, sus sufrimientos corporales seguían en aumento. Sus dolores de muelas eran tan atroces que le temblaba la cabeza; las fiebres la consumían, alternando con violentos calores y grandes fríos; cuando estos ata- ques llegaban a su grado extremo, escupía una saliva ro- jiza y caía en una debilidad tal que le era imposible proferir una sola palabra ni oír hablar a la gente; pero, en lugar de abandonarse a la desesperación como antes, agradecía a Dios que al fin saciara su sed de tormentos. A veces la preguntaban si seguía deseando, como an- taño, curarse y ella respondía: no, ya solo deseo una cosa, no ser despojada de mis desazones y de mis dolores. Y, con bravura, dio un paso adelante y se dirigió a Cristo. Se acercaba la época del Carnaval, y pensando en el incremento de pecados que engendrarían en Schiedam las juergas de esos días, exclamó: ¡Señor, vengaos en mí por el aumento de las ofensas que os infligen estas fies- tas! Y su petición fue escuchada de inmediato; sintió un dolor tan vivo en la pierna que se calló y no pidió más. Soportó heroicamente aquel martirio que no cesó hasta el día de la Resurrección, y repetía a aquellos, cuya pie- 118 Santa Liduvina de Schiedam dad por ella se manifestaba en quejas, que aceptaría con agrado sufrir, durante cuarenta años o más, tales pade- cimientos si, a cambio, tuviera la certeza de obtener la conversión de un solo pecador o la liberación de un alma del Purgatorio. 119 J. -K. HUYSMANS V Una vez que Liduvina entró por esa vía de la sustitu- ción mística y se ofreció de buen grado para ser el chivo expiatorio de los pecados del mundo, Jesús lanzó su au- toridad sobre ella y le hizo vivir aquella existencia ex- traordinaria en la que los dolores sirven de trampolín a las alegrías; cuanto más sufría, más satisfecha estaba y más quería sufrir; sabía que ya no estaba sola, que sus tormentos tenían una finalidad, que ayudaban al bien de la Iglesia y paliaban los abusos de los vivos y de los muertos; Liduvina sabía que la plantación aromática de sus llagas producía flores humildes y magníficas para gloria de Dios; podía verificar, por sí misma, lo acertado de una respuesta de santa Felicitas, insultada por las bur- las de un verdugo que se regocijaba con sus gritos, cuando dio a luz en la prisión, antes de ser arrojada a las fieras del circo. –¿Qué hará usted cuando la devoren las fieras?, decía aquel hombre. 121 Y la santa replicó: –Yo sufro ahora, pero cuando me martiricen, otro su- frirá por mí porque yo sufriré por Él. Es muy difícil analizar esta vida tan diferente de las nuestras que, casi siempre, mezclan tormentos modera- dos con mínimos deleites. Nuestras alegrías, como nues- tras desdichas, son mediocres; vivimos en un clima templado, en una zona de piedad tibia en la que la flora es raquítica y la naturaleza débil. Liduvina había sido arrancada de una tierra inerme para ser trasplantada al suelo ardiente de la mística; y la savia, hasta entonces adormecida, hervía bajo el tórrido soplo del Amor y se expandía en incesantes eclosiones de delicias impetuosas y tormentos furiosos. Jadeaba, se retorcía, le rechinaban los dientes o yacía medio muerta, y estaba encantada al mismo tiempo; ya solo vivía, en uno y otro sentido, por excesos; la exube- rancia de su júbilo compensaba el abuso de sus afliccio- nes. Ella lo expresaba muy simplemente: «Los consuelos que experimento son proporcionales a las pruebas que padezco y las encuentro tan exquisitas que no las cam- biaría por todos los placeres de los hombres.» Y sin embargo la jauría de sus enfermedades conti- nuaba acosándola; caía sobre ella con un recrudecimiento de rabia; su vientre acabó estallando, como una fruta ma- dura y había que aplicarla un cojín de lana para contener sus entrañas e impedir que se salieran; luego, cuando qui- sieron moverla para cambiarle las sábanas de la cama, 122 Santa Liduvina de Schiedam tuvieron que atarle fuertemente los miembros con ser- villetas y manteles, porque si no su cuerpo se habría dis- locado y partido en pedazos entre las manos de los presentes. Por un milagro, evidentemente destinado a certificar el origen extrahumano de sus males, Liduvina ya no comía o comía muy poco. En treinta años no probó más alimentos que los que una persona válida ingiere habi- tualmente en tres días. Durante los primeros años de su reclusión, de la ma- ñana a la noche, solo comía una manzana del tamaño de una pequeña hostia, asada con tenazas en el hogar; a veces, cuando intentaba tragar un bocado de pan mojado en cerveza o leche, lo conseguía a duras penas; luego le pareció demasiado esa lámina de manzana y debió con- formarse con una lágrima de agua enrojecida, azucarada y aderezada con un recuerdo de canela o de nuez mos- cada y una pizca de dátil; acabó manteniéndose solo con ese vino aguado; lo aspiraba más que beberlo, y absorbía una media pinta por semana. A menudo, como el agua de manantial era muy cara en Schiedam y no tenía dinero para comprarla, le daban agua del Mosa; esta agua era salada o dulce, según el flujo o el reflujo del mar en el que desemboca el río, cerca de la ciudad. Ella prefería que la recogieran en el mo- mento del flujo, cuando estaba amarga y salobre, porque entonces le parecía la más sabrosa de todas las bebidas. Cuando se vio reducida a no mantenerse más que con ese líquido, el sueño, que era ya escaso, desapareció por 123 J. -K. HUYSMANS completo y las noches no terminaban nunca, noches im- placables en las que Liduvina permanecía inmóvil, sobre la espalda cuya piel estaba en carne viva. ¡Se ha calculado que no durmió más allá de tres noches enteras por espa- cio de treinta y ocho años! Por último, acabó por no ingerir nada en absoluto; y un asomo de sueño que la inquietaba y que, según sus historiadores, era solo una tentación diabólica, acabó des- apareciendo a su vez. Le atenazaba una especie de sopor cada vez que se disponía a meditar sobre la Pasión de Cristo y luchaba en vano contra esa somnolencia. –Deje esos ejercicios y duerma, le decía Juan Pot, ya seguirá después. Ella obedecía y el irresistible sopor cedía. Esta escasez de alimentos y ese constante insomnio le crearon las más crueles humillaciones y los más mise- rables ultrajes. Toda la ciudad estaba al corriente del caso singular de una joven que, sin alimentarse ni dor- mir, no se moría; la fama de esta maravilla había llegado muy lejos; a mucha gente le parecía inverosímil, ignora- ban que en las biografías de santos, predecesores o contemporáneos de Liduvina, había muchos hechos pa- recidos; la gente acudió a su casa, movida por la curiosi- dad, y fue observada sin descanso y sometida a una constante inquisición; ¡sus detractores no fueron cuatro, como los amigos de Job, fueron legión! La mayoría solo miraban aquella cabeza hendida, de la frente a la nariz, aquel rostro abierto como una granada, aquel cuerpo cuyas desaparecidas carnes tenían que estar comprimi- 124 Santa Liduvina de Schiedam das, como las de las momias, por vendas, y les asqueaban tantos males. Quedaban decepcionados, habían descubierto sola- mente la máscara destrozada de una Gorgona, donde es- peraban encontrar un rostro más o menos agraciado, que les hubiera podido conmover, o una fisonomía más o menos extraña de la que se hubieran podido reír; solo vieron las apariencias, no distinguieron ningún foco de luz bajo los vidrios de esa linterna rota, colocada en la sombra, en un rincón, y sin embargo, el alma resplande- cía, encendida de amor, porque Jesús la inundaba con sus efusiones, la doraba con sus rayos. Se vengaron de su decepción, acusándola de super- chería. No hacía ninguna dieta; se atiborraba cuando es- taba sola y bebía por la noche. La acribillaron a preguntas, le tendieron trampas, intentaron que se con- tradijera. A todas las preguntas Liduvina contestaba sen- cillamente: –No os comprendo; creéis que es imposible subsistir sin alimento alguno, pero Dios es dueño, al menos eso creo, de actuar como le parece; me aseguráis que mis en- fermedades tendrían que haberme matado, pero me ma- tarán cuando lo quiera el Señor. Y añadía para quienes se compadecían hipócritamente de su suerte: «No hay por qué compadecerme, soy feliz así, si rezando un Ave María pudiera curarme, no lo rezaría.» Otros iban aún más lejos y la insultaban brutalmente, gritando: ¡no nos engañáis, guapa, no caemos en la 125 J. -K. HUYSMANS trampa! Hacéis como que vivís sin alimento pero co- méis a escondidas; sois una mosquita muerta y una tramposa. Liduvina, un poco sorprendida por esa violencia, les preguntaba qué interés podía tener ella en mentir así, porque en definitiva, decía, comer no es un pecado y no comer no es ningún acto glorioso, que se sepa. Desconcertados por la sensatez de esas réplicas, cam- biaban el estilo de sus ataques y le reprochaban ser una posesa; el demonio era el único capaz de operar tales pro- digios; y esas comedias no eran sino la consecuencia de un pacto; pocos fueron los que no la creyeron ni charla- tana, ni bruja, y comprendieron lo que en realidad era, una víctima, machacada en el mortero de Dios, una la- mentable efigie de la Iglesia doliente. Poco a poco, se impuso la verdad. Irritados por esas noticias contradictorias, los regidores de Schiedam de- cidieron aclarar las cosas; mantuvieron a Liduvina du- rante meses bajo una vigilancia constante y tuvieron que reconocer que era una santa cuya existencia absoluta- mente anormal solo se podía explicar por un designio particular del cielo; y lo promulgaron en una sentencia que sellaron con el sello de ciudad. Se reunieron el 12 de septiembre de 1421 para redactar esas cartas testimo- niales que relatan los episodios de aquella vida: la priva- ción de todo alimento y la falta de sueño, el estado del cuerpo convertido en un amasijo repugnante de trocitos y amputado de una parte de sus entrañas, mientras que la otra parte estaba invadida de parásitos y que sin em- 126 Santa Liduvina de Schiedam bargo olía bien, en una palabra, todos los detalles que hemos mencionado; la sentencia está incluida íntegra- mente en el volumen de los bolandistas y al principio de la segunda vida de Brugman. Se había podido comprobar el hecho, confirmado por todos los biógrafos, de que los padres de Liduvina con- servaban en un frasco los fragmentos de huesos y las tiras de carne que se desprendían de los miembros de su hija y que esos restos despedían un suave perfume. Unos curiosos, que habían oído hablar de ese prodigio, acudieron para comprobar su veracidad, pero Liduvina, a quien aquellas visitas molestaban, suplicó a su madre que enterrara esos pobres despojos y para no entriste- cerla Petronila los inhumó. Parecía que después de la declaración del burgomaes- tre y del municipio de Schiedam, Liduvina podía perma- necer tranquila; su buena fe era públicamente notoria; sin embargo, cuatro años después, cuando Felipe de Bor- goña, tras haber invadido Flandes, dejó un pelotón de ocupación en Schiedam, el comandante del sitio, que era un francés, quiso asegurarse en persona si los fenómenos acreditados por el manifiesto de la ciudad eran exactos. So pretexto de proteger a la santa de posibles ultrajes, apostó en su casa un pelotón de seis soldados que escogió entre los más honrados y los más religiosos; luego, apartó a la familia, que tuvo que marcharse a otra parte, y ordenó a sus subordinados que se relevasen para no perder de vista a la prisionera, día y noche, e impedir que le llegaran bebidas y alimentos. Ejecutaron esta orden al 127 J. -K. HUYSMANS pie de la letra, inspeccionando incluso los frascos de un- güentos para estar seguros de que no contenían sustan- cias que la pudieran reconfortar; una viuda, llamada Catalina, fue la única que permitieron que la cuidara y era registrada cuando entraba en la habitación. Durante nueve días montaron guardia en torno a su lecho. Durante este tiempo vieron a Liduvina presa de ex- travagantes tormentos, empapada en lágrimas pero son- riente, perdida en el éxtasis, anegada en la beatitud sobrenatural, mecida, como fuera del mundo, en oleadas de gozo. Ella apenas percibió su presencia; Dios la raptaba, lejos de su morada, le ahorraba el molesto espectáculo de esos hombres que no apartaban la mirada de ella. Cuando terminó la vigilancia, certificaron abiertamente que la cautiva había vivido, como quien dice, del aire, sin tomar nada. Esta vigilancia solo sirvió para comprobar una vez más la honestidad de Liduvina y la autenticidad de la in- sólita existencia que padecía. Tal lujo de investigaciones era bien inútil; la descon- fianza de una pequeña ciudad al acecho, el enrabietado espionaje de la provincia, bastaban para aclarar el asunto. Liduvina no habría podido tragar un pedazo de pan sin que se enterara todo Schiedam; pero si Dios consintió que esos hechos fueran examinados de cerca y probados, fue para que no hubiera duda alguna y que sus gracias no quedaran relegadas al estado de una leyenda incierta. 128 Santa Liduvina de Schiedam Hay que observar, además, que siempre actúa así. ¿No ocurrió lo mismo en el siglo XIX con Catalina Emme- rich y Luisa Lateau, dos estigmatizadas cuyas vidas pre- sentan más de una analogía con la de Liduvina? 129 J. -K. HUYSMANS VI Hasta entonces, había sido sobre todo su madre quien la había cuidado, pero Petronila enfermó a su vez; estaba consumida por la edad y las preocupaciones de una exis- tencia siempre alerta para sacar adelante su pobre casa. Las fatigas que le impusieron las dolencias de Liduvina y la pena que sintió al verla acusada de fingir y mentir e insultada en su propio lecho acabaron con ella; se acostó y no volvió a levantarse; guardó el conocimiento y tem- bló al comprender que iba a morir. Recordó sus coque- tería juvenil, las decisiones postergadas, las horas ociosas o mal empleadas; tal vez se reprochara también haberse impacientado demasiado con su hija; el hecho es que le confesó sus angustias y le rogó que obtuviera para ella el perdón del Salvador. Liduvina, que al oírla lloraba a más y mejor, la consoló como pudo y le prometió que la compensaría, en la me- dida de sus posibilidades, por los méritos adquiridos a través de sus prolongados sufrimientos; puso como única condición que la moribunda se resignara a dejar este mundo y se abandonara confiadamente a la indulgente ternura del Juez. 131 Petronila, que sabía cuáles eran las prebendas de gra- cias que poseía su hija, se tranquilizó y se extinguió en paz; pero Liduvina, persuadida de que ya no poseía nada pues había cedido todo a su madre, se apresuró a reme- diar su necesidad. Vendió los muebles y las prendas de las que podía prescindir y distribuyó dinero a los pobres; luego cayó en la cuenta de que su cama era demasiado blanda y se la dio a su sobrino y a su sobrina que se ins- talaron con ella como enfermeros; luego mandó que pu- sieran sobre el suelo húmedo de la habitación una plancha sacada del costado de un tonel y la cubrieran con paja; y esta paja, que se convirtió en seguida en un abo- minable muladar, fue su único lecho a partir de entonces; luego hubo que transportarla hasta ahí, y a pesar de todas las precauciones, fue horrible. Tuvieron que atarla con cordeles para que no se descoyuntara y al levan- tarla no hubo manera de no arrancarle la carne pegada a la sábana. Liduvina consideró que eso no era suficiente y para arañar le piel de los riñones se buscó un cinturón de cri- nes de caballo que no se quitó nunca más. Tenía veintiocho años; empezaba el invierno, un in- vierno tan largo y riguroso como los viejos no recorda- ban otro igual; recibió, por excelencia, el nombre de gran invierno y, añade Tomás de Kempis, en los ríos, conge- lados, murieron todos los peces. Ahora bien, Liduvina vivió esta estación de escarchas, en un cuarto sin luz y sin ventilación, privada de fuego, vestida únicamente con una de esas pequeñas camisolas de lana que tejían para ella las hermanas de la orden terciaria de San Francisco, 132 Santa Liduvina de Schiedam en Schiedam, y envuelta en una triste manta, cuando sus heridas y su hidropesía la hacían más sensible al frío que nadie. De noche, Liduvina derramaba lágrimas de sangre que se deslizaban por sus mejillas y, por la mañana, había que quitar las estalactitas de su rostro azulado y como adamascado por el hielo; el resto del cuerpo estaba casi paralizado y tenía los pies tan tiesos que había que fro- tarlos y envolverlos en paños calientes para reanimarlos. Sin embargo seguía viviendo en ese estado peor que la muerte; y en su casa no había ni un céntimo. Las pocas personas caritativas que la habían ayudado hasta enton- ces dejaron de hacerlo; estaba reducida a no tener ni tan siquiera tela para vendarse las heridas; se habría muerto literalmente de miseria y de frío si no la hubiera visitado un franciscano llamado Veremboldo, originario de Gouda, que durante varios años fue rector y confesor de las her- manas terciarias de Santa Cecilia de Utrech y ministro general de la orden tercera de San Francisco. Se conocían entre sí por una visión que habían tenido, a la misma hora, el mismo día, durante la fiesta de la Anunciación y desde ese instante, aquel religioso, que era un verdadero santo, deseaba verla con sus propios ojos. Para ello emprendió el viaje y la encontró en tal es- tado de necesidad que se echó a llorar, sin poder hablar. Le dio lo que poseía: treinta gruesos de Holanda, para que la compraran al menos un par de sábanas e indig- 133 J. -K. HUYSMANS nado por la dureza de corazón de los habitantes de Schie- dam, subió al púlpito y les vituperó de tal manera que varias personas, cuyo celo por aquella obra de misericor- dia se había debilitado, se arrepintieron. El bondadoso Veremboldo hizo más que asegurarla por algún tiempo lo necesario, terminó las lecciones de Juan Pot y la azuzó, a su vez, por la senda mística. Era un hábil estratega de los combates divinos; sabía hasta qué punto el sufrimiento es un poderoso abono para la flora del alma y admiraba la amorosa astucia del bienhe- chor Torturador que siempre se las arreglaba para que los dolores, cuyo envío no podía diferir, se transmutaran, sin tardar, en gozos. Los coloquios entre esos dos elegi- dos tuvieron que ser bien singulares. Si atendemos a De Kempis, hablaron sobre todo de sus muertes. Verem- boldo esperaba nacer a la vida, tras la Pascua, pero su in- terlocutora lo desengañó, afirmando que tendría que esperar hasta Pentecostés. Efectivamente, murió el año 1413, en la víspera de esa fiesta, el día de San Bernabé. A su vez, él también fue profeta al declararle que ella ten- dría que resignarse a seguir aguantando la lamentable ganga de sus males, porque le quedaba todavía por so- portar tanto como había sufrido hasta entonces. Ella lo sobrevivió veinte años. Liduvina asistió en estado de embeleso a su agonía. El mismo día en que él murió las hermanas terciarias de Schiedam anunciaron a Liduvina que se iban a Utrech para tener noticias de Veremboldo al que sabían muy en- fermo. 134 Santa Liduvina de Schiedam –Apresuraos, apresuraos, dijo ella; e inclinando la ca- beza les hizo comprender que llegarían demasiado tarde–. Cuando a la tarde llegaron a Utrecht, al oír el toque de muertos de las exequias, pudieron comprobar que la santa no se había equivocado. Tras la muerte de Petronila, su marido, el viejo Pedro, su hijo Guillermo y sus dos hijos, Petronila y Balduino, se turnaron para cuidar a Liduvina, pero ahora que ya no estaba la madre, la mala suerte se puso por medio. Empezaron a sucederse accidentes que ensombrecie- ron aún más el pobre interior de la santa; su padre decli- naba a ojos vista; durante ese gran invierno se le había congelado el dedo gordo del pie derecho y tuvo que re- nunciar a su empleo de vigilante nocturno. De nuevo fue una recaída en la negra miseria. Pedro no quiso, por de- licadeza, tocar nada de las pocas limosnas que recibía su hija y solo vivió de restos y de donativos. Entretanto, el duque Guillermo VI, conde de Ho- landa, de paso por Schiedam, con su mujer la condesa Margarita y varias personas de la Corte, oyó hablar de la miseria del padre de la santa. Se compadeció y dijo al viejo: –¿Cuánto necesitáis para vivir aquí? Fijad una cifra y, en consideración a las virtudes de vuestra hija, os la daré. Pedro le aseguró que de doce escudos a una corona, moneda de Francia, serían más que suficientes al año para cubrir sus necesidades. 135 J. -K. HUYSMANS Guillermo se los dio en el acto, pero considerando que esos deseos eran demasiado modestos se comprometió a duplicar, si fuera necesario, dicha renta. Al principio fue entregada puntualmente pero, como sobre todo entre los ricos, la generosidad se cansa con mucha facilidad, el buen hombre acabó por no recibir nada y no creyó que tuviera derecho a reclamar. Mientras disfrutaba de ese breve alivio, quiso satisfa- cer ese deseo, que nunca pudo realizar por falta de tiempo, de frecuentar asiduamente las iglesias. Pero es- taba casi ciego y tenía las piernas tan débiles que trope- zaba con nada y cuando salía, Liduvina se moría de inquietud; no se alarmaba sin razón porque un día lo re- cogieron casi asfixiado. Era la víspera de Pentecostés. Pedro había salido de casa para los oficios, cuando se encontró con un hombre que le propuso pasear fuera de la ciudad hasta la hora de vísperas. Él aceptó y llegaron, mientras charlaban, a un lugar llamado Damlaën. Ahí, cuando Pedro se detuvo, fa- tigado, su compañero se le echó encima y agarrándole por los riñones le tiró a una profunda fosa, llena de agua, y desapareció. Estaba a punto de ahogarse cuando un ca- rretero que pasaba por el camino lo vio, lo sacó del ba- rrizal y lo llevó en su coche a casa de su hija. Esta última lo creía muerto y lloraba porque alguien que había visto al viejo recostado, sin movimiento, en el carromato, fue a avisarla a toda prisa de que le traían el cadáver de su padre. 136 Santa Liduvina de Schiedam Esta aventura, a la que los biógrafos atribuyen un ori- gen diabólico, consternó a la santa que se las ingenió a partir de ese momento para retener en casa al viejo Pedro; pero como se había convertido casi en un niño, el padre se escapaba en cuanto no se sentía vigilado y como solo se iba de la casa para dirigirse a la iglesia, su hija no se atrevía a regañarle. En suma, fue para ella más una causa de preocupación que una ayuda; y su hijo Guillermo, a pesar de toda su buena voluntad, no parece haber sido más apto para cui- darla. Este último estuvo a punto de quemarla viva; una ma- ñana, antes de irse a trabajar, entró en su habitación para comprobar su estado de salud y dejó la candela que lle- vaba encendida sobre un tablón que había encima de la cabeza de su hermana y se fue, dejándola sola en la casa porque el padre, por su parte, había ido a misa. La can- dela cayó e incendió la paja en la que estaba acostada Li- duvina, que se hallaba meditando sobre la Pasión de Nuestro Señor y no se dio cuenta al principio; pero los chasquidos de las briznas la sacaron de su arrobamiento y con la única mano que tenía libre, la izquierda, agarró las llamas que se apagaron sin quemarla. Cuando volvió su padre yacía, no sobre un haz de paja, sino sobre un montón de cenizas. Este hermano tan imprudente se nos aparece como un hombre excelente, entregado a su hermana pero unido por desgracia a una mujer tontorrona y malvada que probablemente creía que le estaba todo permitido 137 J. -K. HUYSMANS por los servicios que sus hijos prestaban a Liduvina; la santa aguantaba sin quejarse jamás la interminable char- latanería y las ineptas observaciones de esa comadre que no podía abrir la boca sin vociferar y se iba exacerbando a medida que gritaba, sin que nunca se supiera muy bien por qué. Pero si Liduvina aceptaba dócilmente este tipo de pruebas, otras las admitía con menos resignación, como lo atestigua el duque de Baviera que llegó a Schiedam para consultar a la santa sobre un caso de conciencia. Sin duda lo atormentaban los crímenes de los que era culpa- ble y la apostasía que había cometido al despojarse de sus ropajes de obispo para casarse. Se hizo anunciar bajo un nombre prestado pero Lidu- vina, advertida por lo divino, no se llamó a engaño. Apenas se sentó a su lado cuando la latosa entró y la abrumó con sus reflexiones descabelladas y sus gritos. El duque se irritó y dirigiéndose a Liduvina le dijo: ¿Cómo podéis soportar a esta arpía? Porque cuando está aquí es imposible permanecer en vuestra casa. Y la santa le respondió sonriendo: «qué quiere usted, Monseñor, es conveniente sufrir las impertinencias y las debilidades de ese tipo de personas aunque solo sea para corregirlas a base de paciencia y aprender uno mismo a no irritarse». 138 Santa Liduvina de Schiedam Como hombre práctico, el duque imaginó otra solu- ción. Compró al instante el silencio de la criatura que, encantada de embolsarse una cantidad de dinero, se calló… mientras él estuvo ahí. En una palabra, los que cuidaban de Liduvina no va- lían gran cosa; el padre era más engorroso que útil; el hermano tenía ocupaciones fuera; su mujer era insopor- table; quedaban los dos niños, Balduino y Petronila, que por fortuna no se parecían a su madre y tenían mucho afecto a su tía; pero eran demasiado jóvenes y, además, dada la naturaleza de las dolencias de la enferma, solo podían curarlas decentemente mujeres. Dios proveyó. Unas piadosas vecinas se encargaron de vendar y cambiar la ropa de su pobre cuerpo; entre ellas figura una mujer que fue la amiga íntima de Liduvina y a quien veremos a menudo en este libro. ¿Quién era esa Catalina Simón que hemos encontrado junto a Liduvina, cuando esta última estaba custodiada por seis soldados y que acabó viviendo siempre con ella? Gerlac llama a Catalina, mujer de maese Simón, el barbero; Brugman, en diferentes ocasiones, habla de una tal Catalina a la que a veces califica de criada, otras de viuda, y otras de compañera fiel de la santa; Tomás de Kem- pis designa a Catalina Simón como una mujer de catego- ría, y no dice que sea esposa ni viuda, sino la hija de un tal señor Simón cuya profesión no indica. 139 J. -K. HUYSMANS ¿Hay alguna identidad entre esas Catalinas y esos Si- mones? Se puede admitir, aunque uno de los traductores de Kempis distingue dos Catalinas diferentes, una hija de Simón, y la otra viuda de no se sabe quién. En cualquier caso, es cierto que esa mujer quiso a Li- duvina y la cuidó como a su propia hija; la compensó por los increíbles oprobios y el odioso abandono de que fue víctima por parte del cura de Schiedam. El hombre de los capones no tardó en perseguir a la santa de la manera más atroz. 140 Santa Liduvina de Schiedam VII Antes de narrar las deplorables intrigas de este hom- bre, es útil repetir, una vez más, a propósito de este cura y de otros malhadados sacerdotes que encontraremos mezclados a la vida de Liduvina, que la Iglesia navegaba entonces a la deriva; los papas se entregaban a pugilatos de bulas; los monasterios se pudrían Download 2.77 Kb. Do'stlaringiz bilan baham: |
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